Por Iñaki Urdanibia
«Un día negro más triste que las noches»
Baudelaire, Spleen
«Levantando la cabeza miró a su alrededor y vio a numerosos hombres con aspectos que se le antojaron extraños – parecían fantasmas – que iban y venían…»
Lu Sin, El remedio
Yan Lianke (Henan, 1958) es uno de los escritores chinos contemporáneos más reconocidos, lo que afirmo viene avalado por los premios que ha obtenido tanto dentro como fuera de las fronteras del gigante asiático; en este último con sus más y sus menos teniendo en cuenta la vena crítica de sus novelas(la misma novela que traigo a esta página, publicada en 2015, fue prohibida en China, siendo publicada en Taiwan y premiada en Hong Kong). Podría decirse que es un cronista de su país, en cuyos retratos se entrecruzan lo satírico y lo personal. No es la primera vez que me refiero a él en esta misma red (Yan Lianke activa la moviola – Kaos en la red // El último hombre de Yan Lianke – Kaos en la red).
En la presente ocasión, editado por Automática ve la luz «La muerte del sol» y en ella asistimos a un par de crisis que afectan, por una parte, al protagonista, Li Niannian, un joven que es conocido como el idiota por sus paisanos, quinceañero que tiene por costumbre costumbre leer todo lo que pilla, mas de manera especial los escritos de su paisano Yan Lianke, que vive en el mismo pueblo pared con pared (la presencia nominal del autor, Lianke, asoma desde el inicio hasta la última página), el muchacho constata la sequía creativa que parece asaltar al escritor («está bloqueado. Se le ha secado el alma; creo que se ha cansado del mundo por culpa de la escritura»), lo que coincide con una crisis más general que afecta a los ciudadanos que se lanzan a hacer cosas que hasta entonces no se permitían. La atmósfera es de verdadero desfase en el pueblo de Goitan, extendiéndose a toda la zona de Zhoran, conocida como Planicie central, referencia clara al lugar de nacimiento de Lianke, siendo la señal de salida el oscurecimiento del lugar; tal es la señal de salida para que las cosas comiencen a torcerse con respecto al funcionamiento habitual, las normas heredadas ceden y los habitantes hacen lo que no hacían, dicen aquello que no decían, cosas que hasta entonces se consideraban prohibidas; las parejas se rompen, los campesinos realizan labores de siega del trigo, a destiempo, por temor a que éste se pudra con las lluvias, las mujeres se entregan sin remilgos a los hombres, la gente anda con los ojos cerrados como almas en pena, pronunciando en ocasiones palabras como si de un mero automatismo se tratara… los deseos y las pasiones de desatan y las broncas aumentan, los robos proliferan, de manera exponencial, dando lugar a enfrentamientos sangrientos entre diferentes bandas… los muertos no faltan en aquella repentina oscuridad.
En tal tesitura Li Niannian se siente en la obligación de dar cuenta de lo que sucede en su villa (según dice más apropiado que decir pueblo) y para ello, de rodillas, se encomienda a todos los dioses de los hombres y del Cielo con el fin de que salven al pueblo y le ayuden a Yan Lianke a salir del atolladero para escribir La noche de los hombres, y de paso a él en la tarea de dejar para la posteridad testimonio de lo acontecido en la zona: «Dioses…dioses de los hombres…En ese pueblo y esa villa, en esa sierra y ese mundo no podríamos soportar otra pesadilla. Bodhisattvas…., Dios del Cielo…, arhats…, Emperador de Jade…, os ruego que protejáis a nuestro pueblo…[…]Por eso, me arrodillo y os ruego, dioses, bodhisattvas y budas, señor Guan y Zhuge Liang, Estrella de la Sabiduría y Estrella del Blanco Supremo» . Otra de las tareas que toma como responsabilidad acuciante, junto a su padre, es tratar de despertar a sus conciudadanos de su sueño, evitando así el desmadre en curso, empeño que se ve acompañado de la oportunidad que se presenta al padre, Li Tianbo, en mitad del caos, de ser perdonado por los desacuerdos que había demostrado con respecto a la cremación de los cuerpos de los difuntos decretada por las autoridades, lo que le supuso grandes beneficios en su comercio de artículos funerarios. En esos momentos cree que puede ser el momento preciso para la expiación de sus faltas.
La prosa se desata desde las primeras páginas y se desliza con tonos líricos en un registro metafórico que podrían emparentarse con otros relatos sobre epidemias o pandemias varias, reales o metafóricas (sin propósito de pasar lista, ahí están la peste de Camus, la ceguera de Saramago… sin referirnos a las crónicas de Defoe, Dickens, Manzzoni, Cipolla, la polio de Philip Roth, Rafael Argullol y su crisis de los exánimes…). En la novela de Yan Lianke, y no es nada nuevo, el telón de fondo es la China moderna y contemporánea y las revueltas, los tiempos interesantes que señalase, como forma de desear el mal a alguien, Slavoj Zizek en referencia a un dicho chino, que han sido acompañados de campañas de adoctrinamiento al por mayor que hacía florecer un pensamiento único; tampoco resulta aventurado interpretar las historias en presencia con el olvido que suele acompañar a los humanos tras los desastres padecidos (guerras, invasiones…), lo que hace que en vez de extraer lecciones de estos, caigan en el olvido como si nada hubiese pasado, entrando los ciudadanos en un estado de adormecimiento, estado propio para la irrupción de los sueños. Unos pocos, en su lúcida candidez, se libran de la epidemia, gente como Niannian.
Tras las súplicas, de perorata las califica el narrador, en la que se elevan los ruegos a las divinidades varias, y el propio protagonista se presenta, a las cinco en punto de la tarde aparecen las aves de mal agüero, con cuya aparición las muestras del caos aparecen invadiendo las mentes de los habitantes del lugar en una alocada confusión de razones y acciones; el desarrollo de la plaga, a lo largo de la aciaga jornada, una noche en once capítulos, es narrada hora a hora, y sus crecientes síntomas se intercalan con referencias a Lianke, y los detalles acerca de los padres del narrador y su floreciente negocio, la tienda Nuevo Mundo, un negocio que se alimentaba de la muerte, sin obviar el aprovechamiento de los líquidos de los fallecidos en amontonados toneles, hecho que con sus morosas descripciones llegan a helar la sangre lectora. Yan Lianke presta su voz al joven narrador, repitiendo algunas ideas que ya salpican algunas de sus novelas anteriores; pudiera hablarse de cierto sentido del pudor y la modestia, para poner en boca de otro las opiniones sobre sus propios libros. El texto que no cesa adopta, como contagiado con el desorden que asola la villa, cierta diseminación que se deja acompañar por ciertas repeticiones que refuerzan lo que se narra, consiguiendo que la atmósfera caótica se vea confirmada… en una sucesión de muertes, suicidios y comportamientos hors norme que hacen que la lectura avance sin reposo por el interés que provocan los variopintos sucesos.
No quisiera concluir sin destacar las notas a pie de página que acompañan la narración, en especial en las primeras páginas, haciendo que se nos den a conocer cuestiones relacionadas con las costumbres, las leyendas y mitos, al igual que las precisiones con respecto al calendario chino.
¡Así, Yan Lianke!