Por Iñaki Urdanibia.

Hablaba Roland Barthes del placer de la lectura, con Cartarescu la lectura es un placer que se dispara por diferentes y variadas direcciones.

«No puedo sino recomendarlo insistentemente, como quien recomienda no un destino turístico ni un viaje sociológico a la vida de los otros, sino un lugar que es posible recorrer por un tiempo para regresar luego al mundo con ojos nuevos, transparentes, y la certeza de que ese lugar ahora habita en nuestro interior»

(Iván Thays)

«Pues no describes el pasado al escribir sobre asuntos antiguos, sino al escribir sobre el aire brumoso que hay entre ellos y tú […] Sobre la tensión y la falta de entendimiento entre mi mente de ahora y la de hace un instante y la de hace diez años. Sobre su interacción, sobre la injerencia de una en la imaginería y las emociones de la otra»

(Mircea Cartarescu)

Desde luego este año no se concede en Nobel de Literatura al escritor rumano; no se le concede a nadie debido a los abusos de alguno de los miembros del jurado (Tiens, monsieur Arnault!). El nombre de Mircea Cartarescu suena ya desde hace algunos años como candidato a tan selecto galardón, sería el primer escritor en lengua rumana al que se le concediese (de origen rumanos fueron tanto Elie Wiesel como Herta Müller, ambos de origen rumano, pero escribiendo en otras lenguas) y desde luego méritos no le faltan y tampoco galardones (el italiano Giuseppe Acerbi en 2005, Chevalier de l´Ordre des Arts et des Lettres en 2008, Internacional de Literatura de Vilenica (Eslovenia) en 2011, Haus Der Kulturen Der Welt Preis en 2012, el serbio Internacional de Poesía de Novi Sad en 2013, el suizo Spycher-Leuk de Literatura en 2013, el Euskadi de Plata 2014, Feria del Libro de Leipzig al Entendimiento Europeo, el del Estado Austríaco a la Literatura Europea en 2015, el italiano Gregor von Rezzori en 2016, finalista del Strega Europeo 2016, Thomas Mann de Literatura este mismo año, y el último, el mallorquín Premio Fomentor de las Letras). No cabe duda de que el palmarés es impresionante. No cabe duda de que Enrique Redel, el editor de Impedimenta, tuvo un afinado olfato al incluir al rumano en su catálogo.

Si todas las obras publicadas han funcionado desde aquella inicial Nostalgia, publicada en 2012, después le han seguido cinco más, fue en 2017 cuando la publicación de Solenoide le convirtió en un escritor de culto y su novela, enciclopédica, incluida en varias listas de los mejores libros del año, y con más de quince mil ejemplares vendidos. Ahora, se inicia la publicación de la que es considerada su más lograda obra, la que supuso su consagración, su trilogía Cegador, escrita entre 1996 y 2010; el primer volumen acaba de ver la luz: «El ala izquierda. Cegador I», estando programados los siguientes: El Cuerpo (Cegador, 2) para febrero de 2020, y el último, El ala derecha (Cegador, 3) para octubre de 2021.

No añado nuevo si digo que estamos ante una obra magna, y me refiero obviamente a su primer volumen, no por el tamaño casi cuatrocientas treinta páginas de letra menuda y apretada, sino porque la prosa en avalancha que se nos ofrece de principio a fin, con un vocabulario y una sintaxis desatada, y unos desvíos para diferentes costados, en una constante combinación de simetría y asimetría, que arrastran al lector que se atreva con la empresa de enfrentarse a esos intentos por agotar los límites del lenguaje, habiendo momentos en que somos llevados a lares que parecen ubicarnos fuera de él, o si se prefiere en el mismo corazón del verbo. Sin lugar a dudas una obra llamada a permanecer y que contiene ciertos aires de familia con Roberto Bolaño, Thomas Pynchon o de David Foster Wallace, por nombrar algunos de esos escritores a los que se h de dar de comer aparte, por su brillantez, por sus tendencias al desborde y su indudable originalidad. [En la esclarecedora introducción a Nostalgia, Edmundo Paz Soldán se refiere a los nombres que desfilan por los relatos del libro: Kafka, Borges, Bruno Schulz, Lewis Carroll, Cortázar o Bioy Casares, lo que ciertamente indica una onda de gustos y huellas.

¿Se puede pretender decir todo? Naturalmente que no, y encima es imposible, lo que no quita para que Cartarescu desde las primeras líneas, nos introduzca en un continuum en el que asoma su vida, desde niño, las viviendas en las que habitó y desde las que contemplaba su ciudad convertido en tenaz voyeur (desde una de ellas, una ventana a modo de los trípticos de Francis Bacon originados por los ventanales desde los que observaba su ciudad, desde la que contemplaba absorto el paso del tiempo en la capital rumana); transita por las calles y establecimientos, y mira algunos envases cuyo contenido desconoce, hasta la misma palabra que consta en la tapa de las cajitas nada le dice, y en su guarida nos habla de la contemplación de su cuerpo, sin pudor, y reconstruye retazos de su pasado por medio de los materiales hallados en un desconchado bolso en el que entre otros objetos halla una dentadura de su propia madre, aparato que le va a servir a lo largo de la historia, de las encabalgadas historias, para establecer comparaciones y otras relaciones metafóricas (por ejemplo, con el color de los pezones de su propia progenitora); más adelante asistiremos al deambular de narrador convertido en auténtico flâneur que al tiempo que contempla los edificios y distintas zonas de Bucarest, ve un día a cantidad de ciegos, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo para cruzarse en su camino, u otro día, todos tullidos; igualmente nos entrega los lugares revisitados, con los variopintos vecinos de patio y sus roces… Mas no queda ahí la cosa, ya que tampoco se han de obviar los sueños que nos son narrados con una viveza que difuminan los bordes borrosos entre el estado onírico, la vigilia y los intermedios de ensoñación. Sea dicho de paso que la labor de la traductora Marian Ochoa de Eribe es de diez, ya que no tiene que ser nada fácil verter a otro idioma el torrente que irrumpe, y hacerlo sin crujidos, como es el caso, y como ya había dejado comprobado en sus anteriores traducciones del autor.

Si ya con anterioridad el escritor había hurgado en su existencia, así en sus relatos recopilados en El ojo castaño de nuestra voz, o si igualmente en ocasiones anteriores había mostrado su capacidad para entreverar sueños con la realidad, manteniendo como eje la niñez, como podía constatarse en las narraciones de Nostalgia… en la presente ocasión nos topamos con todo ello al por mayor, y así si con ocasión de la lectura de esta última obra me permitía decir que entrar en la obra de Cartarescu era «penetrar en un mundo onírico, de atmósferas inasibles, como si se anduviese por una nebulosa que atrapa al tiempo que se desliza por los entresijos de las historias presentadas; siempre con la presencia de la niñez como impulso. Sueños que abarcan una amplia gama de colores mas siempre con el predominio de unas tonalidades oscuras», la valoración se queda corta ante la gama de colores y sensaciones que hace estallar la cuatricomía tanto cromática como anímica. En este orden de cosas, y refiriéndome a lo ya insinuado acerca de la totalidad, y los desesperados empeños por aprehenderla, la pluma (o la tecla) del escritor parece impulsada por un tenaz empeño por decirlo todo, hurgando en los entresijos de sí mismo y en los variopintos ambientes que asomarán en su disloque; tal empeño (¿obsesión?) por no dejar nada fuera de su enfoque parece situarse en las antípodas de aquel famoso, como mal interpretado, aforismo con el que Wittgenstein concluía su Tractatus: de lo que no se puede hablar mejor es callar, ya que la postura de Cartarescu parece responder a la lógica de hablar de todo, y no frenar ante las dificultades… y su respuesta ante un hipotético, de lo que no se puede hablar, es: hablar más, hablar sin parar, buscar las adecuadas palabras para expresar sus vivencias, interiores y exteriores (y una pasmosa capacidad mimética que hace que el exterior se produzca de manera especular en la mente del narrador), sin abandonar nada en la cuneta, ni dejar lo narrado a la improvisación aleatoria; es más casi me atrevería a señalar que el escritor coincide con aquello otro que dijese en filósofo vienés: lo que se puede decir se puede expresar claramente, y ciertamente Cartarescu se expresa con meridiana claridad, eso sí, sin evitar las callejuelas del laberinto que cartografía su prosa. No cabe duda de que ante tal profusión de caminos que se abren ante los ojos lectores, todos llevan a alguna parte (no sucede como aquellos holzwege a los que se refería Heidegger que no llevaban a ninguna parte), pues el escritor no pierde el hilo, a pesar de los constates excursos, y el lector atento tampoco.

Cartarescu recurre en no pocas ocasiones a los insectos como elementos metafóricos, en la presente ocasión es una mariposa la que sirve de estructura a las diferentes entregas, como adivinarse puede por los títulos y la propia ilustración de la cubierta (me atrevo a afirmar que si el personaje kafkiano se convirtió en cucaracha, Cartarescu convierte su vida en lepidóptero o casi, y sin forzar las cosas, abarcando desde los momentos previos, y como para tomar impulso, me aventuro a decir partiendo desde el propio estado de la crisálida): izquierda, derecha, centro, y una simetría complementaria, que por momentos se distorsiona en estados de asimetría… ya en la segunda página ante el espejo el protagonista se cerciora de la asimetría de su rostro – fruto de la parálisis facial que padeció el escritor y que le supuso un ingreso hospitalario psiquiátrico, electroshocks incluidos, ingreso del que da cuenta en la tercera parte del libro -, y más tarde saldrá a colación la simetría bilateral que rige en los propios cuerpos, la relación simétrica a modo de esquema estructural, a la que responden los diferentes discursos religiosos, y la línea vertical y horizontal, y otros reflejos binarios que están presentes en todo, en los cuatro elementos, organizados en pares distribuidos siguiendo el eje arriba/abajo, celeste/subterráneo, etc. (me viene al recuerdo, en diferentes condiciones y con distinto propósito, las teorías al respecto de Primo Levi, la asimetría inseparable de la vida, al que por cierto también le encantaban las encantadoras mariposas; del lansquenete Ernst Jünger que dijese Walter Benjamin me callaré y de Vladimir Nabokov también).

He de puntualizar que si me he referido en el título de este artículo a la capital rumana, a la que se da cabida en las primeras páginas y en la tercera parte de la novela de manera más detallada, la geografía es más amplia y la temática también, ya que como ya ha quedado indicado el escritor habla de su niñez de los paisajes urbanos por los que discurrió, más los horizontes se extienden a otras zonas en las que los antepasados mantienen los hábitos y creencias propias del cruce entre búlgaros y rumanos, variopintas costumbres religiosas, allá por Tântava; del mismo modo que asistiremos a un verdadero cataclismo en tierras balcánicas, cuando a raíz de la llegada de unos gitanos se introdujo la adormidera, las amapolas, que pasaron a ser conocidas como la simiente del gitano, y que ingeridas en diferentes combinaciones dio con una verdadera fiesta de los sentidos, con uniones sexuales desaforadas que decayeron al darse una rebelión de los muertos por la desatención y olvido por parte de los vivos, la revuelta desembocó en una lucha en la que los demonios, ángeles bizantinos y cadáveres luchaban sin cuartel en medio de una fauna inverosímil… que acabó con las viviendas en llamas y la población huyendo despavorida en sus repletos trineos… el desastre no fue provocado por los conflictos bélicos con algunos vecinos como más de una vez había sucedido sino debido a la dichosa planta, nueva para ellos. Estados en los que la confusión de razones hace que realidad, alucinación y sueño se apoderase de las mentes de los pobladores, y, en consecuencia, de las páginas en sus dislocadas descripciones.

La madre, menos el padre, y sus parientes cobran una dimensión que traslada el círculo micro al macro en su universalidad; la génesis y desarrollo familiar resulta como la bíblica huida de Moisés, éste con el Mar Rojo por medio, éstos con el gigantesco Danubio, con la huida del clan de los Badislav afectado por su particular pentecostés…; ocupando la admirativa centralidad la figura materna, reflejo de lo femenino, a este centro de gravedad del que se describe su desarrollo temporal, la juventud y los avatares de la segunda guerra mundial, bajo el imperio de las ruinas, las bombas y el temor, sus trabajos, relaciones y amores, más bien, sexo fuera de sus normas (parafernalia nazi incluida), los de ellas y su hermana, así como los avatares familiares, que pueden conocerse en la segunda y tercera partes del libro, ha de sumarse a lo dicho, la atmósfera asfixiante del régimen que se reivindicaba del comunismo y que convertía en omnipresentes todos sus símbolos, efigies, etc., con los momentos de rebelión y endurecimiento represivo coincidiendo con la denominada primavera de Praga y su aplastamiento por los tanques del pacto de Varsovia (léase rusos), hilos que van a constituir junto a los ya mentados los que constituyen la urdimbre en la que se sustenta la novela dando como resultado un excelente y colorido patchwork… con retazos deslumbrantes por lo inesperado, con amplias y detalladas referencias a los diferentes chakras corporales y sus funciones psíquicas y genealógicas,… y mostrando por momentos su cercanía con los bordes de lo chirene, como circos ambulantes, sectas como la de los Conocedores, un clérigo que ejerce, por turnos, sus funciones pastorales para distintos credos, agentes de la temible Securitate, jazz en una Nueva Orleans narrada por el percusionista negro Cedric, más tarde soñada, y cantidad de escenas y sucesos más que hacen que el interés y la sorpresa no decaigan a lo largo de las diseminadas historias, que se disparan en distintas direcciones en un desorden, estrictamente ordenado y oximorónico.

Con Mircea Cartarescu entramos en los deshilvanes de los fractales de los que teorizase Mandelbrot, cruces, hilos enroscados… puro rizoma – por hablar en deleuziano – que brota allá en donde menos se espera y que hace estar siempre alerta acerca de los que nos ofrecerá la páginas siguiente, sin defraudarnos en ningún momento, ya que el abanico imaginativo del escritor tiene una amplitud sin límite; precisamente el jurado del premio Formentor declaraba al concederle el premio que Cartarescu «integra en un único ímpetu narrativo la evidencia de la realidad, la cartografía de la memoria, la energía creativa del sueño, la libertad de la imaginación y la pulsión de los deseos…la fuerza narrativa con que el autor ha sabido expandir los límites de la ficción».

En fin, estamos ante un soberbio ejercicio de anamnesis («el pasado es todo, el futuro no es nada, no existe otro sentido del tiempo»), expresado en una brillante, imaginativa y poliédrica prosa que fluye con la fuerza de una cascada y la contención ligera de las nubes en su confluencia, sus desgajes y sus momentáneas desapariciones, al modo de modélico guadiana en prosa… y si el fenomenólogo Edmund Husserl proponía volver a las cosas, Mircea Cartarescu se sobra y vuelve a su vida, a la de su familia, a los objetos que le sirven a modo de muletas para la reconstrucción genealógica, y hasta arqueológica, de su vida, de la infancia, del amor, del tiempo y de la muerte… del cosmos todo.

Esto no es una novela, o más bien es una novela que contiene netas incursiones/delimitaciones, sui generis, ontológicas, metafísicas, epistemológicas, antropológicas, cosmológicas… una auténtica weltanschauung.