Por Iñaki Urdanibia.

Una poliédrica novela que nos acerca al combate contra los indios, y… a muchas cosas más; siempre del lado de los perdedores.

Comencemos por el principio: «Al principio las cosas aparecen. La escritura es un gesto desafiante al que ya nos acostumbramos: donde no había nada, alguien pone algo y los demás lo vemos. Por ejemplo la pradera: un territorio interminable de pastos altos. No hay árboles: los mata el viento, la molicie del verano, las nieves turbulentas del invierno. En el centro del llano, hay que poner a unos misioneros españoles y un templo, luego unos colonos, un pueblo de cuatro calles. Alguien pensó que ese pueblo era algo y le puso un nombre: Janos. Tal vez porque tenía dos caras. Una miraba al imperio español desde uno de sus bordes, el lugar donde empezaba a borrarse. La otra miraba al desierto y sus órganos: Apachería».

Perdóneseme la amplitud de la cita pero no me he podido resistirme a la belleza de la prosa, lírica, además de por las claves que se vislumbran en la tarea que aborda en escritor mexicano Álvaro Enrigue (México, 1969) en su «Ahora me rindo y eso es todo» (Anagrama, 2018).

El escritor va montando (re o des/montando) el escenario, las zonas limítrofes de lo luego se constituyeron como fronteras entre México y Estados Unidos, y va dando paso a los diferentes personajes que van desarrollando sus diferentes actos y comportamientos; el escenario se va llenando de gente y los bautizos de nuevos países y la pertenencia decretada de sus diferentes habitantes se va realizando al paso del dominio, de la sangre y de la gente venida de otros lares, que desplaza a los nativos, quienes, por cierto, entre ellos también tienen sus más y sus menos: así los zuñi (que quería decir gente) fueron quienes enseñaron a los españoles que los ndeé (que era el modo en que los apaches se denominaban a sí mismos: gente, pues es claro que los apaches no se llaman apaches a sí mismos) se llamaban apaches: es decir, enemigos [se establecía en la época una distinción entre indios de guerra e indios de razón, estos últimos eran los que habían claudicado, acomodándose al deseo de los dominantes: conquistadores, colonos, etc.]. Vastos territorios de los que van adueñándose quienes arriban y civilizan a los que allá viven, calzándoles (cómo se puede andar por la vida descalzo) y, lo que es más importante, evangelizándolos y dándoles la nueva lengua llegada del otro lado de los mares (cómo se puede existir creyendo en sandeces). El baile de denominaciones («el país no tenía nombre, al menos al principio») y deslizamientos es abundante en aquellos momentos: Tejas, Nueva España, Nueva Filipinas, Sonora, Colorado, Alta California que luego se bautizaría como Estados Unidos, y unas tierras abandonadas al ser consideradas como no aptas para sacar de ellas beneficios, allá se deja a los enemigos, a aquella gente (por denominarla de algún modo) hostil, guerrera y que usa la violencia hasta a la hora de hablar («los apaches parece que descalabran las palabras» se leía en el Memorial sobre la Nueva México de Fray Alonso de Benavides, de 1630). Bautizos por doquier de tierras de gentes, de títulos de propiedad, y sangre, mucha sangre.

En medio de ese cambiante decorado, y como quien moviese fichas, Álvaro Enrigue va introduciendo a los Zuloaga, con papel destacado del teniente coronel José María, que en la medida que avanza va añadiendo a su escasísima tropa los hijos que habían salido babosos a las familias de por allá, así les hacían hombres (eso sí, manteniéndoles lejos de casa para que no se volviesen a donde sus mujeres y midiendo el jarro para ciertas horas), conocemos a Camila, que acompañó durante años al señor Leopoldo Ezguerra y que tras la muerte de éste se ve – digamos que acompañada – por los hijos del desaparecido quienes por cierto andaban desaparecidos hasta entonces (Héctor, son su prudente mujer y sus cuatro hijos, será el que se haga cargo de la finca, dejando sin tarea asignada a la que hasta entonces había guiado la hacienda), el fuego puso fin a la hacienda y a sus habitantes, como venganza al asesinato de un indio del que se vanagloriaba Héctor, excepción hecha de la mujer que escapa por el desierto (mientras que en Casas Grandes la dan por desaparecida o secuestrada) al tiempo que el militar persigue con saña el rastro de unos indios que ha robado un par de vacas, a la que se suma otro motivo de búsqueda, la de la mujer desaparecida, cuyas andanzas también se nos dan a conocer. Más adelante aparecerá el mito de Gerónimo, el chamán de los apaches, y le veremos en acción, despistando a los militares con un grupo de chiquillos, o le conoceremos en sus semanales reuniones con Barret que escribe su biografía… y misioneros, monjas, y falsas monjas, y colonos al unísono en una infatigable empresa de limpieza. Digo que el comportamiento del escritor se asemeja a quien mueve fichas, pero es que Enrigue justifica cada uno de los pasos que van dando, concretando de este modo el modo en que desarrolla su oficio de narrar, y convirtiendo así la marcha en un espacio metaliterario que acompaña, o se entrevera, con la marcha de las historias, que se van entrecruzando como se enroscan las serpientes, y hasta relata como, y cuando (en Berlín ciento treinta años después de la rendición del célebre personaje apache en el Cañón de los Embudos, mientras ve jugar a unos muchachos al futbol y recuerda la habilidad de los muchachos apaches moviéndose por las montañas burlando a sus desorientados y perplejos perseguidores; más tarde desde la cafetería del Museo Arqueológico de Zagreb nos entregará unas impagables páginas en las que se narra la historia de la transformación de los caballos: de carne para alimento de los humanos en medio de transporte… tomando impulso hasta el siglo IV antes de nuestra era), centrándose igualmente en aspectos de su propia biografía y sus problemas de cara a acceder a una identidad administrativa hispana que le exige poco menos que hacerse monárquico; escribe la historia de Gerónimo y otros líderes de los chicarahua, y sus combates y movimientos de despiste, pertenencia que más que por cuestiones de sangre se distingue por el entrenamiento y el aprendizaje de la lengua, «medida de supervivencia típica de la mente estratégica de Gerónimo».

El libro que es una verdadera explosión de historias que se despliegan en diferentes direcciones, cuenta lo que a veces hemos oído contar de otro modo, como si el autor quisiera desmenuzar los diferentes cambios y modificaciones que se han ido produciendo a lo largo de la historia y cómo se han llevado a cabo; una tarea de deconstrucción – con perdón – de la historia oficial, de modo y manera que pudiera considerarse que estamos ante la historia de aquellos lares que queríamos conocer y nadie quería, o se atrevía, a contarnos; Álvaro Enrigue sí se atreve y lo hace con pericia y con medidas dosis de dosificación de historias que irrumpen en su pluralidad, para confluir en la últimas páginas del libro.

Si desde la frase inicial, que he transcrito, se nos habla de un espacio vacío, el escritor mexicano se zambulle en el corazón de este vacío y lo va llenado al tiempo que recupera la historia, las historias, que se abren en abanico desde lo micro e íntimo hasta lo macro, y que no se priva de extensiones a la ciudad del neón, cuando somos llevados con un escritor que ficciona la ficción que lleva por nombre Nueva York. Más el eje que vertebra la novela es el que hace – es una constante en la historia del dominio y del poder – a la destrucción de un pueblo para lo que la primera labor es convertirlo en un pueblo vil, violento, amoral, brutal, sin escrúpulos… una vez reducido al estado casi animal, la labor de exterminio como que cuesta menos, más todavía cuando el trabajo está comandado por unos militares dispuestos a subir en el escalafón (Zuloaga y Miles a la cabeza, con sus Parker, Lawton and company; por cierto el apellido del segundo significa soldado en latín), convertirse en héroes y llenarse el orgulloso pecho de medallas y distinciones; tanto en lo referente a estos dos caballeros como los demás personajes de la novela, la pluma, o la tecla, de Álvaro Enrigue apunta fino, entregándonos usa presentaciones de los personajes francamente logradas. Una historia del desprecio, de la humillación sin cuento, de apabullamiento que hace que el líder guerrero, Gerónimo, se vea obligado a pronunciar la frase que da título, en parte, a la novela: «Antes me movía como el viento; ahora me rindo y eso es todo»… era tal el cerco y la caza a la que eran sometidos, además de varios familiares suyos que habían sido secuestrados (mención especial es dedicada al formateo a que son sometidos los raptados por ambos bandos: unos, convirtiendo en hábiles y astutos guerreros a los que aprehendían; los otros, cristianizando y haciendo hombres hechos y derechos que les sirviesen como siervos), que los agujeros de la red se habían estrechado tanto que ya no cabía escapatoria, y tal declaración era la única salida, no del convencimiento de integrarse en el campo de los victoriosos, sino de no llevar a la más ruina al pueblo ya prácticamente derrotado por la lógica destructiva, e incomparablemente mejor pertrechada en hombres y material,… y ese pueblo con su líder tienen quien los escriba, llenando los huecos y los silencios de la historia y mostrando que el gesto de Gerónimo no era el de la rendición sino una acta de defunción, « cuando ya no queda nada , cuando la tierra que uno pisa ya se llama de otro modo. Decir que “eso es todo” es decir: Mi silencio es tu maldición»; este notario es Álvaro Enrigue, como réplica de su personaje Gatewood o viceversa, que apuesta por los ignorados, olvidados, los vilipendiados,… y los escribe con una acumulación de historias que funcionan a modo de collage, bien engrasado que no queda deshilvanado de ninguna de las maneras, hurgando en los aspectos que subrayan que quien más puede… puede permitirse los comportamientos más salvajes, mintiendo y falsificando la historia [geniales las puntualizaciones que expone el escritor sobre la visión confusa de los historiadores gringos y mexicanos acerca de los colores (blancos y no-blancos), poblaciones (indios) y gentilicios (mexicanos), que resultan pura pendejada; blancos solamente ellos, y la lucha contra los apaches fue de blancos contra indios. Los mexicanos no eran considerados blancos, por los primeros, y los chinos y asiáticos tampoco, y los negros… fuera de toda clasificación… « No sé bien qué implica esa urgencia de las naciones modernas por definirse pobres de pigmento frente a otra – otras – que les parecen más antiguas, menos recién llegadas…»] y colgando de manera permanente el estigma de bárbaros, salvajes y desagradecidos a quienes han sido designados como objeto de la exterminación… por no tragar, sumisos, las ruedas de molino que se les ofrecían a modo de alimento sagrado.