Por Iñaki Urdanibia.

En 1899 vio la luz la tercera, y última, gran novela del gran escritor ruso.

«En la cumbre y al final, como una catedral con dos torres que simbolizan, una, el amor eterno y la otra, el odio hacia la alta sociedad se yergue Resurrección»

«Resurrección no deja de ser uno de los más bellos poemas de compasión humana – tal vez el más verídico -. Más que en cualquier otra, en esta obra veo los ojos claros de Tolstói, esos penetrantes ojos de un color gris pálido, “esa mirada que va directa al alma”»

(Romain Rolland, Vida de Tolstói)

Vayan de entrada dos afirmaciones: por una parte, si digo gran novela ello es debido a que resulta de las más significativas que escribiese el ruso, mas también por la propia extensión de la obra que puede ser incluida en el conjunto de las de gran recorrido (diré, cuantificando que Guerra y Paz, en la edición de 2003 por Mario Muchnik, tiene mil ochocientas cincuenta y ocho páginas; la edición de Planeta, de 1988, del mismo libro, mil cuatrocientas ochenta; Anna Karenina, en su edición de 1978 en Le Livre de poche, mil veinticinco. En lo que hace a la novela que nos ocupa, Resurrección, en la edición de Alianza, 2010, consta de seiscientas sesenta y en la de 1999 de Pre-Textos, seiscientas ocho), quisiera añadir a esto, por otra parte, que el propio escritor, que había trabajado en su elaboración diez años, juzgaba que a pesar de la fama de su Guerra y paz, Resurrección era su mejor novela.

El propio título de la novela da pistas en lo que hace al giro personal del autor, que nacía a una nueva vida, el cambio que experimenta el protagonista de la novela, el príncipe Nejliúdov, y, difícil de obviar, la resurrección del campesinado ruso. Resulta de este modo significativa la novela en lo que hace a la exposición de las ideas del escritor ruso, representado por su alter-ego en el libro, a modo de testamento, y por el pulso que se toma a la situación que atravesaba el agro ruso; hasta podría añadirse ciertos tonos proféticos que adelantaban en cierto modo, algunas de las medidas, con respecto a la propiedad de la tierra, que adoptó en 1917 el poder dicho soviético.

Desde la Sonata a Kreutzer, publicada diez años antes, los tonos morales van ocupando cada vez mayor espacio; «el bien, lo verdadero, lo justo, la salvación: he ahí la obsesión continua de Tolstói. No hay dos Tolstói: un maravilloso narrador por una parte, y por la otra un aburrido predicador. Los dos Tolstói son más que uno solo, atormentado, torturado…», características que, como dijese Dominique Fernández, fueron aumentando con el paso de los años, aunque ya asomasen con fuerza en sus escritos de juventud.

El renacimiento, que se deja ver en el propio título, es el de un noble que se arrepiente ante una prostituta, de veintisiete años que responde al nombre de Maslova (si bien es conocida como Katiusha) por la injusta pena a la que ha sido condenada, pero también como queda señalado es igualmente el renacimiento de los campesinos liberados del régimen de esclavitud. El príncipe Nejliúdov fue miembro del jurado que condenó a la mujer, a la que por otra parte había seducido diez años antes, dejándola abandonada con su embarazo, lo que hace que el noble trate de expiar su culpa. «Todo ser humano lleva en su interior el germen de todas las cualidades humanas y unas veces manifiesta unas, y otras veces otras, y con frecuencia no se parece a sí mismo, sin dejar de ser quien es. En algunas personas estos cambios son particularmente bruscos. Y a ese tipo de personas pertenecía Nejliudov. En él estos cambios se debían a causas morales y físicas». A Nejliudov le guía su conciencia en su comportamiento que resulta extraño para el común de los mortales, como la sosegada espera de la muerte por parte del condenado a muerte, Sócrates. El príncipe va ahondando en su conciencia para lo que le sirve de acicate el ver las infames condiciones de vida que se dan en las prisiones, que originaban descarada satisfacción en quienes eran responsables de tal trato…ante tal situación, el protagonista se rebele llegando a la conclusión – que sin lugar a dudas es una de las ideas principales de Tolstói – de que no se puede luchar contra el mal con el mal, idea que dejaría su impronta en los defensores de la no violencia y la resistencia pasiva.

La que fuese la tercera y última novela del patriarca de Yasnaia Poliana, anunciaba en cierta medida las incursiones de Kafka (el de El proceso o La colonia penitenciaria) o el mismo Alexandr Solzhenitsyn (que antes de su celebérrimo Archipiélago, había dejado un duro testimonio en su Un día en la vida de Ivan Denisovich), en lo referente a las condiciones de encierro; a tal denuncia ha de añadirse la radical condena del aparato judicial, que en el caso que se presenta lega hasta el colmo de lo chirriante si en cuenta se tiene que la sentencia es dictada debido a las prisas por acudir a una cita que acuciaban al presidente del tribunal, lo cual hizo que éste se despistase olvidando pronunciar la absolución de la juzgada. Es ante esta condena que, como miembro del jurado, el príncipe Nejliudov se siente responsable, recordando a su vez su aberrante comportamiento al dejar desamparada a la joven a la que había dejado embarazada, situación desasistida que hizo que Maslova se viese privada de su empleo y empujada a prostituirse. Hasta tal punto llega el arrepentimiento del hombre que rechazando su pasado de don Juan, y todo tipo de fariseísmo se proponga acompañar a la mujer al encierro siberiano, prometiéndole además convertirla en su esposa.

Katiusha accede a la santidad en prisión, cambio bien diferente al descrito por Fiodor Dostoievski en su Recuerdo de la casa de los muertos (único libro, sea dicho al pasar, que Tolstói apreciaba de su genial rival), ya que en ese caso se trataba de una especie de iluminación estética acontecida en las condiciones de encierro, mientras que en la presente ocasión, irrumpen ciertos tonos de inspiración humanista. La obra fue tomando, desde sus primeros esbozos, más hondos aires autobiográficos, y vemos ciertas claras coincidencias entre la actitud del escritor y la de su protagonista: así se da un proceso de despojarse de ciertas comodidades, de los diferentes objetos, tendiendo a una sencillez creciente, que se traducía igualmente en los cambios en el modo de vida, entregando la tierra a sus antiguos siervos (la tierra ha de pertenecer a quien la trabaja), dispuesto a abandonar su mansión para trasladarse a una modesta habitación de hotel; en la novela asoman explícitamente Spencer y más concretamente Proudhon, aquel que dijese que la propiedad es el robo. Rezuma a lo largo de la novela el deseo de un mundo nuevo, aspiración que era común al escritor y al protagonista: «Sí, he aquí un mundo absolutamente nuevo[…]. ¡He ahí, el nuevo gran mundo!». Algunas de las esperanzas que Tolstói muestra aparecen como emparentadas con unos toques milenaristas y hasta apocalípticos, que resultan absolutamente creíbles si en cuenta se tiene la época en la que escribía, impulsos que, por otra parte, posteriormente fueron bastante comunes entre diferentes artistas y escritores (véanse los tonos lírico de cierto Mayakovski, o de Platonov) anunciando una era nueva en la que los verdaderos criminales, que dominaban los tribunales y la administración fuesen considerados como tal, y en primer lugar el principal responsable el Estado, crítica que se amplía a la religión en donde todo es traición, hipocresía, parodia e impostura. La fe en el porvenir tolstóiana queda patente en la capacidad de resucitar de la sociedad, encarnada en la historia de Katiusha y Nejliudov, y los pasos que dan en medio de la máquina infernal administrativa, jurídica y carcelaria… siempre con el principio esperanza, del que hablase Ernst Bloch.

Las tendencias rebeldes del protagonista son vividas a través de un peligroso ideólogo, Novodvonov y un personaje con tendencias a la santidad, Simonson; éste último aspira a una armonía entre los hombres que responda a la unidad fusional entre la naturaleza y los humanos, con independencia de los designios de los popes, los jueces y otras yerbas; su ramalazo ácrata, individualista, irrumpe sin disimulos, mas es una preocupación de sí mismo que no esquiva la solidaridad… en un estado en el que «la primavera era siempre la primavera, incluso en la ciudad». Un naturalismo que hace que la naturaleza triunfe sobre la miseria propia a las urbes. Los demonios, los poseídos, dostoievskianos cuyo espíritu de revuelta es diabólica, en el caso de Tolstói los males han de ponerse en el activo de la sociedad, de donde se sigue cierta desconfianza a ser aprehendidos en las redes de la sociedad.

Se adivinan igualmente las tendencias rebeldes en la neta crítica que de los funcionarios de Dios, que interpretan los evangelios a su gusto: la descripción de la misa para los detenidos con el alejamiento de los sujetos que escuchan oraciones y alambicadas frases que no entienden… descripción juzgada como pura irreverencia por el santo sínodo que en 1901 dejó de considerar a Tolstói como uno de los suyos. Lo dicho no significa, de ninguna de las maneras, que el escritor hubiese devenido un irredento ateo, sino que su religión era de orden personal y la lectura de los evangelios seguía la misma senda sin pasar por el filtro de los custodios del templo. Las tendencias de Tolstói, no obstante, se cifraban en superar lo sensible para penetrar en los pagos de lo invisible… allí donde anida la palabra de Dios en el corazón de los hombres, y citando a san Pablo se lee que «una iglesia no está compuesta de polvo sino de costillas humanas». En esta senda no está de más como los derechos de autor de la novela fueron vertidos a los «luchadores de espíritu»

Si habitualmente se otorga a Dostoievski el mérito de haber predicho las llamas del siglo XX, denunciado a la vez las condiciones de encierro, no le queda a la zaga Tolstói en la denuncia referida las deportaciones y los trenes que a los campos de concentración conducen, situación que años después alcanzarían una relevancia superior, al por mayor. ¿Es posible conducir a los seres humanos en tales condiciones? Se preguntaba, ante el hecho de una mujer que dio a luz en uno de tales vagones (no está de más indicar que lo narrado por León Tolstói se inspiraba en un caso que le había relatado un amigo; me refiero, en general, a la relación entre un aristócrata y una prostituta, amén de diferentes informes acerca de aspectos más puntuales).

La capacidad del escritor ruso era la renovarse en cada fase de su existencia, embarcado en una permanente aventura intelectual, en la que el descontento con el status quo le conducía a tratar de superar los límites, yendo más allá en todas las esferas del quehacer humano (arte, literatura, música, sexo,…) y chapoteando con gozo en lo políticamente incorrecto. Precisamente de cara a conocer el ideario del escritor, Errata naturae publica este mismo lunes, día 11, La revolución interior, en donde se podrá penetrar y ahondar en los mandamientos de ese pensador radical que dijese Stefan Zweig: «El primer mandamiento consiste en que el hombre no debe matar, irritarse ni despreciar a sus hermanos; si se enojare ha de reconciliarse con su adversario antes de ofrecer un sacrificio a Dios, es decir, antes de rezar. El segundo mandamiento dice que el hombre no debe cometer adulterios ni codiciar a una mujer por su belleza, y una vez casado ha de permanecer fiel. El tercer mandamiento, que el hombre no debe prometer nada por medio del juramento. El cuarto mandamiento, que el hombre no debe pagar ojo por ojo, sino ofrecer la otra mejilla cuando le hieren la diestra; debe perdonar las ofensas, soportarlas con resignación y no negar nada de lo que le pidan sus semejantes. El quinto mandamiento, que el hombre no debe odiar a sus enemigos ni luchar contra ellos, sino amarlos, ayudarles y servirles».