Category: EMMANUEL CARRÈRE


Por Iñaki Urdanibia

Cualquiera que se haya acercado a los libros de Emmanuel Carrère (París, 1957) coincidirá conmigo en que el escritor no da puntada sin hilo, ya que cuando no toma como protagonistas a seres aislados, extraños que se montan coartadas para llevar en clandestinidad sus oscuras existencias, siempre por los borde de lo normal y lo patológico, como puede verse en sus (Una semana en la nieve, El Adversario , El bigote, De vidas ajenas); continuó, sin abandonar los ambientes inquietantes, desplazándose al Este europeo en busca de sus raíces familiares o el análisis de otras figuras (Una novela rusa, Limonov ); si ya en la primera de estas dos últimas nombradas asomaban pinceladas autobiográficas, las dos siguientes ya adoptaron este rasgo de manera más clara: hurgando en el tema de sus creencias religiosas, El Reino, o en sus problemas psíquicos, ingreso incluido, en su Yoga. Ahora nos lleva a una historia de hechos y protagonistas no menos inquietantes, en su «V13. Crónica judicial», que no es otra cosa que las crónicas judiciales que escribió, en entregas semanales, para la revista L´Obs, a las que añadió para su publicación en libro algunas más. Ya anteriormente había transitado por los pagos de las crónicas, en la misma publicación, como explica él mismo y el director de la publicación en su elogioso epílogo.

El libro no nos da descanso, no decayendo el interés en ningún momento, el cronista adopta la óptica spinozista, al primar su intento de comprender, en contra de la postura que mantuviese quien a la sazón era el ministro del ramo, del palo podría decirse, Manuel Valls, que afirmaba tajante que tratar de comprender es justificar. Tiens! Nada de esto último se da en el libro, sino que se puede ver a Emmanuel Carrère escuchando las tensas sesiones del proceso judicial por el atentado yihadista contra la sala Bataclan, en medio de la actuación de los Eagles of Deaht Metal, las explosiones en los alrededores del estadio de Francia, en donde se celebraba el partido entre las selecciones nacionales de Francia y Alemania, y en varias cafeterías de los distritos X y XI, en las cercanías de la plaza de République; todas estas acciones sincronizadas tuvieron lugar el viernes 13 de noviembre, V13, de 2015. El resultado: ciento treinta muertos, y más de cuatro cientos heridos.

El juicio, cuyo veredicto se dictó el 29 de junio de 2022 tras nueve meses de sesiones iniciadas en setiembre de 2021, supuso una dura prueba de resistencia y una prueba de comprobar la capacidad de aguante de quienes a él asistían, obviamente para los catorce acusados, entre los cuales únicamente se contaba con uno de los yihadistas, pertenecientes al Estado Islámico, que sobrevivió debido a que no hizo estallar en el último momento su artefacto, para las víctimas y familiares, 1800 presentados como parte civil, para los abogados, 350, en especial los defensores, y para los cronistas como Carrère que acompañaba a los enviados por la revista semanal nombrada. La asistencia a las sesiones era realmente dura, amén de larga, y las preguntas de los fiscales, del juez y de los abogados y las respuestas de los acusados, que impasibles o parecían no haberse enterado de lo que tramaban sus amigos o conocidos, o se limitaban a señalar que había que leer el libro entero y no solamente la última página, que es lo que de hecho se estaba haciendo en el juicio, ya que los atentados no eran, según afirmaban, más que una respuesta a lo que los franceses, bajo el mando de su presidente François Hollande, quien por cierto fue llamado a a declarar, hacían en sus países al bombardear indiscriminadamente a la población civil.

Además de las preguntas y respuestas señaladas, los interrogantes se acumulan en la mente del cronista, y los intentos de aclarar las motivaciones que tenían aquellos jóvenes para matar de manera fría e indiscriminada. Entre estos interrogantes cobra especial relieve el de la actitud del superviviente, Salah Abdeslam, que no hizo estallar su bomba, que llevaba pegada al cuerpo, que hace preguntare si es que sintió miedo a dar el mortal paso, si es que se arrepintió a última hora, o la piedad se apresó de él… El resto de acusados, eran quienes habían facilitado el transporte desde Bélgica, o las casas que sirvieron de escondite a los autores o mejor colaboradores, en retirada. Entramos dentro de los coches que los transportan hasta el la capital del Sena en los momentos que precedieron a la masacre e inmolación, conocemos el ambiente que se daba en un garito de Bruselas, Les Beguines, en el barrio de Molenbeek, en donde visionaban vídeos de decapitaciones, acompañados de himnos islámicos y risas ante las cabezas cortadas, u otras hazañas como la de arrastrar a soldados extranjeros atados a coches, ante el jolgorio de quienes cometían tales tropelías, y los espectadores del bar; algunos de estos siniestros personajes ya habían sido vigilados, y fichados por participar, o colaborar, en algún atentado de Londres, detenidos, digo, por la policía belga, que según se relata, quedando claro en el juicio, no es que anduviese muy fina que se diga. Se nos desvela también los viajes a Siria de algunos de los jóvenes, para prepararse y para conocer las técnicas de combate, etc., etc., etc. Y conocemos a algunos de los familiares tanto de los acusados, cuya religión era el cristianismo, como de las víctimas; en cuyo trato Emmanuel Carrère llegó a trabar lazos de amistad y hasta de admiración ante aquella madre, cuya hija había sido asesinada, que animaba a los abogados defensores a que hiciesen bien su trabajo; no se priva tampoco el cronista de señalar algunas intervenciones del juez desbordado, un tanto inconsistentes o rozando el soso humor, subrayar el acierto de las fiscales, que se entrecruzan con los relatos de los testigos, uno de ellos destaca como uno de los terroristas suicidas tras mirarle directamente a los ojos (quizás es que sus miradas se cruzaron, se dice) le hizo señales de que le iba a perdonar antes de hacerse estallar con su bomba, o algún otro que se hace pasar por testigo cuando de hecho no es más que un impostor, sin obviar la entregada postura de quien en medio de la escena dantesca de cadáveres amontonados y cuerpos troceados se dedicó a tratar de proteger y salvar a algunos de los caídos, y… también entramos en las cafeterías cercanas al palacio de justicia, en donde comparten consumiciones y palabras los asistentes al juicio.

Las crónicas, en cruce de sucesos, cavilaciones morales y políticas, se leen como un suspiro, o en medio de ellos, ante la brutalidad de la barbarie narrada, y la pluma lúcida y ágil de Emmanuel Carrère que nos introduce en los sentimientos o la falta de ellos, de los participantes de aquellas sesiones que reavivan la salvajada cometida… al grito de Allahu Akbar!

Por Iñaki Urdanibia

Me atrevería a señalar al escritor galo como uno de los grandes, si no el más, de las letras actuales hexagonales; igualmente puesto a usar del atrevimiento me lanzo a señalar varias etapas en la obra del autor de «Limonov». En primer lugar, sus novelas giraban en torno a algunos casos, digamos que, patológicos o a algunos protagonistas cuyos comportamientos no resultaban realmente normales («Una semana en la nieve», «El Adversario», «El bigote», «De vidas ajenas»); a continuación echó la vista a su existencia, al Este europeo en busca de sus raíces familiares u otras figuras («Una novela rusa», «Limonov»), ahora – publicada el año pasado con notable éxito, su traducción al castellano a cargo de Jaime Zulaika, estará presente en las librerías el 9 de setiembre – ve la luz «El Reino», editada por Anagrama; en esta novela documentada ad nauseam, Emmanuel Carrère sigue desvelando diferentes momentos de su vida, siendo así una descarnado ejercicio de introspección que deja ver – como él mismo defiende – que resulta más peliagudo sincerarse con respecto a asuntos de creencias espirituales que mostrar sin tapujos los gustos sexuales y pornográficos; él no se corta en ninguno de los dos terrenos. Mas nadie piense que estamos ante un volumen meramente autobiográfico, pues el libro es mucho más, y como iré desgranado, se abre en diáspora por diferentes géneros y terrenos (historia, religión, filosofía, etc.).

El aplauso que acogió a la novela fue unánime: portadas de las principales revistas hexagonales (TéléramaLe Magazine littéraireLa VieLe Nouvel ObservateurLire…), si bien los premios – si se exceptúa el que le otorgó el vespertino Le Monde -; en algunos casos por la imposibilidad de concederse el mismo premio al mismo autor (anteriormente había conseguido tanto el Fémina como el Renaudot), en otros… no se comprende muy bien por qué; el que sí que es seguro que no le será entregado es el que concede la Académie française ya que su madre, la historiadora – especialista en temas rusos / soviéticos – Hélène Carrère d´Encausse es la secretaria perpetua de la institución.

Los libros de Emmanuel Carrère son de los que inquietan, de los que alcanzan la línea de flotación del lector que se ve atrapar por situaciones o personajes que antojándosele ciernes, conmueven y hasta conducen a mostrar cierta empatía con tales; podría, Carrère, hacer suyas las palabras que se han solido poner en boca de la figura central de las historias visitadas: «fuego vine a poner en la tierra y qué quiero sino que ardan»; añadiré, para ubicar la hipotética periodización señalada, que los casos que plantea son relacionados siempre con los problemas de la subjetividad propia del alma atormentada del escritor – que nunca ha disimulado su desasosiego anímico -: es como si su yo se pusiese en el lugar de otros yoes en una supuesta comprobación de los distintos modos de relacionarse con otros (¿hasta con un “nosotros”?). Tal vez podría aplicarse a Carrère lo que dijese Arthur Rimbaud «Yo es otro»; especial mención merece su empatía con Jean-Claude Romand, protagonista de «El adversario>>. No le falta punch tampoco a la actual entrega, que se mueve entreverando como ya queda señalado varios registros. No cabría hablar de que se avancen historias en paralelo sino que éstas van entrelazadas y se retroalimentan en el desarrollo de ellas. Tres ejes son sobre los que pivota la obra: la propia vida del escritor (impagable el episodio de la contratación de una singular niñera que casualidades de la vida había tratado con el escritor Philip K. Dick, escritor sobre el que Carrère había escrito un sabroso ensayo. Lo pegajoso de la señora resulta digna de «Las catiliarias» de Amélie Nothomb; la vena mística del escritor americano es traída a colación con detalle); otro de los jes de los que hablo, sería los orígenes del cristianismo, y las comparaciones de estos momentos fundacionales con algunos avatares del partido bolchevique… me quedo corto no obstante si dejo en el olvido, el contexto histórico en el que suceden los hechos en un balanceo entre el siglo primero de nuestra época y los inicios del nuestro, contexto que es visitado tanto en lo que hace al nivel político como al filosófico.

Significativas resultan las palabras del propio autor que muestran sobre la marcha todavía las dudas de acerca del resultado de la búsqueda en que se embarca, de la relectura de los textos leídos en otras circunstancias, y hasta del destino de sus propias creencias y/o convicciones a lo largo de su trabajo: «un escéptico. Un agnóstico: ni siquiera lo bastante creyente para ser ateo…El camino que recorrí en otro tiempo como creyente, ¿voy a recorrerlo hoy como novelista? ¿Cómo historiador?… como investigador digamos». La labor emprendida y desarrollada por el escritor es de órdago, no hay libro sobre el tema al que no haya recurrido (y hasta se permite, con sólidas argumentaciones, debatir con las versiones de algunos especialistas; ejemplo, con el profesor Hyam Maccoby), ya que si en la base de su esfuerzo se hayan el autor de «Los hechos de los apóstoles», Lucas, y uno de los centros de atención del texto: Pablo de Tarso, conocido por sus epístolas. Junto a diversas versiones de la Biblia (la de Jerusalén, la de Port Royal, la protestante…), se apilan los escarceos históricos de Renan, los eruditos trabajos “romanos” de Paul Veyne, sin obviar a contemporáneos de los hechos (Flavio Josepo, Séneca, y muchos otros).

La situación de la que parte el autor es la de una crisis profunda causada por una relación amorosa plena de tensiones y dificultades, la ingesta de litros de alcohol al por mayor, lo que le condujo a convertirse al cristianismo, versión mística, en búsqueda de una tabla de salvación que le sacase del marasmo en el que se veía sumergido. Quien le incitó a tal conversión fue su madrina, una singular señora que respondía al nombre de Jacqueline. En aquella época fue Juan que centró su atención, siendo estudiado y anotado el evangelista hasta llenar una caja con sus cuadernos. Fueron tres años en los que su vida giraba en torno a Jesús, suponiendo esto que se contrajese sagrado matrimonio con la mujer con la que ya llevaba tiempo viviendo, igualmente sus hijos se vieron salpicados por el ramalazo al ser bautizados con todo boato.

La visita a esos tiempos posteriores a la crucifixión de Cristo, y las diferentes versiones sobre el sujeto, y la búsqueda del monopolio de la interpretación, de la búsqueda de testigos de los hechos, y la labor práctica de Pablo con sus incesantes viajes, sus problemas (encarcelamientos varios, perseguido por unos y por otros, castigos corporales…), la desconfianza que se creaba en torno a su figura por parte de las colonias judías helenizadas… En este orden de cosas, somos llevados a del año 50 al 90 de nuestra era, y asistimos a los tiras y aflojas que se dan en las filas de los seguidores de la todavía endeble doctrina cristiana, los vaivenes en el poder imperial, desde la tolerancia con respecto a las creencias religiosas hasta la salvaje persecución, dependiendo quien fuese el César de turno. Veremos igualmente las denuncias de los judíos para con sus hermanos escindidos, y las posturas antisemitas que son difundidas sin recato por los segundos al juzgar a los judíos como deicidas. Francamente interesante los retratos del estoicismo, tomando como centro la vida y la obra de Séneca…

Años después de superar aquellos momentos críticos, se desconvirtió y – como él mismo aclara – fueron años de psicoanálisis y de planteamiento del suicidio como salida; siguió no obstante, cosquilleándole el tema del cristianismo, de la distancia existente entre los tiempos del personaje esencial, Cristo, los tiempos de la fundación organizativa, y la actual potencia alejada del carisma de los tiempos iniciales en los que, rompiendo amarras con el judaísmo, eran perseguidos y considerados como una secta peligrosa y rebelde que podía poner en peligro al poder en curso. De la rebeldía a la institucionalización, proceso que, mutatis mutandis, es igualmente constatado en la revolución bolchevique de los primeros tiempos y su posterior estatalización. Con su nueva óptica le impulsaba fuertemente el tratar de explicarse cómo una minúscula banda de gente sin mayor, ni menor, formación pudo poner en marcha semejante organización en torno a la «locura cristiana >> (muy en especial la relacionada con el tema de la resurrección).

Estamos ante una novela realmente potente en la que no falta el rigor («pienso que he cumplido honradamente este trabajo y que no he engañado al lector sobre el grado de probabilidad de lo que cuento») aunque no ocultando su defensa de los derechos de la ficción («soy libre de inventar siempre que diga que estoy inventando, señalando tan escrupulosamente como Renan los grados de lo seguro, lo probable, lo posible y, justo antes de lo directamente excluido, lo imposible, territorio donde se desarrolla una gran parte de este libro»)… En este orden de cosas, no faltan las hipótesis, el contraste de textos con sus divergentes versiones que desembocan en ciertos retratos de los apóstoles, de la virgen, del propio Jesús, retratos que alcanzan hasta los niveles caracteriológicos y las rencillas que existían entre algunos de los actores de la predicación.

Un trabajo impresionante que nos conduce por unos terrenos por el que muchos hemos caminado con mayor o menor intensidad, voluntariedad, y conocimiento, en el que no falta el humor y las referencias personales que también tienen su miga. Un ejercicio, casi me atrevería a decir que para el autor una verdadera terapia, realizada con documentación, rigor, imaginación y poniendo la carne (propia) en el asador… Un autor que dice: No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme que sé mucho más, sin creerlo ya, que los que lo creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en mi punto de vista.

Libro poliédrico en que al autor no disimula su vena, digamos a falta de palabra más adecuada, espiritual (sus relaciones con terapias varias, con el yoga, con los conceptos budistas, amén de su participación con su trabajo como traductor de Marcos en una nueva versión de la Biblia…), del mismo modo que no se recata en airear su atracción por los videos porno y sus preferencias en lo que hace a las protagonistas masturbadoras , etc. Nada que ver su postura, no obstante y de ninguna de las maneras, con cualquier tipo de ñoñería y beatismo barato, ni caro, más cercano al Sermón de la Montaña que al increíble Credo( coincidencia con el sabio Albert Jacquard – «Dieu? » -),… aun no creyendo respeta y hasta participa con admiración en algunas actuaciones (las comunidades de el Arca) que se dedican – en auténtico espíritu evangélico – a ayudar a enfermos mentales, afectados por diferentes síndromes, y otros desheredados…

Quisiera finalizar con dos cuestiones sin mayor importancia y una sugerencia.

  • 1) siendo, como el escritor reivindica, lector impenitente de Paul Viene cuesta creer que se pregunte si los griegos creían en sus dioses, asunto que ha sido tratado con el tino que le caracteriza por dicho autor: Les grcs ont-ils cru à leurs mythes?
  • 2) Hay una cita, llamativa por su carácter ocurrente, sin nombrar al autor (¿será la manida intertextualidad?); el ocurrente Oscar Wilde decía – precisamente – que él no leía los libros que debía criticar para no dejarse influir por ellos… singular postura que Carrère dedica a supuestos autores que reivindican tal distancia.

La propuesta es que del mismo modo que la asociación francesa de detectives crearon un premio ad hoc para galardonar el espíritu detectivesco de Patrick Modiano, podrían concedérselo igualmente a este incansable investigador.