Por Iñaki Urdanibia

«- … una novela pone al lector en situaciones un tanto extremas. En eso consiste principalmente una novela, ¿no?

– Dicho así… Sin embargo, no creo que mi desasosiego tenga nada que ver con las novelas. Más bien, creo que tiene una base real en todo lo que acontece»

Como consta en el título calificaba Pierre Vidal-Naquet a los negacionistas de los campos de exterminio nazis, a los falsarios como Faurisson; revisar la realidad, revisitarla con el fin de instalar una visión ad hoc, que coincida con quienes detentan el poder, los poderes, es una comportamiento habitual de los diferentes ministerios de la falsedad que en el mundo son, han sido y serán. En el caso que traigo a este artículo, el presentado por la novela de Yoko Ogawa (Okayama, 1962), editada por Tusquets, «La policía de la Memoria», hay como el propio título indica una policía de la memoria, luciendo consistentes gabardinas vedes que contrastan con la tendencia dominante al harapo que invade a la población, que realiza inspecciones del recuerdo y hasta análisis de ADN con el fin de detectar a quienes persisten en recordar objetos o seres del pasado, tratando en sus visitas, muchas veces llevadas a cabo de manera sorpresiva, conocer a los conservadores de recuerdos, ya sea en sus mentes o en sus colecciones de objetos desaparecidos del uso; se ha de detectar a los inmunes al olvido, sacarlos de la circulación, encerrándoles, o si es caso haciéndoles desaparecer para que el contagio no halle su terreno apropiado. Es como si se quisiera hacer del pasado tabla rasa.

Sabido es que donde hay represión hay resistencia, y así en la situación que la escritora presenta, vemos que existen grupos de apoyo para quienes tratan de esquivar a los celosos vigilantes, buscándoles lugares en donde ocultarse. Las misteriosas desapariciones ocurren en una isla, en la que suceden los finales de objetos, que han de olvidarse desde entonces, de sombreros, perfumes, pájaros, peces, árboles, calendarios.

fotografías, las rosas,… llegando la oleada amnésica a las propias novelas que son quemadas, y sabido es que, como decía el otro, se comienza quemando libros y se acaba quemando personas, de modo y manera que los efectos acaban por alcanzar a los propios cuerpos de los habitantes de la isla, que ven que sus órganos comienzan a desaparecer. Desaparecidas las cosas, desaparecen las palabras que las nombran y su recuerdo; faltando los perceptos desaparecen los afectos, emociones y sensaciones, que provocan los objetos y seres percibidos.

La protagonista de la historia es una joven cuya pretensión es escribir una novela sobre la situación que atraviesa el país. La madre de la muchacha ha desaparecido, y en vida se dedicaba a realizar esculturas y a coleccionar objetos, cuyo fin había sido decretado; tales objetos los enseñaba a su hija que mostraba su estupefacción ante los objetos y sensaciones que desconocía. El padre trabajaba en un observatorio de pájaros, a la que muchas veces la muchacha acudía para llevarle la comida y ya de paso admirar las vistas, y los vuelos, que desde allí se podían contemplar.

La chica tiene una estrecha relación con su editor R, y llegado un momento y temiendo que éste fuese objeto de la persecución por parte de la policía de la memoria, se dedica a buscarle un escondrijo con la inestimable ayuda de un anciano que vive en un ferry, que ya ha caído en desuso, con lo que se muestra el total aislamiento de la isla con cualquier otro lugar. Ya anteriormente la joven había ayudado a algunos amigos de sus padres y vecinos a escapar de las garras de la represión, hasta el punto de haberse quedado con un perro, Don, que había sido abandonado al ser detenidos sus dueños. Los Inui, y deambulaba a la buena de dios por las cercanías. El escondite es organizado en la propia casa de la protagonista, y ella le facilita la comida y llegado el momento le encarga algunos trabajos, a petición del escondido, más que nada para llevar su vacío temporal. El anciano sirve de correa de transmisión con la mujer del escondido, quien, por cierto, acaba de tener un hijo. El ambiente es de continua inseguridad y de permanente temor a ser descubiertos por los vecinos, por allá ronda un sombrerero que asoma de vez en cuando, y lo que es peor por la siniestra policía. Esta última convoca al anciano y tanto el encerrado editor como su ayudante ven que el final ha llegado… ¡falsa alarma! Ya que el anciano, que anteriormente había trabajado en el barco nombrado, había sido interrogado sobre algunas fugas que se habían producido por vía marítima. Mayor temblor supuso la visita al domicilio de la chica de la temida policía, que no descubrió, afortunadamente, nada sospechoso.

Tanto el editor como el anciano descubren un mundo desconocido a la muchacha al enumerar objetos por ella no conocidos, y lo que es más al descubrir que dentro de algunas esculturas realizadas por su madre permanecían ocultos en su interior algunos objetos caídos en el olvido. Mientras tanto la falta de alimentos aumenta, en la misma medida en que desaparecen unos objetos tras otros; la desaparición de las novelas, dejan desarmada a la muchacha que ha de buscar otro empleo, en una empresa como mecanógrafa. Con respecto a esta última dedicación, mención aparte merece la historia que asoma, intercalada a la historia principal, de un profesor de mecanografía que controlaba a quienes eran sus alumnas, generalmente chicas entre las que estaba nuestra joven, haciendo que la voz de éstas quedase raptada por las propias máquinas, materia de escritura y reflejo de cierto síndrome de Estocolmo, sin obviar los riesgos de la pérdida de la memoria para culminar su tarea novelesca, que rodeaban a la escritora… Y la escritura como testimonio de la realidad, frente a las falsificaciones y las mentiras, en una leve prosa que revela la pérdida, la soledad y el aislamiento. La escritora ha declarado, en diferentes entrevistas, que la obra pretendía ser un homenaje a Anna Frank y su diario que ella leyó siendo adolescente.

La historia y el tono de la novela, galardonada con diferentes premios, ha de incluirse dentro del género de las obras distópicas de los Yevgueni Zamiatin, George Orwell, Aldous Huxley, Ray Bradbury o Margaret Atwood.