Por Iñaki Urdanibia.

Una novela que se sitúa en el corazón del presente globalizado.

Si hace cinco años Txalaparta daba a conocer al escritor canadiense con la publicación de su «Nikolsi» en donde se nos hacía viajar por distintos parajes, también se nos empujaba a hacerlo por el tiempo, y en medio de los deshechos que esta sociedad del hiper-consumo produce, ahora vuelven a editar un libro del joven escritor que demuestra que sigue en plena forma.

Su «Seis grados de libertad», novela galardonada con el premio más prestigioso de Canadá el año pasado, el del Gouverneur general, no nos da respiro desde el inicio y el entreveramiento de distintas historias y sus respectivos personajes se van acumulando en un disloque sabiamente conducido. Ya desde la misma portada de la obra los contenedores toman la página indicando el centro de gravedad, o al menos uno e ellos; desde la misteriosa desaparición de un contenedor que pone a trabajar a la gendarmería del país, cuya investigación contagia a alguna informática policial, Jay, cuyo agotado y obsesionado padre tacha los días del calendario, como quien cumple condena, a la espera de su jubilación. Al poco otros personajes, con sus delirios, entran a las páginas: dos jóvenes, Lisa – que vive con su progenitor, aquejado de Alzheimer sintiéndose como prisionera – y Eric – joven enclaustrado en su habitación, que ha de partir a su madre al decidir ésta que va a cambiar de vida trasladándose a Dinamarca y que acabará convertido en un hábil informático -, y la novela se despliega en la unión de ambas historias, resultando una fusión de novela de investigación con las características propias de la edad de los segundos protagonistas nombrados.

El autor atrapa al lector desde el comienzo, a pesar de algunos momentos de posible incertidumbre y hasta pérdida, en el artefacto de relojería que pone en marcha y en el que da sobrada cuenta del dominio del terreno sobre el que transita hasta el punto de que podría dar la impresión de que Nicolas Dickner hubiese vivido –  cual Diógenes reencarnado – dentro de algunos de los contenedores de los que tanto, y con tanta precisión, habla, dominio que se hace extensible a lo relacionado con el campo de la informática; aspectos, ambos dos, que se cruzan en su personaje, Eric, que pretende romper con las reglas viajeras y legales, para usar la navegación en contenedor. Como sucede en la vida, la enfermedad crea la cura, y de este modo complementario van a funcionar el muchacho nombrado y una policía – antes nombrada – que no descansa para dar con el desaparecido contenedor. Varios variopintos personajes van irrumpiendo, en su soledad, en las páginas desde la madre de Lisa cuya constante depresión solamente se ve apaciguada yendo los domingos a un mega-almacén, abastecido – como no podía ser de otro modo – por medio de los dichosos contenedores que trasladan las mercancías de unos a otros lugares del planeta; animales, objetos, y alocados personajes hacen que las historias se vayan sumando como locuras adosadas en su estridente singularidad, personajes que amplían su entidad más allá de las personas y sus delirios, ya que tanto animales, como frutas y otros objetos devienen objetos de deseo, de unos seres que, aun sin saberlo, se sienten atrapados en unas relaciones globales que les desbordan al tiempo que les esclavizan; como la vida misma… humano, demasiado humano, resulta el punto en el que los presuntos sujetos se convierten en sujetados.

Nicolas Dickner da muestras de controlar milimétricamente el dispositivo que desencadena, consiguiendo desencadenar en el lector – al menos en el que yo soy – una cierta sensación algodonosa que arrastra a coordenadas espacio-temporales – digamos que – blandas, como si las leyes y medidas establecidas no rigiesen con la consagrada exactitud, sensación que nos hace coincidir con los parámetros que funcionan en estos tiempos de globalización en los que tiempos horarios y geografías se mezclan intercalándose en una marcha veloz. Dinámica con la que algunos de los personajes pretenden romper recurriendo a sus desplazamientos y la búsqueda de su soledad y la realización de sus desquiciados planes.

Novela que cumple con creces los niveles literarios hasta el punto de la excelencia y que incide, de paso, en algunos de los problemas esenciales que genera la mundialización: la relación entre unidad y pluralidad, entre diferencia y uniformidad, y las tendencias unificadoras que provoca el capitalismo en lo cultural, geográfico, etc., etc., etc. Vamos que el escritor no da puntada sin hilo con respecto a la realidad que le / nos rodea… vamos, que Nicolas Dickner no escribe en vano.