Por Iñaki Urdanibia.

Una potente novela en la que el escritor hurga en sí mismo y en su familia y más allá de ella.

Un buen libro según Antonio Lobo Antunes – inspirado en el autor de La metamorfosis – es aquel, y cito de memoria, que te tira a la lona y cuando pretendes levantarte te vuelve a tirar… Es el caso, y vamos allá.

El escritor de Barbastro (1962) no es nuevo en el ruedo ibérico de las letras: poesía, novelas, relatos, libros de viajes e incursiones en lo autobiográfico: el año pasado vio la luz su América y ahora se ha publicado su «Ordesa» (Alfaguara, 2018). En él habla desde un estado mental que coincide con un lugar lleno de montañas que lleva el nombre con el que se titula la novela. Ya desde el principio Vilas nos sitúa en 1969 y une los recuerdos al de su padre, y lo va a hacer a lo largo de todo el libro con un humor que lejos de ser desenfadado resulta corrosivo y en el que el centro de gravedad va a ser ocupado por el propio yo de Manuel Vilas que deja un espacio esencial a sus desaparecidos padres, que van a ser retratados con sinceridad plena. Por medio de estas cuitas familiares que ahonda en los recovecos de sus progenitores, en sus vueltas y revueltas, se toca hueso y éste es ese país llamado España, y la responsabilidad de ésta, y sus instituciones, en lo que sus padres devinieron y lo que a él mismo le toca padecer… A Manuel Vilas, como al otro, le duele España y lo deja ver, como gritos, que reflejan las ramas que unen a padres e hijos y que es el esquema que también funciona en ciertas formas de organización política (coincide la apreciación con la paradigmática Carta al padre de Franz Kafka que no en lo que hace al tono amoroso que rezuma el homenaje del aragonés).

La novela se desarrolla en red, en rizoma, haciendo que el árbol genealógico funcione en horizontal al hacernos entrar en su separación matrimonial y en las relaciones con sus hijos, paginas que están regadas con alcohol y otras sustancias, por el lado oscuro de la vida (por cierto a Manuel Vilas le gusta Lou Reed, puede verse su Lou Reed era español), por esos bordes en los que el abismo asoma con fuerza, dándose a lo largo de la diseminada narración una transformación, o un rebautizo, de los personajes a los que se dará nombres musicales: Bach, Brahms, Vivaldi o Wagner, lo que va a hacer que Vilas nos empuje por una historia sui generis de la historia de la música, en proceso de deconstrucción; y si hablamos de música somos arrastrados por las notas barrocas y me atrevería a decir que tampoco estamos lejos de los tonos aleatorios o atonales en los que no hay nota dominante sino que ésta puede variar. Hay sitio, y no menor por cierto, para distintos objetos, que el escritor nos acerca en avezado fenomenólogo que vuelve a los objetos y los recupera del abandono y del polvo. Todo ello está tratado con un afilado humor, reitero, y con abundantes dosis de piedad, con asomos despiadados (oxímoron excusado) e indisimulado amor hacia los demás y hacia sí mismo.

La prosa de Manuel Vilas va a su bola, no cae en caminos trillados y visitados una y otra vez sino que en él los hechos del pasado, muchas veces desatendidos u olvidados, cobran vida rebosante, dándoles la relevancia debida, o al menos la que él juzga que conservan en su conformación personal, y por extensión en la de su familia, y más todavía en la llamada clase media, y hablando de ella no parece desenfocado recordar, cambiando todo lo que se haya de cambiar, a Miguel Espinosa.

Las páginas son guiadas por un balanceo entre los recuerdos de sí, y de sus relaciones familiares y las rumias acerca de la huella que el escritor dejará en sus descendientes, todo ello entreverando cierta forma de expiación y el afán de estilo que acompañan el desarraigo y el amor a las pequeñas cosas que al final son las más grandes e importantes y que en la medida en que avanza la lectura se va empapando de nostalgia y cierta pena al recobrar en tiempo pasado en su intensidad… del amarillo que da color a las paginas y a la propia cubierta de la obra, y que no será aventurado ligar tal color con la sinceridad, y el dolor por lo que se fue, que acompaña el libro de principio a fin en el torrente que pone en marcha Vilas y que arrastra al lector inevitablemente que se deja arrastrar, qué remedio, por la viva marea, al sentirse interpelado por un yo que en su propio análisis abarca a un nosotros, que es el de sus coetáneos, y sus antepasados. Hablando de sinceridad, el escritor parece dejarse llevar por aquel y si amarga la verdad quiero echarla de la boca, y la deja salir sin ambages, en más de ciento cincuenta flashes, con tonos que por momentos adoptan unos luminosos, y tenues, tonos líricos, sin obviar el final en el que la poesía toma la página.

Novela de un superviviente – que inicia su andadura con la canción de Violeta Para en su agradecimiento a la vida – que nos entrega sus vivencias, sus recuerdos, sus añoranzas y el sentimiento del vacío que se ha ido acumulando en el curso de su existencia que es aplicable a la gente de su generación. Novela que no dejará indiferente a quien a ella se acerque, que le revolverá al funcionar como el pharmakon griego: remedio y veneno y a la que aplicándole el criterio de Franz Kaffa, otra vez, acerca de los buenos libros, aquellos que suponen un puñetazo en el rostro, no saldría mal parada.

Pobre fue mi padre,
muy pobre,
y el padre de mi padre
y pobre soy yo.
Nunca supimos qué era tener
ni por qué eramos pobres
si otros no lo eran.
No tuvimos nada,
absolutamente nada
ninguno de los tres.
Nos pasamos la vida
viendo cómo se enriquecían los otros.
No tener nada mata la sangre aquí,
en España, y no te quitas el olor a pobre nunca,
y acaban convirtiendo tu pobreza
en culpabilidad, todo un arte moral.
Pobres y culpables,
el padre de mi padre,
mi padre
y yo.