Por Iñaki Urdanibia

Permítaseme que comience recurriendo a dos experiencias personales como preámbulo:

1) Recuerdo una conversación con Javier García Sánchez a raíz de la publicación de su enorme El mecanógrafo en donde se presentaban los diarios de un sujeto que llegaría ser un asesino múltiple y suicida; me contaba el escritor catalán que su madre a la que encargó que pasase a máquina el manuscrito, le llamó angustiada preguntándole a ver si él pensaba así. Es el eterno problema planteado por el bovarysmo.

2) Asistiendo en el cine a la proyección de la película de Pier Paolo Pasolini, Saló o los 120 días de Sodoma, mi acompañante abandonó la sala ante lo brutal de algunas escenas. Ciertamente algunas escenas provocaban asco, que coincidía con el asco hacia el fascismo que el director italiano intentaba provocar.

Vienen estas notas previas y personales, que imagino que ya habrán sido excusadas por los lectores de este artículo, provocadas por la lectura del libro de Gabrielle Wittkop (Nantes, 1920-Frankfurt, 2002), «El necrófilo», editado por Cabaret Voltaire, y es que ciertamente las confesiones del anticuario Lucien N., el lucífugo a pesar de su luminoso nombre, y aficionado a las figuras japonesas, netsukes, resultan francamente déguelasses (repugnantes). Es claro que quien esté afectado por tal parafilia -véase el DSM V, Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales – de sentirse atraído o de hacérselo con los muertos, tal vez goce; no es, desde luego, el caso del que esto escribe.

No debe ser fácil ponerse en la piel de un personaje que siente atracción por los cadáveres, los desentierra, se los lleva a su casa y se lo hace con ellos, usando medios para mantenerlos sin que la putrefacción avance de manera galopante, con sus olores, descomposiciones, etc. La escritora lo logra con creces, haciendo que las confesiones del sujeto resulten creíbles al tiempo que vomitivas, a la vez que elogiosas con respecto a los actos del anticuario; «amor necrofílico, el único puro, puesto que incluso el amor intellectualis, esa gran rosa blanca, espera algo a cambio», afirma el anticuario.

Aquí no estamos ante la figura del derecho romano, el homo sacer, que podía ser matado ya que no era considerado ciudadano, o del homo necans, que era destinado a ser sacrificado, ni tampoco ante las confesiones de ultratumba sino que estamos ante la voz de un vivo que rescata a los muertos para su propio disfrute, no los devuelve a la vida, faltaría más, como se cuenta que hacía el tal Jesús de Nazaret, o de Belén; tampoco sigue el anticuario la prescripción atribuida al milagrero recién mentado: dejad que los muertos entierren a los muertos (Mateo, 8-22), sino que siendo enterrados, el protagonista, y narrador, los desentierra como si fuese un coleccionista de cadáveres, aunque en rigor no los colecciona sino que tras usarlos los arroja al Sena; escapa igualmente al mote de Juntacadáveres, como se llamaba al dueño de un prostíbulo de Santa María, Junta Larsen, en la novela homónima de Juan Carlos Onetti, debido a que reclutaba a señoras entradas en años, muchos; Lucien ni los colecciona, a no ser como conquista forzada, ni los junta, sino que, reitero, los usa, disfruta a su gusto, los contempla, los penetra, los lame y… los mima, sí, los mima extasiado.

En el balanceo entre Eros y Thánatos en esta ocasión no hay duda de que es Eros el atraído por Thánatos que muestra la capacidad de un potente imán, que conduce al sujeto por el lado oscuro de la vida (Walk on the Wild Side), allá en donde anidan las tinieblas nada más, del poema El Cuervo de Poe, que asoma desde la portada del libro, poema que por cierto, inspiró a Lou Reed que lo musicó. Y por tales aguas avanzan las orgullosas confesiones de este necrófilo, por los pagos de la abominación, de lo patológico, que es aireado, repito, con orgullo; como un novio de la muerte, o mejor de los muertos; noviazgo que no cuenta con el consentimiento, obviamente, de quienes, hombres, mujeres o jóvenes se convierten en objeto pasivo del deseo y de la acción del sujeto que va «siempre de funeral en funeral, participando en una perpetua fiesta mortuoria, en unas bodas fúnebres». El anticuario Lucien N. narra con descaro sus andanzas por cementerios varios (Montparnasse, Ivry, Barbuzon, Pantin, y distintos lugares de Nápoles a donde se traslada desde París), y se encarga de marcar una clara línea de distinción entre los muertos que se alimentan de los vivos (vampirismo) y los vivos que aman a los muertos, que es su caso, y se encarga igualmente en desenmascarar a los necrófilos de palo; él es de los auténticos, el más. Y se detiene en sus incursiones nocturnas, saltando las tapias de los camposantos, y desenterrando los cadáveres para transportarlos luego a su casa, en donde los lava y consuma su deseo. La tendencia, explica, le viene desde pequeño, y menta como verdadera revelación el cadáver de su madre, que lucía más belleza que cuando estaba viva, y sus apetitos sexuales por imaginar a los vivos tras su muerte; y con absoluta crudeza narra sus siniestros trajines con sus diferentes víctimas (al menos si se parte del respeto simbólico que se debe a los muertos, cosa que pata él serían seguramente zarandajas), y relata los cambiantes olores que del bómbice pasan al olor metálico con el paso de las horas, y por su cuarto pasan la niña rebelde (los muertos te dan sorpresas), que parece cobrar vida, mientras es penetrada, la portera Marie-Jenne Chalard, Henri, Suzanne, con la que flipa en colores… son tan buenos los muertos, y asistimos a sus visitas a diferentes escenarios de caza: un convento de monjas en Melun, y a algunos actos llevados a cabo sur place, en el velatorio o en una cueva de las rocas de Nápoles en donde se lo hace con dos hermanos suecos, chica y chico, evitando ser sorprendido, una virgen en Ivry, o un camionero fortachón de nombre Pierre, en Fontainebleau, y Jêrome B., quinceañero, y Teresa, y su visita a las catacumbas napolitanas y la constatación de lo afirmado por Tristan Corbière de «corriéndose como auténticos ahorcados»… más cercanos los jóvenes de Siniestro Total decían que todos los ahorcados mueren empalmados.

Qué duda cabe que de vez en cuando asoman a las páginas de los medios de comunicación casos de canibalismo, se anuncia la aparición de sepulturas vandalizadas, de cuerpos troceados, de estranguladores…en la literatura y en otras artes florecen casos en que se relaciona el sexo con la muerte y con el sufrimiento, no pasaré lista, pero cualquier sabrá dónde hallar tales escenas, así la película japonesa, El imperio de los sentidos de Nagisa Öshima, algunas descripciones del nombrado Poe o la imaginación baudeleriana de su amante en descomposición, mas sin la pretensión de establecer un hit-parade que indique a ver quién más, confieso que la minucia y el realismo a que nos arrastra Gabrielle Wittkop, ha provocado en quien escribe estas líneas momentos cercanos a la náusea, no existencial como la del Antoine Roquentin sartreano, sino corporal; a lo que ayuda la distancia, y falta de pronunciamiento de la autora, de los hechos y sentimientos descritos con todo lujo de detalles macabros, y si el otro decía filosofar con el martillo, Wittkop escribía con el bisturí, como queda descaradamente claro en ésta que fue su primera obra publicada en 1972, a los cincuenta y dos años.

El destino del libro no sobraría en las facultades de psiquiatría, y si en una ocasión anterior hablé de que la autora se movía por la maldición de vivir * en la presente ocasión demuestra que desde luego su escritura no era la propia de la alegría del huerto, sino que incidía en cuestiones inquietantes, desasosegantes, perturbantes, y… otros – antes como dérangeantes.

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GABRIELLE WITTKOP, EL DELITO DE HABER NACIDO | LA ESCUELA DE GUAJARA ( https://laescueladeguajara.wordpress.com/2021/O3/O8/gabrielle-wittkop-el-delito-de-haber-nacido/ )