Por Iñaki Urdanibia

El 28 de enero de 1873, hace ahora cientocincuenta años, nacía en Saint-Saveur-en-Puisaye, pequeño y modesto pueblo de la Bourgogne, Sidonie Gabrielle Colette, hija de una campesina inconformista, conocida como Sido, y de un capitán variopinto y amante de la naturaleza. Gabrielle, para su padre y sus hermanos en sus años infantiles y adolescentes, Minet-chéri para su madre, Colette será su nombre literario. En la vida de aquella chiquilla que luego se convertiría en brillante escritora y en escandaloso e intempestivo personaje, nada es baladí desde los primeros años de su habitar el mundo y es que la extensa obra literaria de Colette no es fruto de las invenciones de una imaginación calenturienta, sino que su propia vida va a ser la materia prima sobre la que se erige su literatura.

En aquella pequeña y pobre población, de apenas trescientos habitantes, la chiquilla va a aprender con rapidez a convertirse en una reina de la tierra, sus desarrollados sentidos le van a ayudar a disfrutar de los bosques, de los estanques, y de los animales que los habitan. La pobreza del suelo, y la imposibilidad de explotarlo, la harán darse cuenta de que se puede ser dichosa con pocas cosas: mucho amor entre los habitantes de la casa, el maravilloso jardín y platos sencillos y sabrosos. En aquellos tempranos años, en aquella casa, la niña nacerá a diferentes aspectos de la vida que luego serían esenciales en su temática y en su estilo literario: nacimiento al día, al amor, a las angustias de éste, a los animales, a las plantas. La casa natal será para ella, a lo largo de toda su existencia, una impresión infantil de las que no se borran y de las que dejan su impronta en los gustos y en las maneras de enfocar la vida. La casa como seno en el que se forjará el modo de ser, y en la que se irán tejiendo las inagotables energías vitales que acompañarán a Colette durante toda su existencia. En aquella casa también está, no ha del olvidarse, la influyente madre Sido, consejera hasta su muerte de su hija, amor para ella, mujer con unas ideas nada ortodoxas para aquellos tiempos – en áreas campestres – de Patria, Familia y Trabajo, que guiaban el quehacer del mariscal Pétain; ideas avanzadas que Sido contagiaría a su hija, que con el tiempo pasaría a convertir su vida, y su obra en relación especular, en piedra de escándalo para muchos y de admiración para otros (mejor casi para otras), por ejemplo, para las pioneras feministas. Su madre, biológica, se convertiría – en la mente de la escritora – en madre mítica, al igual que su tierra natal. «¡Qué bellos son los bosques!¡Qué suave es la luz!… estoy penetrada de rayos, de suspiros, sonoros de cigarras y de gritos de pájaros, como una habitación abierta sobre un jardín…», amor a la tierra y a los animales que la harán volver una y otra vez a ellos… «…olor de champiñones y de vainilla y de naranjo… se creería que una invisible gardenia, febril y blanca, separa en la oscuridad sus pétalos, es el mismo aroma de esta noche rutilante de rosal…». La pluma de Colette se convertirtá en verdadero instrumento de traducción del mundo natural. La naturaleza ya tendrá quien la escriba, y dentro de ella los animales, por supuesto que también, y… hasta la mismísima onomatopeya. Constructora de bestiarios varios, y en compañía sempiterna de animales de ídem, Colette se transformará con estas compañías, y con los gustos adquiridos en la infancia, en creadora de un nuevo lenguaje que tratará de dar cuenta con fidelidad del mundo y de sus habitantes, «entre lo real y lo imaginado, está siempre el lugar de la palabra, la palabra magnífica y más grande que el objeto», o como dirá en otro lugar, y de manera si cabe más explícita, «es una lengua mucho más difícil que el francés. Tras escribir durante cuarenta y cinco años es cuando una comienza a darse cuenta de ello».

Si hablaba de Colette como creadora de diversos bestiarios, ella podría ocupar en el bestiario de los humanos el papel de la araña. En sus relaciones humanas, y en sus posteriores plasmaciones literarias se puede observar con extraordinaria finura, Colette se vio sumergida, y se sumergió de buen grado, en situaciones que por momentos rozaron el drama y la comedia, el folletín, el esperpento y el vodebil. Ahí están sus matrimonios: el primero con aquel vividor, conocido como Willy, que contaba con una especie de factoría de negros que le escribían para luego él estampar su firma; a pesar de los pesares, él le enseñó muchas cosas en el oficio de escribir, le abrió las puertas del mundillo literario parisino (Anatole France, Marcel Proust…), y también le enseñó qué es la infidelidad (mutua y hasta mutuamente consentida). Ella estaba vacunada, por parte de madre, contra el matrimonio como servidumbre masoquista femenina; no obstante, y tras una relación homosexual, hecha pública sin tapujos y hasta en los mismos escenarios teatrales, con Missy, marquesa de Belbeuf, volverá a casarse con un periodista, Henry de Jouvenel, con cuyo hijo – de un matrimonio anterior – tendrá una relación, dejémoslo, en iniciaciones varias… Otras relaciones con mujeres se sucederán; y su último matrimonio, que le duró hasta el final de sus días, con Maurice Goudeket, que sin lugar a dudas fue el más estable y estrecho (a pesar de las persecuciones a que fue sometido debido a su condición de judío en los tiempos de Vichy)… Si todo esto diese para poco, y lo he resumido muchísimo, qué no decir de sus incursiones como guionista, como actriz teatral (escándalos y prohibiciones varias), como creadora de productos de cosmética con su propio nombre (y hasta como esthéticienne), sus amistades, sus conferencias, sus condecoraciones (Legión de Honor, miembro de la Academia de la Lengua francesa de Bélgica, miembro de la Academia Goncourt…), sin hablar de su inocencia angelical en lo político (?)… mas lo suyo era la escritura y en tal terreno era un monstruo como dijese su vecino y escritor Jean Cocteau.

Decía, no obstante líneas más arriba, que podría considerarse a esta bestia (como gustaba autocalificarse para dar cuenta de la nobleza de todas las energías vitales) literaria como una araña… pues bien, las situaciones, someramente nombradas, dan para tejer muchas telas, y Colette lo hizo en sus entregas de Claudine, y en sus historias todas (Chéri, Lo puro y lo impuro, El obstáculo…) que dan cuenta de tensas relaciones matrimoniales, de amores traicionados, de relaciones bisexuales, de sombras incestuales, de mujeres decididas que pasan por encima de las costumbres bienpensantes de la época,… con una óptica femenina (aunque quizá fuese más exacto hablar de hermafroditismo como lo hace Pierre Kyria) que tanto gustase a Simone de Beauvoir que dijo que Colette fue, en aquella época, «en Francia el único gran escritor femenino, hablo de un verdadero gran escritor».

Verdadera catalogadora de las pasiones humanas, esta vagabunda sentada – de la que hablase su biógrafa Hortense Dufour – fue seguida por la polémica hasta su misma muerte, el 3 de agosto de 1954, cuando la Iglesia se negó a celebrarle honras fúnebres.