Por Iñaki Urdanibia

«Y la desesperación busca sus palabras»

A principios de este año dediqué un artículo a unos poemas de quien fuese considerada una de las mayores poetas rusas, y por extensión universales, del siglo pasado ( https://kaosenlared.net/marina-tsvietaieva-poemas-de-la-vida-y-el-amor/). Ahora, leo una novela en la que su autora, la periodista y escritora Béatrice Wilmos (1959) se mete, y nos mete, en la piel de la poeta: «Tant de neige et si peu de pain», publicado en Éditions de la Rouergue. Las cientocincuenta páginas del sintiente libro no dan respiro y sí muchos suspiros, ante la situación realmente desesperada de una madre con sus dos hijas pequeñas, y con el paradero desconocido de su compañero, el también poeta Serguei Efron, en aquellos años revueltos de 1919-1920.

Como ya se señala desde el título, que toma las palabras de la poeta («¡Oh Dios mío! ¡Hay tanta nieve este año! ¡Tanta nieve y tan poco pan!»), el frío y el hambre dominan en Moscú, que es donde ellas se encuentran. La madre se las ve y se las desea para tratar de sobrevivir ella y sus hijas. Vamos con ella a las interminables colas para intentar conseguir algunas raciones de alimento, que en no pocas ocasiones quedan en espera vana, ya que para cuando llega el turno los escasos víveres se han acabado, cuando no se suspende sorpresivamente la distribución anunciada; sin obviar el mercado negro. Los muertos se ven por las calles, los enfrentamientos, las palizas y persecuciones, y las noticias del frente de batalla no son esperanzadoras que se diga, allá su marido combate con las tropas blancas, no teniendo noticia de si continua en vida o ha muerto, y al que echaba en falta desde los tiempos en que le conoció en Crimea casándose en 1912 el mismo año en que vio la luz su hija, preferida, Alia, más tarde, cinco años después nacería su segunda hija, Irina a quien su padre no llegaría a conocer. Las noticias de la prensa son de horror y brutalidad, al igual que el miedo a los chivatos que pululan en las filas de espera, con las antenas siempre alerta.

La única tabla de salvación, y motivo de inquietud y alegría, es la poesía y sus cuadernos en los que apunta los más mínimos detalles, sus sueños, sus recuerdos, y la compañía de su hija, Alia, que era su alma gemela, su preferida, niña precoz y de una inteligencia brillante, que escribía sus versos, como eco a los de su madre, y llevaba puntualmente un diario en que expresaba sus sentimientos. La otra hija, Irina, tenía una mirada vacía, gritaba de continuo, no hablaba prácticamente, a lo más repetía incansablemente sílabas sin significado.

La búsqueda de un trozo de carne, sin mirar su calidad, de sopa, de leche y pan va a resultar harto complicada, lo cual la empuja, por recomendación de su amiga Lilia, a ingresarlas en un orfelinato, pues allá tendrán el alimento necesario y el calor que en su palacio-granero, no tienen. El establecimiento estaba dedicado a los huérfanos de soldados o de desaparecidos, por lo que tanto las identidades de Alia e Irina, van a tener que cambiarse, ocultando quién era su verdadera madre, y nada digamos acerca del padre; Marina sola con su honda soledad y la pena del espectáculo de los niños con el pelo al cero, allá las dejó. La hija mayor enferma y Marina va a su rescate, sacándola del orfanato, mientras deja a su otra hija, Irina, en aquel lugar en el que la pequeña anda como alma en pena, sin comunicarse con nadie, siendo insultada por el resto de niños, ante la pasividad y la desesperación de las cuidadoras que no saben qué hacer con esa extraña criatura que no hace más que gritar, que no responde a las palabras que se le dirigen, que antes, en su casa, comía con enorme voracidad todo lo que pillaba y que allá no se lleva a la boca nada de nada, y que hace sus necesidades en la cama.

La culpabilidad del abandono es fuerte y constante, los remordimientos también, tanto de la madre como de la otra hija que tampoco defendió en el encierro a su maltratada hermana, y que ante las pesadillas de la pequeña ella respondía con gesticulaciones horrendas. Se interroga Marina sobre cómo ha podido llegar a tal abandono…y un día llega la fatal noticia de que Irina ha fallecido; según la directora de la institución de fragilidad, lo que no convence a la madre que piensa que ha muerto de hambre…o tal vez de falta de cariño; «ni para vuestro consuelo, ni para el mío, sino como una simple verdad, diré: Irina era una niña muy extraña y quizá tal vez condenada. Ella se balanceaba todo el tiempo, no hablaba casi. Raquitismo tal vez. Degeneración tal vez. Yo no sé», escribe en su cuaderno, para cuya escritura ha recurrido a robar tinta roja, y su recuerdo de la hija abandonada y muerta va cavando en su alma, caminos subterráneos, que le horadan la mente, sensaciones reavivadas por fotos de la chiquilla. Su dolor se expresa en sus versos y en su inseparable cuaderno; «¿Monstruoso? Sí, visto desde el exterior. Pero Dios que ve mi corazón sabe que si no he ido a decirle adiós, no ha sido por indiferencia, sino porque no PODÍA. ¡No iba ya que no iba a verla viva! Entonces…» . Béatrice Wilmos, muestra el amplio conocimiento de los escritos de la poeta, intercalando con tino, sus poemas y sus anotaciones, al igual que los de su hija querida, justificando tales citas en una bibliografía final.

La mirada se centra en los años nombrados, lo que no impide que ésta se vuelva hacia atrás, a tiempos más felices y sosegados, y más tarde, tras sus años de exilio en Praga, Berlín y París, con la familia unificada Serguei, Alia y ella- teimpos que apenas son mentados en el libro, a los negros años finales, tras la vuelta a su país. Años de derrumbe: Serguei y Alia, que habían vuelto como agentes secretos del bolchevismo, fueron detenidos al ser acusados de agentes del extranjero…él acabó siendo fusilado, Alia pasó quince años entre el campo y varios de deportación, ésta fue la última que falleció en 1975, el resto quedaron sin sepultura conocida, incluido el hijo, Murr, que murió en el campo de batalla. Muertes desconocidas para los otros, u ocultadas como la de Irina de la que Marina no hizo partícipe a Alia, ni más tarde a su marido, y del suicidio de la poeta, en 1941, no tuvieron noticias ni Serguei fusilado meses más tarde, ni Alia que se enteró mucho tiempo después de la muerte, no de las circunstancias. Mucho se tardó en limpiar el nombre de los nombrados, y declarar que todas las acusaciones que llevaron a Serguei al paredón y a Alia al encierro, habían sido falsas.

Se da cuenta en el libro, inquietante, de la dispersión de los escritos de Marina Tsvetaeva, que fue abandonándolos por los diferentes domicilios y lugares por los que pasó, a lo que se ha de añadir la venta de muchos de ellos por su hijo, el hambre apretando, y de la ímproba tarea de Alia por recuperar todos estos materiales y ordenarlos, entregándoles a la Unión de escritores para que fuesen custodiados, con el fin de que la obra de su madre fuese conocida… y de milagro se logró a pesar de que la poeta había abandonado sus sueños de gloria, afirmando en repetidas ocasiones que escribía para ella misma, para soportar la existencia, como necesidad, y no para alcanzar las cimas de los honores literarios.

Béatrice Wilmos, se comporta como un notario, al no juzgar la decisión de la madre poeta, sino haciéndonos entrar en la mente de la escritora, en sus sentimientos, etc., quedando el tono marcado desde el poema inicial de Pushkin que abre el libro, y que Marina se sabía de memoria…la noche extendiendo su sombra, contagiándose a los negros sentimientos

Hay momentos a lo largo de la lectura en que se siente cierto desasosiego, y hasta malestar, hasta el punto de sentir la tentación de aceptar aquello que en una ocasión escuche a un poeta, al que no podía, ni debía aplicársele el dicho: conoce la poesía, no conozcas al poeta, distinción imposible en el caso que nos ocupa ya que en Marina Tsvetaeva la vida y la poesía, y viceversa, eran todo uno… como dos vasos comunicantes en esa bailarina del alma; «Escribir es vivir. Es querer que alguna cosa sea, y sea, tal vez, de manera eterna. Cuando no es vivir, la mano se rechaza en la pluma».

La prosa de Béatrice Wilmos acompaña a la perfección los avatares de la vida y padecimientos de la poeta, empapada de tristeza, de culpa, de ausencia… y, malgré tout, de amor.