Por Iñaki Urdanibia.

Una obra que aclara con rigor el destino que estaba reservado a la literatura en la Unión dicha soviética en los años treinta, y…

Habitualmente cuando se utiliza la fórmula et tout le reste c´est littérature, se usa como para subrayar algo sin importancia, algo baladí, puro bla,bla,bla. No parece que fueran de esa opinión los dirigentes del poder dicho soviético, ya que parecían estar más de acuerdo con aquéllo que dijese un poeta de que la poesía es un arma cargada de futuro, y… de presente podría añadirse si en cuenta se tiene la guerra que el poder entabló con los escritores en aquellos años de supuesta liberación de la esclavitud feudal y capitalista.

La literatura era en Rusia, la cosa venía de lejos, una esfera de esencial importancia en la vida de los rusos, y desde mediados del XIX y mediados del siglo siguiente brillaron con luz propia no pocos escritores, cuyos libros eran leídos de forma que suponían el afianzamiento de la conciencia moral de los ciudadanos (Chejov, Pushkin, Tolstói, Dostoievski, Goncharov, Turguéniev, Nekrasov,…), si bien llegado un momento – ya en los mismos tiempos del zarismo – las luces de algunos fueron apagadas, al unísono, en algunos casos, que sus mismas vidas, en beneficio de algunos funcionarios dispuestos a obedecer a pie juntillas los gustos y las rigurosas indicaciones de la omnipotente, y omnivigilante, nomenklatura. No era de recibo la que era consideraba escritura contra el pueblo (léase: contra el poder usurpado del partido) y como tal era perseguida y castigada con prohibiciones, y detenciones, torturas, deportaciones, y encierro cuando no muerte para no pocos autores, que eran por cierto quienes mejor escribían por entonces; muertes que respondían directamente o bien a una condena de algún tribunal-farsa o a daños colaterales originados por el infame trato recibido. Por cierto, que muchos de ellos no hacían una obra centrada en lo político, pero siempre había un pero que bien podía ser, a falta de mayores pruebas de traición, ser partidarios del arte por el arte, lo que se asimilaba – cómo no – con dar armas al enemigo, capitalista él. Toda esta política represiva era ejercida por el gobierno dicho soviético y sus instituciones (censores, policías, carceleros, guardianes varios… y delatores) y sus archivos conservados, guardados a cal y canto, en la sanguinaria Lubianka cuyas paredes fueron mudos testigos de los gritos desagarrados de los torturados. Hasta los años ochenta del siglo pasado, tiempos de Gorvachov y su perestroïka, no se podía acceder a tales materiales y documentos, más los aires de cierta libertad que comenzaban a respirarse hizo que, no sin dificultades, se lograse poder consultar dichos materiales; los intentos no parecían moverse más que en horizontal sin llegar a la cúpula del poder, amén de la resistencia y zancadillas que procedían de los implicados en la represión y en los estalinistas irredentos, al final, no obstante, la Comisión fue legalmente admitida y sus trabajos se vieron acompañados por la euforia y el rescate de textos y documentos que llegaban de todos los territorios de la Unión. No poca responsabilidad en tal apertura de los archivos recaía en Vitali Shentalinski (Siberia, 1939), que se encargó de presionar tenazmente a la Organización de Escritores, a la opinión pública y a los gerifaltes del partido para que se formase una comisión que pudiera desvelar los secretos que tan celosamente se guardaban en los archivos de los que hablamos. El trabajo consistía en dar la voz a los represaliados y recuperar sus textos que habían sido secuestrados por la KGB, y archivados bajo las etiquetas de «estrictamente confidencial» o «conservar a perpetuidad», y al final, como en los versos de Lomonósov: «Se abrió el abismo y se vio que estaba lleno de estrellas/ No hay modo de contar tantas estrellas juntas en el fondo del abismo».

Pues bien, en «La palabra arrestada» (Galaxia Gutenberg, 2018) Vitali Shentalinski da cuenta de sus investigaciones; ya antes lo había hecho en su trilogía compuesta por: Esclavos de la libertad (2005), Denuncia contra Sócrates (2006) y Crimen sin castigo (2007), y ahora destaca en lo sustancial lo que allá se desvelaba. Ya en la propia portada de la contundente obra se pueden leer ocho nombres propios (Isaak Bábel, Ósip Mandelstam, Mijaíl Bulgákov, Marina Tsvietáieva, Andréï Playtónov, Anna Ajmátova, Maksim Gorki, Borís Pasternak) con lo que se avisa de lo que va a venir: la brutal represión a la que fueron sometidos estos destacados escritores como ejemplo de la extensa represión que hizo que más de dos mil escritores fueron detenidos y mil quinientos de entre ellos fueron asesinados o dejados morir, o sumirse en la locura; de los seiscientos delegados presentes en el primer congreso de la Unión de Escritores Soviéticos, más de un tercio murió – no a causa del azar – en aquellos años de purgas continuas.

Ocho capítulos conforman la obra, cada uno de ellos dedicado a cada uno de los autores nombrados. La brutal ignominia comienza por la detención de Isaak Bábel, en 1939, yendo a parar a la Lubianka, lugar de donde no saldría. La acusación era su pertenencia al grupo trotskista; ciertas relaciones con gente impecable tanto a nivel interno – miembros de la caballería roja – como externa, algunos escritores occidentales como Malraux, le convirtieron en objeto de persecución, y… desaparición, ya que de él nada se supo hasta que al abrirse los nombrados archivos se vio el fatal destino del escritor. La vida de otro de los presentados, Ósip Mandelstam se convirtió en un verdadero calvario, debido a que no era un poeta dispuesto a callarse, y esta sinceridad radical hizo que escribirse unos célebres versos con referencias explícitas al montañés del Kremlin, que tenía unos dedos como gusanos, sebosos y unos ojos de cucaracha… y demás lindezas que al secretario general no gustaron ni un ápice. Stalin seguía de cerca la obra de éste como la de todos los escritores en general; en este caso concreto, el trato despectivo supuso que el poeta pasase a ser perseguido, prohibido, detenido y trasladado a diferentes campos de la siniestra geografía del Gulag, acabando su vida, mientras esperaba, en un campo de tránsito, su traslado a otro campo. El siguiente condenado fue el autor de El maestro y Margarita, que no llegó a conocer la publicación de sus celebrada obra; Mijaíl Bulgákov se sentía vigilado y su libertad de creación y publicación coartada, lo que le condujo a escribir a Stalin una carta en la que simplemente le solicitaba poder trasladarse al extranjero ya que en su país no se le permitía escribir… la respuesta siempre fue negativa y la condena fue pudrirse en la inactividad y en los vanos intentos por lograr que sus escritos vieran la luz, que le era negada una vez tras otra.

Tanto en el caso del anterior poeta nombrado como en la del narrador existieron mediadores que intercedían por ellos ante las autoridades: rogando que se les dejase en paz. Pasternak o Gorki en el terreno de la literatura como Bujarin, por ejemplo, en el campo de la política jugaron dicho papel en lo que hace a los intentos de mediar. El problema surgía cuando algunos de los nombrados caían en desgracia o pasaban a ser sospechosos de desviaciones… sabido es lo que le sucedió al último de los nombrados.

El caso de Marina Tsviétáieva es el abordado a continuación: la poeta que formaba un trío poético divino, basado en la comunidad de sensibilidades, con Pasternak y Rilke, marchó al exilio y fue quedándose sola al ver a los otros miembros de su familia condenados: su marido, Efron y su hija, acusados de espionaje y otras lindezas que suponía la muerte. Ella, cada vez más aislada, volvió a su país y no pudiendo aguantar el brutal acoso del gobierno, al no permitírsele trabajar y excluida de la Unión de Escritores puso fin a sus días, colgándose de una viga de su casa. La muerte de Platonov, enfermo de tisis, también se dio en la más absoluta de las soledades: prohibiciones, aislamiento, imposibilidad de trabajar para poder subsistir, no solo en el campo de la escritura sino en todos los posibles… una vida que concluyó en la más absoluta soledad y en la más absoluta de las miserias. De poco le sirvieron sus confesiones de arrepentimiento.

Tampoco fue un camino de rosas la existencia de Anna Ajmátova, quien perdió dos maridos debido a la represión: el primero fusilado, el segundo fallecido en un campo de concentración. Ella misma perseguida y con sus obras prohibidas; su hijo llegó a quemar todos los papeles de la madre con el fin de evitar que acabasen con sus vida. En la introducción de su celebrado poema Réquiem en el que narraba sus días de espera ante los muros de la prisión para visitar a su hijo, que había tenido con su desaparecido marido, el también poeta Gumilov, podía leerse a modo de declaración de principios: «En los terribles años de Yezhov hice cola / Durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado./ Una vez alguien me reconoció. Entonces / Una mujer que estaba detrás de mí, con los labios/ Azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre,/ Despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras Y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja): -¿Y usted puede describir esto?/ Y yo dije:/ – Puedo./…». Desde luego Ajmátova permaneció fiel a lo dicho lo cual no podía, en aquella paranoica situación, más que traerle problemas.

El repaso concluye con Gorki, y con Pasternak; el primero era una excepción entre los citados, ya que era mimado, por momentos, por la jerarquía del país, si bien esta situación sufría altibajos, por las posiciones un tanto vacilantes del autor de La madre, tampoco era del gusto de los comisarios jefes las veleidades que le conducían a apoyar la publicación, prohibida, de algunos de los poetas nombrados… ¡dejadles escribir! Sea como sea, su final un tanto misterioso queda aclarado por los papeles conservados en los archivos… La obediencia debía de acero y no era permitido ningún tipo de blandenguería. En lo que hace al segundo de los nombrados, el autor del Doctor Zhivago – publicada fuera de la Unión soviética, por el editor italiano Feltrinelli -, éste escritor respetado, corría en apoyo constante de sus colegas amenazados… aunque más de una vez fue frenado por los celosos comisarios de turno. Murió el padrecito de las patrias, mas el escritor continuo vivito y coleando, otorgándosele el premio Nobel, y la rabia no cesó con el fallecimiento nombrado, ya que se le prohibió salir de la URSS para recoger el galardón.

La obra es un riguroso y documentado repaso, que muestra la dignidad de unos escritores que alzaban su quejosa voz desde los abismos a los que se les había arrojado… a ellos y a todos los ciudadanos que osasen mostrar desacuerdos y críticas con el poder establecido, o que no mostrasen el debido elogio a sus bondades; obra que nos hace entrar en las interioridades de las redes de la represión con sus soplones, espías y policía, conocer algunos textos robados, los informes personales y “literarios” de algunos de los vigilados, y, por otra, parte las cartas solicitando clemencia y libertad de las víctimas de los zarpazos, o las conversaciones entre máximos dirigentes del partido y sus informantes, a quienes se pedía valoraciones y opiniones sobre los escritores que más despuntaban en la época… opiniones que al final no valían más que para no ser tenidas en cuenta, ya que el partido siempre tenía razón, encabezado por el comité central, y… más verdad todavía, la encarnada en el secretario general.