Category: JULIEN GRACQ


Por Iñaki Urdanibia

En la encomiable empresa que ha iniciado la editorial Shangrila, por recuperar las obras de quien suele ser considerado como el último clásico de las letras hexagonales, ahora, tras Un bello tenebroso, La forma de una ciudad (de las que por cierto, he dado cuenta en esta misma red), le toca el turno a la que tal vez sea su obra más potente y celebrada: «La orilla de las Sirtes», en una nueva y pulcra traducción de Ruben Martín Giráldez y un Prólogo, Pasar al acto, esclarecedor donde los haya, de Alberto Ruiz de Samaniego; en éste se ofrecen algunas pistas esenciales del quehacer de Gracq (1910-2007) y de la novela presentada.

El nombre con el que firmaba sus obras, ya que su nombre real era Louis Poirier, era deudor del protagonista de la obra Negro y Rojo de Stendhal, Julien, mientras que el apellido se inspiraba en los patricios romanos que defendían propuestas reformistas; señalaba él, no obstante, que «he elegido un pseudónimo cuando he comenzado a publicar, porque quería separar netamente mi actividad de profesor de mi actividad de escritor. Este pseudónimo no tenía en mi espíritu ninguna significación. Buscaba una sonoridad que me gustase, y quería, para el conjunto del nombre y apellido, un total de tres sílabas……». El pseudónimo lo estrenó al publicar su primera obra En el castillo de Argol. Hablando de influencias y de obras que impulsaron su vocación de escritor, destacaba además de la obra nombrada de Stendhal, Los acantilados de mármol de Ernst Jünger, sin obviar la huella de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler.

Fue en 1951 cuando Julien Gracq rechazaba el prestigioso premio Goncourt que se le concedía por esta novela precisamente, rogando que se le declarase no candidato; no era nada dado el escritor a las luces del mundillo literario ni a otros mundillos, con sus favores e intercambios, lo suyo era la escritura y, mientras duró su vida laboral, la enseñanza de la geografía; ante el rechazo la sorpresa del galardón cundió entre los miembros del jurado una honda sorpresa acompañada de un no menor profundo disgusto, entre otros Colette y Raymond Queneau, si bien su postura ya la había dejado clara en su La littérature à l´estomac.

Quien penetre en la obra, verá irrumpir una brillante prosa y una cierta atmósfera, que propiciada por las brumas y las nieblas, deviene fantasmal, espectral. Entramos desde el inicio en una escritura de la espera, de la búsqueda que convierte al protagonista-observador, Aldo, en un obstinado ser que huyendo de las luces de la vida decadente y mundana de Orsenna, se entrega a la labor de vigilar la frontera de donde tal vez, pueden llegar nuevos valores. Podría decirse que sobre él provoca la frontera una atracción, la misma que en Cavafis producía la espera de los bárbaros, u en otros protagonistas literarios que estaban a la espera: de Coetze, de Dino Buzzati o de los personajes de Samuel Beckett esperando a Godot. Si el otro diría años más tarde que sólo un dios podía salvarnos, en el caso que nos ocupa, parece que la salida al impasse solamente podrá llegar con los valores otros. La vida como espera podría ampliarse a la vida cotidiana o a quienes han solido, o suelen, esperar la llegada de futuros luminosos.

El Azmirantazgo desde el que observa la frontera de la bárbara Farghestán, en donde se ubica el volcán Tängri, juega en él una función que podría calificarse de desterritorializada, por emplear el término caro a Gilles Deleuze, que en su caso podría decirse que reside en una mirada desfronterizada, en la medida en que trata de superarla para conocer el otro lado; me viene a la mente el elogio de la frontera de José Luis Sampedro, en su discurso al entrar en la Academia de la Lengua, en donde señalaba que el límite fronterizo separa al tiempo que une, al estar cerca de los otros; postura que ponía en práctica el israelí Michel Warschawski al habitar en las zonas fronterizas con los palestinos. Aldo se deja guiar por una esperanza incierta que observa desde el enclave estratégico de la defensa de su país. La tensión contagia al lector en lo que hace a la espera, sin tener la certeza de si realmente llegará o no, y qué se espera con exactitud; al protagonista se le ve cercado por el misterio de la inseguridad de la constante incertidumbre.

La lectura de una prosa lucida y lúcida, deudora de una destacada voluntad de estilo, resulta de un sobresaliente magnetismo y una no menor musicalidad, que hace que el lector se sienta mecido por esta belleza plasmada tanto en el terreno del esmerado léxico como de una pulida sintaxis, a la vez que concita la permanente atención ante los aires guerreros que planean y la angustiada espera sobre el posible choque con el enemigo… hacia tres largos siglos que nada pasaba entre los dos países. «El sentimiento de lo maravilloso, de la maravilla única de vivir en este mundo y en ningún otro… se equilibra con el sentimiento del desastre».

Lo maravilloso invade las páginas, al modo del que los celtas buscaban el Grial, y bajo lo real descrito, el observador ve con deslumbrante transparencia la aparición en filigrana el misterio del otro lado, ejerciendo un quehacer propio de un surrealista cartesiano, que le hace, fiel a su vocación de geógrafo e historiador, no hablar de lo que no está seguro, dejándolo en suspenso. Dejando el geógrafo la posible ubicación del escenario de su historia en el campo de lo imaginario (como lo hicieran García Márquez, Onetti o Faulkner), dando lugar a diferentes interpretaciones como la de Pierre Michon que circunscribe su allá a Creta, la costa libia, o tal vez Venecia… «una de sus magias todos los países de los confines mediterráneos encuentran milagrosamente su lugar en lo que Le Rivage des Syrtes hace volver a nuestra memoria. Pienso que en principio Gracq ha pensado en Crimea – peripecias de los años 30 – El libro bien podría haber nacido en ese deseo fracasado del Mar Negro, como un sueño de viaje que no ha tenido lugar. En todo caso, lo que está claro en la novela y lo que choca hoy en día, es que la cartografía de la ficción sitúa la historia en los límites del islam, en el lugar más cercano de la zona de contacto entre las dos civilizaciones rivales»; en el diccionario Larousse, por su parte, se lee: «Sirte o Syrte, nombre de dos golfos formados por el mediterráneo en la costa septentrional de África: la Gran Sirte, que se extendía por las costas de Cirenaica y de la Tripolitania, y la Pequeña Sirte, actualmente golfo de Gabes»… Sea como sea acompañamos al extenuado Aldo, en su huida de lo cotidiano, de ruinas, ciénagas pantanosas en busca de lo sublime que él intuye al otro lado… en un escenario, que dejando de lado las suposiciones concreciones geográficas que a nada conducen, al menos en esta ocasión, y en el que el murmullo de proféticas voces femeninas, emitidas por el viento, empujan al hombre hacia su destino.

Y Gracq nos sumerge en un tiempo suspendido, casi vacío en lo relacionados con hechos. Pillándonos a los lectores en las mallas de la espera y en ese tiempo suspendido en cada una de sus fibras se palpa el índice de los sublime, materia de un júbilo secreto, que se antojan como iluminaciones propias de su período surrealista, haciendo que cada instante se extienda a la escala del infinito… en pagos fantasmales, en los que prima el silencio, la luz fría, como el que rodea al enigmático volcán, Tängri.

La escritura de la obra responde, como no podía ser de otra manera, a las circunstancias de su época, lo que no quita para que se puedan extraer lecciones de actualidad, al relacionarse con ciertos aires de vacío, o de supuesto fin de la historia, choque de civilizaciones y otras yerbas; y el papel que juega la designación de un peligroso enemigo como cemento de unificación social ante tales pretendidos riesgos.

Y Julien Gracq explorando las aguas de la tradición poética, logra contagiar cierto mimetismo, a través de su vagabundeo libre, moroso, señalando a un tenebroso presentimiento de una nada halagüeño porvenir, tras el espanto puesto en acto, y vivido por él, en la guerra del 39… y en la sombra diferentes alertadores de incendios futuros, de los que hablase Bertolt Brecht, en el que podría incluírsele, junto a Gustave Flaubert, Franz Kafka o Robert Musil, etc.

Concluiré con unas palabras del propio escritor refiriéndose a otro de sus libros (Un balcon en fôret) y a ciertos comentarios que sobre él mismo se daban: «cuando usted dice que no pasa nada en el libro, es verdad…pero para mí, pasa alguna cosa que es muy importante, algo que hace superficie: el transcurso del tiempo, el paso del tiempo y de las estaciones. Si se admite que el hombre está constantemente influenciado por la naturaleza, la tierra, las estaciones, el suelo, el bosque, está completamente vacío de acontecimientos, e incluso de contenido convencional, pero para mí, ahí hay también un contenido, y muy importante. E incluso, creo que es prácticamente el único contenido de mis libros». ¡Así, Julien Gracq!

Por Iñaki Urdanibia

«La tierra, las estaciones, el suelo, el bosque, está completamente vacío de acontecimientos, e incluso de contenido convencional, pero para mí, ahí hay también un contenido, y muy importante. E incluso, creo que es prácticamente el único contenido de mis libros […]. El sentimiento de lo maravilloso, de la maravilla única de vivir en este mundo y en ningún otro… se equilibra con el sentimiento del desastre»

No es la primera vez que se habla del escritor francés (1910-2007) como de un clásico, yo mismo he recurrido a tal calificación como puede verse en alguno de los artículos añadidos al final, y no hace falta para ello recurrir a las condiciones que con certero tino enumeraba Ítalo Calvino; siempre se mantuvo lejos de las modas y corrientes en boga, él iba a lo suyo. Es claro que Louis Poirier, el de Julien Gracq fue el nombre de escritura que adoptó inspirándose en un personaje stendhaliano, Julien Sorel de Rojo y negro, y en los hermanos romanos, los Gracos, se dedicaba a impartir sus clases de literatura a clases de enseñanza media (en Quimper, Nantes, Amiens, etc.), también enseñó geografía en la universidad de Caen, y, por supuesto, se entregó en cuerpo y alma a la escritura.

Breve fue su implicación política y sindical, en la CGT, y afiliado al PCF hasta la firma del pacto germano-soviético que le hizo abandonar el partido, en 1939. Ese mismo año fue movilizado como lugarteniente, siendo destinado al norte, cerca de la frontera belga. Participó en los combates de Dunkerque, siendo hecho prisionero e internado en febrero de 1941 en el campo de Elstehorat, en Silesia. Fue allá, precisamente, en donde escribió, más bien proyectó, su segunda novela, que fue publicada en 1945, ahora traducida por Vanesa García Cazorla y editada por Shangrila: «Un bello tenebroso». Ciertos puntos comunes sí que le unen con su anterior novela, En el castillo de Argol, en lo referido al peso que adquieren el destino y la muerte. Un hotel al borde del mar, allá en Bretaña, reúne al protagonista y narrador, Gérard, que pasa las vacaciones en el Hôtel des Vagues (la palabra significa olas y también vagos), y en donde trata con diferentes personajes; algunos de ellos extraños donde los haya. Si Christel es una mujer que deslumbra por su carácter enigmático y su no menos enigmático discurso, que acompañan a su belleza, quienes de hecho sobresalen en su capacidad imantadora, rozando los bordes del hipnotismo son Allan y Dolorès que llegan al lugar levantando al instante una atracción generalizada al desprender un aura de luz, negra, y la menciono de este color ya que la atracción se mueve en una tensión oscura hasta lo diabólico, que anuncia la muerte, el fin, a la que parecen empujados los dos miembros de la pareja. El narrador que había pensado en marcharse, prolonga su estancia ante el relato que le es narrado por Gregory acerca de Allan, antiguo compañero de estudios y de internado, que va a llegar al hotel, y las ganas locas por conocer al singular personaje; desde luego las expectativas no se ven defraudas ya que desde que el tal Allan, llega con su pareja Dolorès, se convierte en la atracción que fascina a todos los veraneantes, al erigirse en verdadero eje de la existencia de estos.

Desde el principio nos vemos atrapados por una fiesta paisajística, con la mar y las dunas como escenario, que es ritmado por las olas y por los fenómenos meteorológicos que parecen casar con los estados anímicos de los personajes, que por allá vagan. Desde las primeras páginas se va creando un ambiente onírico alimentado por recuerdos, conversaciones e informaciones que van suministrando los unos a los otros, sobre los de más allá. También desde las páginas iniciales comienza el desfile de referencias a Poe, a Rimbaud, sobre el que por cierto el narrador trabaja, de Chautebriand o de Byron, en una unión de tendencias de romanticismo gótico, que no deja de lado a Baudelaire, Shakespeare, y los préstamos tomados del mismo André Breton, de quienes el texto se ve salpicado en unas tonalidades propias de un delicado jazz, turnándose con aires operísticos. Paseos, oscuridad, charlas, malentendidos y complicidades surgen, en la cercanía de las blancas playas. Encuentros con Jacques, Henri, Gregory en medio de una niebla algodonosa que va envolviendo al lector.

La pluma se desliza por los pagos de la exquisitez tanto en lo descriptivo como en lo referente al léxico y a las figuras literarias, mérito que se ha de atribuir, amén de al propio autor, a la traductora, que ha sabido reflejar las maravillas del mundo descrito, el gusto de la inmensidad, que en su extensión es reflejo de la vaciedad, en los límites del abismo, a la que se ven enfrentados los personajes en su soledad, y toda una geografía sentimental, del teatro de ese micromundo en el que se representa el drama trágico de la vida, balanceándose entre la caída, la muerte y la redención… creando en el lector un clima de atemporalidad, un sentimiento de irrealidad que le invade sin remisión, transportándole a un estado de suave ensoñación; dejando la lectura unas lecciones sobre el arte y sobre el arte de escribir, en un desarrollo dosificado que van desde el prólogo, al diario íntimo que conforma el grueso del libro, y al epílogo.

Si ya con motivo de la publicación, en 1938, de su primer libro, En el castillo de Argol, recibió una carta entusiasta del gurú del surrealismo, al que conoció personalmente al año siguiente en Nantes, ya con anterioridad Gracq había leído con interés a los surrealistas en sus años de estudiante, nada digamos la recepción de esta segunda. Los lazos de amistad, y de permanente diálogo, perdurarán entre ambos, aunque Gracq nunca llegará a integrarse en el movimiento, lo que no quita para que mantuviese una relación oblicua y que la fidelidad y admiración no cesaran como quedase demostrado en su André Breton, Quelques aspects de l´écrivain, publicado en 1948 por la Librairie José Corti, editor a quien se mantendría fiel hasta el final Julien Gracq. Como señalo el libro fue alabado con calor por Breton y siendo recibido con motivo de su publicación con elogios por parte de la crítica, nada digamos de los jóvenes seguidores del surrealismo entre quienes la influencia del libro fue determinante, el libro de este surrealista cartesiano que dijese alguno.

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) Añado un artículo publicado en esta misma red y algunos publicados en el diario Gara, además de unas pinceladas biográficas:

+ Julien Gracq, la memoria del ojo – Kaos en la red  8 de agosto de 2020

+ El último clásico

Julien Gracq

A lo largo del camino

Acantilado, 2007.

241 págs. / 18 €.

Cuando hace unos meses desapareció Claude Simon se fue uno de los dos clasicos que quedaban en el mundo de las letras francesas; y hablo de la vieja guardia y no de escritores más jóvenes pero con amplia obra publicada y recomendable, como Le Clézio, Pierre Michon, Patrick Modiano, Annie Ernaux y no sigo pasando lista, pues además para hablar de clásicos hace falta – y no es necesario que lo haya dicho Italo Calvino – tiempo. El otro de los clásicos – al que me refiero – es Julien Gracq quien, cosa nada habitual, ha visto, en vida, sus obras publicadas en la prestigiosa y elegante colección de La Pléyade. Ahora, el 23 de diciembre, se acaba de marchar de este mundo el autor de Los mares de Sirtes (¿hay alguien que no se haya leído todavía esa novela?, y sigo sin pasar lista).

Quien había nacido en un pueblo a orillas del Loira, en 1910, con el nombre de Louis Poirier – nombre que más tarde cambiaría por el que pasaría a ser conocido en el mundo de las letras – rechazó en 1951 el prestigioso premio Goncourt, postura que estaban en total consonancia con las posturas que ya había dejado acerca de los atosigantes reclamos publicitarios que dominaban en el ámbito literario, espacio que para él debía estar guiado única y exclusivamente por la literatura, hacia la cual él profesaba un respeto cuasi reverencial que no abandonaría a lo largo de su existencia y que le haría escapar de las luces, los focos, y las comidillas (o los banquetes) del gremio… puros negociantes para su modo de ver.

Mas alejarse de la publicación, le separa al escritor de la venta masiva y los correspondientes derechos del autor, en especial cuando se da en él mismo – que es el caso – una especie de alejamiento desde los acontecimientos históricos que marcan sus ficciones novelescas a su interior, a su burbuja, que viene a devenir un purgatorio como hombre de letras, publicadas. Burbuja alimentada por la vida, por las lecturas y relecturas, que es a lo que se va a dedicar en sus tiempos largos de silencio, y a la escritura incesante de cuadernos no pensados para su publicación sino escritos para sí mismo: para el recuerdo de su tiempo pasado, de su admiración por la inmensidad del mundo (él lo decía en su última – una de las pocas entrevistas concedidas – al Magazine Littéraire dedicado a él y titulado, precisamente, el último de los clásicos: «yo no he cesado de escribir, he cesando de publicar. Los cuadernos de notas y fragmentos… que son escritos en estado bruto, abandonados a medio camino, al contrario de los que he publicado… no están elaborados para la publicación…»). No ha de olvidarse que su especialidad, a la que se dedicó profesionalmente como enseñante, que le arrastra a sus viajes constantes – y a sus intentos fallidos por elaborar una tesis en Crimea – es la geografía; y así sus escritos particulares van a ser una geografía sentimental, una rumia sobre la emoción, la nostalgia de los paisajes vividos y preferidos o denostados.

La muestra más brillante de esto es este texto – prácticamente el último publicado como tal por él – que es una declaración de amor a la tierra, al gusto por lo inmensidad del mundo, una cartografía pasional, en el que asoman paisajes, climas, cielos y aguas, pueblos abandonados, y colinas desde las que el panorama es más amplio…continuando la senda que los fundadores jonios (Anaximandro y compañía) inauguraran allá seis siglos antes de nuestra era. Un escritor al que le fascinaba lo infinitamente grande en el mundo y en su escritura.

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+ J.G., el universo de lo imaginario

El 27 de julio habría cumplido cien años este singular escritor que siguió durante su vida el ritmo de crecimiento de una «planta humana, y ésta no tiene derecho, como ninguna otra, a reactivar su mecanismo, a equivocarse de estación». La planta-Gracq no se apresuró, no forzó la marcha, escribió en su tiempo.

Leyendo y escribiendo, además de impartiendo clases de geografía e historia, pasó su larga vida quien ahora hubiese cumplido cien años; Louis Poirier como profesor y como escritor. Julien Gracq, pseudónimo literario adaptado por su sonido y en referencia al nombre del personaje central de Negro y rojo de Stendhal y a los patricios romanos, los gracos («yo escogí un pseudónimo cuando comencé a publicar, ya que quería separar netamente mi actividad de profesor de mi actividad de escritor. Este pseudónimo no tenía en mi mente ninguna significación. Buscaba una sonoridad que me gustase, y quería, que el conjunto de nombre y apellido tuviese un total de tres sílabas»). Una existencia que forjó una leyenda en torno a él mismo, la leyenda de un hombre solitario, alejado de todo tipo de farándula, el aura iluminada del último clásico del Hexágono como no han dejado de decirlo otros que tan bien bailan (mejor escriben) como Pierre Michon, Patrick Modiano, Michel Tournier, Annie Ernaux, o J-G.M. Le Clézio por nombrar quizá los más exquisitos representantes de las letras francesas de la actualidad. Leyenda alimentada tempranamente al renunciar al prestigioso premio Goncourt en 1951, tras haber escrito unos años antes un panfleto contra la creciente comercialización de la literatura (La littérature à l´estomac). Con respecto a su clasicismo, baste subrayar cómo sus obras se vieron publicadas -por Gallimard- en la exquisita Bibliothèque de La Pléiade, mientras él vivía todavía (tomo I en 1989 y el segundo en 1995), cosa no habitual ya que la colección generalmente publica a clásicos consagrados, y para ello hace falta el imprescindible paso del tiempo. Con respecto precisamente a su muerte, acaecida el 23 de noviembre de 2007, menos de medio año después de aparecer su última y rara entrevista, ya que no se prodigaba en dichos terrenos, decía: «la perspectiva de mi desaparición no me escandaliza: la muerte aparece absolutamente ligada a la vida, individual o colectiva. La muerte llega, un día u otro; aunque muy próxima para mí, pensar en ella no me obsesiona: es la vida de lo que hay que ocuparse».

En su villa natal Saint-Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, se dedicó a pasear, a reflexionar y a escribir, con la única guía de servir a la palabra, de transmitir sensaciones, vivencias, alejado de cualquier prédica. Creando un universo de palabras para expresar la complejidad del mundo, de la realidad, mas no con una óptica realista y roma sino desde la imaginación, desde lo mítico engarzados por unos tonos innegablemente oníricos; sin obviar la importancia de la memoria, vivida -y revivida- en la recámara interior de lo personal.

Pegado a la tierra pero con una tendencia indudable hacia la inmensidad de lo infinito, lo que no quita para que en algunos de los libros de Gracq, y muy en especial, en su Los mares de las Syrtes aparezcan descripciones geográficas dignas del mejor Elisée Reclus, en palabras de Pierre Michon: «todos los países de los confines mediterráneos hallan milagrosamente su lugar», es eso lo que en la novela recién mentada se reaviva en nuestra memoria; escritura errante por los pagos de la ensoñación, de la memoria revivida y rememorada con intensidad logrando aislar, lo permanente dentro de la evanescencia aparente, que viene a ser como un común denominador de los tiempos, del paso del tiempo. En los entresijos de tales prosas brotan las sensaciones de déjà vudeja vécu, los olores, los sabores, el tacto, invaden la mente como en el proceso poéticamente presentado por el científico Gaston Bachelard en sus excursos psicoanalíticos del agua, el fuego, el aire y la tierra. Es la magia de una escritura que no oculta las influencias de anteriores escritores como Proust, Stendhal, Nerval, sin eludir la mayor, y casi más transparente cercanía, de Ernst Jünger o Dino Buzzati. No pueden evitarse los momentos en los que la iluminación se adueña de la página, como en el terreno del milagro, en un moroso avance que no impide fases de aceleración combinadas con las de desaceleración. En esa permanente exploración por los lares de una terra incognita, seremos acompañados por una prosa meteorológica, telúrica, próximos al suelo firme que se consolida cuando ya no hay dioses, y que es donde – en palabras de Novalis – reinan los espectros. Un universo decadente del que se oye el rumor, casi prelingüistico, reverberaciones que anuncian una amenaza, mas una amenaza quizá salvadora; en especial en las primeras obras (Au château d´ArgolUn beau ténébreuxLe Rivage des Syrtes o Un balcon en forêt) en las que mantiene una coherencia cabal con los tiempos que le tocaron vivir, años de «catástrofes, de cambios radicales, guerras de exterminio y mutación acelerada de todas las estructuras sociales como del medioambiente y de la técnica», luego la escritura gracquiana se desplazó hacia lo fragmentario, lo existencial,… continuando así con la perenne necesidad de escribir.

Del mismo modo que los aviones que surcan los cielos aparecen o desaparecen tras las nubes, así sucede con las publicaciones de nuestro hombre, quien tras despegar con alguna obra de ficción va a continuar en dicha onda desligando la obra y la vida de sus personajes, en una prosa rociada por una magia, que posteriormente se silenciará para reaparecer con formas fragmentarias absolutamente en las antípodas de su quehacer anterior. Los cuadernos del escritor se acumulaban con apuntes dispares en los que lo autobiográfico estaba ausente; notas que no estaban pensadas para ser publicadas y que Gracq escribía con la misma intensidad de quien necesita respirar para poder seguir viviendo, «textos en estado bruto, abandonados a medio camino, no pensados para la publicación», cuadernos de notas y fragmentos sobre paisajes, geografías varias, etc., continuas rumias de la soledad en las que, sobre todo tras su jubilación, se sumergió en la casa familiar, acabados ya los viajes y las clases. La escritura es una actividad sin por qué, como la rosa de Angelus Silesius, en palabras del autor de A lo largo del camino y en esa aventura del verbo Gracq no descansa y la practica como quien se ve atrapado por una fuerza superior ante la que nada puede oponer y ante la que no cabe sino plegarse sometiéndose al milagro de las palabras.

Leer a Julien Gracq es ser abrazado por el misterio mágico de ignotas geografías y puestos de observación – castillos, balcones, almirantazgos… – desde los que algo se espera: el acontecimiento que se balancea entre el desastre y la salvación. El trayecto de su obra va desde los textos cercanos al surrealismo hasta aquellos que dan cuenta de una geografía sentimental por él vivida en sus últimos años, siempre acompañados de «un flujo de silencio y de suavidad… con una sensación destacada de ligereza», invadidos por «las imágenes que desarrolla todo viaje iniciático que reenvía cada una de manera enigmática a un encuentro prefigurado que ellas hacen presentir y que las concluirá; la potencia maléfica de las excursiones mágicas… saca su fuerza de que ellas son todas, de una manera u otra, “caminos de la vida”».

Empujados, como lectores, junto a los protagonistas de sus libros, hasta los límites del umbral en donde la decisión pende entre el suceder y el no: en las orillas, en las marismas, en el agua, en las fronteras, observando un volcán en espectacular erupción, o en un bosque durmiente, una playa, un hotel,… en donde un creciente sentimiento de inminencia nos arrastra a agarrarnos con más fuerza a las cosas, alejados de las grandes palabras y promesas, pues es lo que corremos el riesgo de perder, se sentirá así una nostalgia, una llamada a unirnos a lo existente, reclamando su presencia con fuerza…sumidos en un balanceo apacible, al tiempo que inquietante, entre «un no nos disgusta a la vez que está lejos de agradarnos el que cierta franja de noche intelectual flota para nosotros alrededor de algunas posiciones atractivas..de algunos puntos de vista… que parecen reclamarnos».

Entre el desastre y la maravilla se desliza esta escritura, la de Julien Gracq que es una celebración permanente del enigma de la existencia, de la plenitud de ella , arrojados a la misteriosa inmanencia del mundo, en su exuberancia.

La actualidad de un clásico

La atmósfera de atemporalidad hace que la prosa gracquiana mantenga un aliento de tradición que congenia a las mil maravillas con el presente; es tal la magia que destaca Enrique Vila-Matas en un bello texto que, que yo sepa, no está editado en castellano: Perdre des théories (Christian Bourgois, 2010). Ideas a las que alude en su última novela ( Dublinesca, Seix Barral, 2010) y que toman pie en un artículo aparecido en Le Magazine littéraire nº 465 /juin 2007(Julien Gracq le dernier des classiques) que se titulaba La froide lumière des Syrtes y que es recreado y ampliado en la presente ocasión.

El barcelonés nos entrega unas lecciones de “teoría de la novela”, situando a Gracq entre los escritores que escribiendo del pasado inciden en el presente, en un clima de permanente espera desesperanzada, cuando éste está dominado por la sensación de vacío. Así, Gracq, como Arthur Rimbaud, Franz Kafka, Gustave Flaubert, o Robert Musil, es de esos escritores que presentan sus palabras cuando ya todo ha pasado, haciendo gala de «uno de los aspectos más seductores de la literatura: su posibilidad de ser una especie de espejo que avanza; un espejo que, como ciertos relojes, puede avanzar».

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+ Gracq ya no espera

En 1951 rechazaba Julien Gracq el prestigioso premio Goncourt que le era concedido por su novela Rivage des Syrtes (traducida al castellano como El mar de las Sirtes y publicada por Edibolsillo, creo recordar). No era amigo el gran escritor de los brillos de la farándula y de los intercambios de favores del mundillo de las trastiendas literarias, sino que su único compromiso era con la escritura, brillante donde las haya. No es que Gracq fuese escritor de un solo libro, sino que servidor solo ha leído un par de ellos y recuerda en particular con mayor detalle el citado ya que lo ha releído recientemente, y fue el que le lanzó a la fama y el más conseguido, y celebrado, de toda su extensa obra.

Escritura de la espera

Igual que otros esperaban, o esperan, la llegada de algún mesías que les redima de este valle de lágrimas, y dejando la escritura de tipo religioso, la vida es una continua espera de un futuro mejor, personal o colectivo, o si no que se lo pregunten a los revolucionarios de todo tipo, o a sus admiradores, por ejemplo, el Kant que creía ver en la revolución francesa, más bien en el entusiasmo provocado por ella no en los participantes directos sino en los espectadores el (signum demonstrativum, rememorativum, pronosticum : signo demostrativo, rememorativo, pronóstico) de la marcha hacia mejor de la humanidad. Ciñéndome, no obstante al campo de la literatura, como reflejo y metáfora de los humanos cuya existencia es continua espera, hay en ésta una serie de esperas sonadas: ahí están los dos personajes, de Samuel Beckett, del Esperando a Godot, que nunca llega, para ver si pasa algo y cambian sus monótonas vidas , o los militares -en especial Drogo- del Desierto de los tártaros de Dino Buzzati, que miran al horizonte para ver si ven llegar al enemigo que amenaza del norte, y que tampoco llega, y cuando parece llegar es tarde para la vida, o la espera de los personajes de Coetzee en su Esperando a los bárbaros, pues bien en la misma línea – y aparecida once años después que la novela del italiano Buzzati -, está la ejemplar novela del ahora desaparecido.

Quien hubiese nacido bajo el nombre de Louis Poirier en 1910, en Saint-Florent-Le-Vieil (Maine-et-Loire), cambió su nombre- a los veintisiete años- por el que pasó a ser conocido como escritor y que le acompañó hasta el pasado domingo en que falleció, en su Loira natal en donde vivía retirado desde su jubilación. Estudiante brillante y devorador de lecturas – que comenzaron por el imaginativo y anticipativo Julio Verne – se licenció en geografía e historia y ejerció como profesor en Nantes en donde se afilió al PCF, militancia que duró un lustro. Su dedicación a la enseñanza no le abandonará hasta su jubilación. Es en 1937 cuando decide dedicar su tiempo libre a la escritura, y si en un principio se ve atraído por el surrealismo, al final se va decidir por la vía marcada por El rojo y el negro de Stendhal según él mismo señalará. En esta decisión jugó un papel esencial la novela de Ernst Jünger, Por los acantilados de mármol, novela que le va a llegar a lo más hondo del corazón, y le va a empujar a buscar la historia como suelo firme en el que anclar su escritura; y en la inquietante novela del alemán hallará el ambiente de vacío, nihilista, en que se movían los humanos en aquellos años, al igual que se verá influenciado por cierto individualismo teñido de dandismo libertario (no se olviden las figuras del anarca y/o del emboscado del germano). La historia no cabe duda que no solo marcó su literatura sino su propia existencia al ser movilizado en la segunda guerra mundial, entre 1939 y 1941.

La figura solitaria del militar de su novela – aparecida en 1951 – está guiada por una esperanza incierta desde que vislumbra el Almirantazgo, enclave estratégico en la defensa del país, en ese lugar en que se da la unión y la separación con el otro: la frontera. Tensa espera que mantiene al lector en una situación de inseguridad acerca de qué se atiende, si algo va a llegar… misterio que se apoya en un personaje colmado de incertidumbre al tiempo que de una seguridad en el destino que está llamado a cumplir en la defensa del Almirantazgo, y de su país por añadidura. La obra es brillante en su escritura hasta el punto – me atrevería decir – de deslumbrar en su cuidada belleza en la que uno puede leer páginas enteras como embelesado, hasta los límites del mareo, por una voluntad destacada de estilo que usa de un esmerado léxico y de una pulidísima sintaxis…que roza las lindes del excesivo manierismo.

La huella de las maldades de la guerra es alargada y si en la novela señalada ésta se dejaba ver con amplitud, no se ausentó de su siguiente obra escrita siete años después: Un balcon en forêt, en la que los puntillosos preparativos guerreros y la angustiada espera del choque con el enemigo contagia al lector hasta las entretelas… luego vendrían sus ejercicios de estilo que le convirtieron en uno de los escritores más recomendados para los escritores y los alumnos, y aprendices, de la lengua de… Julien Gracq.

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Julien Gracq ( 1910- 2007)

+ Notas biográficas

Louis Poirier, verdadero nombre del escritor, nace el 27 de julio de 1910 en Saint-Florent-le-Vieil, en Anjou, al borde del Loira. Su padre instaló un negocio en el lugar. Louis tuvo una hermana mayor, nacida en 1901, que siempre se mantuvo cerca de su hermano, acompañándole en sus viajes, hasta su muerte, en 1996.

En octubre de 1921, es matriculado como pensionista, en el liceo Clemenceau, en donde permanecerá hasta el bachillerato que finalizará con la mención de muy bien, obteniendo distintas distinciones en el concurso general. En el mismo mes de 1928, entra al liceo Henri-IV de París, en donde prepara la hypokhâgne y la khâgne, preparación para ser admitido en la École mormal Superieur. Por aquellos años lee a los surrealistas. En 1930, consigue el sexto puesto en el concurso de entrada a la prestigiosa Escuela nombrada, al mismo tiempo se inscribe en la Escuela de ciencias políticas. Al año siguiente lleva a cabo sus primeros viajes, que no cesarán de por vida, a Hungría, Austria e Italia, Venecia en especial. En 1933, obtiene la diplomatura superior en geografía; y consigue el cuarto puesto en el examen final de la sección diplomática de la Escuela de ciencias políticas. Al año siguiente logra el quinto puesto en la agregaduría de historia y geografía; primeros escritos en revistas especializadas en tales materias. Cumple el servicio militar como alumno-oficial. En 1935, es enviado al Prytanée militar de La Flèche, como profesor de historia; en setiembre del mismo año, profesor de historia en el liceo de Nantes en donde enseña hasta julio de 1936.

Ese mismo año adhiere al Partido Comunista. Estudia ruso en París en la Escuela de lenguas orientales al tiempo que prepara un viaje a Crimea, viaje que no puede realizar ya que no le conceden el visado. En vacaciones comienza a escribir Au château d´Argol. Profesor en el liceo de Quimper, siendo secretario del sindicato CGT de tal centro. Ve rechazada su novela por la NRF, que la pone en manos de José Corti, quien le propone publicarla participando en los gastos. Será este editor quien en adelante publicará todas sus obras. Es en 1939, cuando se publica Au château d´Argol, adoptando el pseudónimo con el que firmará: Julien Gracq, nombre que asocia a Sorel (Julien) y los gracos. André Breton le expresa su entusiasmo sobre su libro y ese mismo verano se encuentran por primera vez. Con motivo de la firma del pacto germano-soviético abandona el partido comunista. En 1939, es movilizado como lugarteniente, y enviado al norte, cerca de la frontera belga. Participa en los combates cerca de Dunkerque, y el 2 de junio de 1940 es hecho prisionero, permanecerá detenido hasta febrero de 1941 en el campo de Elsterhorst, en Silesia. El mismo mes repatriado, es reintegrado en su trabajo como profesor en Amiens, luego en Angers; más tarde enseñará geografía en la universidad de Caen hasta 1946. Lee entusiasmado la obra de Ernst Jünger: Sobre los acantilados de mármol.

Su vida transcurre entre escritura (premio Renaudot en 1945), presentación e introducciones de obras de escritores clásicos (Lautréamont, Breton, Chateaubriand, etc.), la enseñanza (1947: profesor de historia y geografía en el liceo Bernard en París hasta su jubilación en 1970) y viajes frecuentes a Bretaña, Pirineos -por todo el Hexágono en general- los Alpes, Suiza, Bélgica… A partir de 1954 cambia su modo de escritura, pasando a llenar cuadernos con anotaciones de viajes, notas y fragmentos en bruto, que posteriormente serían publicados. En 1989 tiene el honor de ver su obra publicada en la prestigiosa colección de La Pléiade (honor que raramente reciben los escritores en vida)… los homenajes se suceden, los estudios, revistas y libros monográficos, a él dedicados, también. En 1992, se publican Carnets du grand chemin que es considerado como su último libro propiamente dicho. Fija su residencia en Saint-Florent y no viaja casi nada.

Fallece el 23 de diciembre de 2007 en Angers.