Por Iñaki Urdanibia.

Lo bueno si breve… es el caso con este libro que nos acerca el artista suizo.

«El hombre que camina, sigue siendo la escultura más cara del mundo. Hay que ver en ello, más allá de la especulación financiera, el reconocimiento de la obra que mejor simboliza el siglo XX»

Recordaba el escritor, de origen marroquí, afincado en París, Tahar Ben Jelloun la existencia en su Fez natal de la calle de uno solo (Giacometti. La rue d´un seul. Gallimard, 2006), así llamada ya que por su enorme estrechez no podían pasar más que de uno en uno, y la relacionaba con las obras del artista suizo, Alberto Giacometti (1901-1966), quien con sus esculturas filiformes le hacían pensar que en la calle nombrada podrían pasar de golpe más de uno si fuesen como los representaba el escultor (también pintor), autor de «El hombre que camina», título que adopta un librito de Franck Maubert, editado por Acantilado, a principios de este año.

Si hay una obra, o algunas, que representa la fragilidad de los seres humanos ante la fuerza de la naturaleza, los conflictos que ponen en marcha y los inventos que no hacen, en no pocos casos, más que esquilmar los bienes de la Tierra, y de esto nos habla el ensayista francés, extendiendo su mirada a otros aspectos esenciales del quehacer del artista: su vida, sus fuentes de inspiración (el arte egipcio, griego y mucho arte clásico, en especial italiano: en especial Tintoretto), sus manías, la primacía que otorgaba al dibujo que suponía la base sine qua non para posteriormente pasar al modelado que luego sería recubierto de bronce, etc. Una vida recluida en su pequeño taller de la rue Hippolyte-Maindron (XIV arrondissement), llevando una existencia que le conducía a conformarse con poco, caverna-taller que era el lugar de su vida, que compartía con sus escapadas por algunos barrios de París, hélas Montparnasse, en los que contactaba con diferentes mujeres (1). Su aspiración a desbordar los límites materiales le empujaba a deshacerse de más de una obra, ya que su insatisfacción era una constante, y a experimentar. Sus relaciones con el surrealismo no duraron mucho ya que el gurú André Breton mostró su disconformidad con la representación figurativa que elaborase su amigo; los resabios existencialistas eran fruto de su estrecha relación con Jean-Paul Sartre, que escribió algunos de los catálogos para sus exposiciones… la amistad estrecha, y que hacía que se viesen con frecuencia permanente, se fue al traste debido a unas declaraciones del autor del Ser y la nada, acerca de la insignificancia de su amigo, valoración que molestó a Giacometti ya que una cosa es lo que él pensase de sí mismo («yo no sé hacer nada») o diese a conocer a sus íntimos y otra cosas es publicitarlo, lo cual no favorecía la privacidad ni es prestigio de quien era valorado (malentendido provocado en los tiempos en los que el escultor fue atropellado, a resultas de lo que le quedó una pequeña cojera, lo cual en vez de disgustarle le resultó de interés… ya que fue una prueba de como apoyar el pie, como marchar…) .

Si antes me refería a las reflexiones de Tahar Ben Jelloun, sí que podría añadirse sin rizar rizo alguno que las estilizadas figuras del escultor, que parecía representar el armazón óseo, de sus personajes representados, ésta finura puede interpretarse además de, como queda dicho, muestra de la fragilidad humana, como soledad que hace que los hombres contemporáneos aun cruzándose en un continuo vaivén constituyen a fin de cuentas una muchedumbre solitaria que dijese David Riesman; seres solitarios y carentes de comunicación entre ellos ya que cada cual va a lo suyo, ciego con respecto al resto de transeúntes con los que se cruza y hasta tropieza, «son individuos en grupos, pero en ningún caso un grupo de seres compartiendo el mismo espacio. El ser humano sufre su vida. Siempre esa sensación de impedimento. Lo cual refuerza la idea de que Giacometti ve al hombre como un ser único enfrentado al mundo y solo ante él».

La escuálida figura de El hombre que camina, que por cierto no fue uno solo ya que hubo diferentes versiones (tres más), se ha convertido en símbolo/emblema del hombre en este siglo, además de ser la escultura más valorada y de mayor precio del mercado artístico; ha de tenerse en cuenta que la segunda guerra mundial que la pasó retirado en Suiza volviendo a París en 1945 al taller que había quedado custodiado por su hermano Diego, la observación de los humanos dio un giro en este periodo según él mismo narraba («hasta la guerra, creí ver a las personas de tamaño natural, […] Luego me dí cuenta de que los veía más pequeños de lo que eran, incluso estando cerca.»), hombre en posición de marcha, con una gravedad curiosa que le hace avanzar sin movimientos de brazos y con una posición algo volcada hacia adelante, que muestra decisión segura, aunque sin saber exactamente hacia dónde camina, sin conocer la meta que le espera. El primer Hombre… vio la luz en 1947 (hubo tres plasmaciones más). Pierre Matisse, hijo del pintor y decidido marchante fue el que jugó un papel esencial a la hora de lograr la decisión de exponer al indeciso Giacometti, haciéndole entrar en un mundo desconocido de las galerías, las exposiciones, y… el dinero, materia de la que el artista no se preocupaba ni entendía en absoluto. El significado de la figura representada, además de ser el mismo Giacometti («creo que avanzo todos los días […] no es que avance todos los días, sino que avanzo exactamente todas las horas»), coincide en ciertos aires de familia con otros personajes de Samuel Beckett (Estragón Vladimir), Albert Camus (Meursault) o Jean-Paul Sartre (Roquentin)… Se nos habla de las numerosas relaciones que tuvo con otros escritores y artistas (Beckett, Leiris, Desnos, Prévert, Queneau, Picasso, Genet…) este hombre que ilustró obras de George Bataille, René Char, Michel Leiris, etc. También se analizan los puntos de contacto con las esculturas de Auguste Rodin o con las pinturas de Francis Bacon (2).
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(1) En 2016 esta misma editorial publicó «La última modelo», libro en el que se presenta la unión amorosa entre el artista y la joven Caroline, modelo y amante que le impulsará a perseguir su combate contra lo indecible. Libro en el que Franck Maubert no se priva de mostrarse sincero y penetrar en aspectos emocionales y cotidianos entre ambos personajes, y en las cuitas y penas de la dama. Un viaje por los lares del arte y del amor desencadenado, y el autor del libro pilla el punto entregando escenas de desmesura y entrega total a pesar de que podemos ser llevados en algunos momentos a dar por bueno aquello que dijese Louis Aragon: il n ´y a pas d´amour heureux, sobre todo cuando uno de los componentes de la pareja deja la vida, en un hospital, ante la soledad y las lágrimas de la otra que daría parte de su vida para alargar la existencia de quien la había tomado como modelo, musa, y… amante.

Franck Maubert, con la cercanía y el rigor que le caracterizan, no habla de oídas sino que oye a Caroline en Niza y así pisa fuerte en el tema

(2) Con respecto a Francis Bacon, Franck Maubert ya había escrito anteriormente un libro de sumo interés para acercarse a la comprensión del británico; en el momento de su aparición escribí y se publicó un artículo que transcribo a continuación:

La lógica de la sensación

+ Franck Maubert

El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Conversaciones con Francis Bacon

(Acantilado, 2012)

Con el título que encabezo este comentario publicó Guilles Deleuze un sagaz análisis sobre la pintura del artista británico. Allí se lee: «los huesos son como los aparejos (la carcasa) donde la carne es la acróbata». En las telas del pintor de memorables trípticos, herencia de la visión directa del bombardeo de Londres desde las ventanas del mirador de su casa, se hallan cuerpos redondeados que parecen en trace de derretirse; desmenuzados, viviseccionados, cuerpos sin órganos que muestran la disolución del yo presentada en cuerpos desgarrados.

Francis Bacon, homónimo del filósofo empirista y científico británico del siglo XVI-XVII, era un hombre que disfrutaba de la vida y sus placeres y que deslumbrado por Pablo Picasso dedicó su vida a pintar el mundo, la carne como centro de gravedad. Seres que se retuercen y gritan ante la crisis generalizada del mundo y de ellos mismos.

Años antes que la muerte le alcanzase en Madrid, en 1992, el periodista francés Franck Maubert visitó al artista en su estudio londinense y en medio del caos más logrado y en compañía de generosas botellas de blanco, ambos personajes hablaron a calzón quitado; de tales conversaciones da cuenta el libro cuya portada presenta al pintor convertido en un avezado carnicero.

El libro es breve pero pleno de informaciones de quien en esta ocasión no usa el pincel sino la palabra para dar cuenta de sus gustos y de sus disgustos, de sus filias y sus fobias. Retazos de una vida con serios y tempranos problemas familiares, desencadenados con su progenitor cuando supo de las tendencias (homo) sexuales de su hijo. Nos presenta el pintor a sus antecesores que le influyeron (el ya mentado malagueño, también Velázquez… amén de su gusto por Cézanne, Rubens, Giacometti) y no hurta tampoco explicitar sus amistades, a las que por cierto no daba excesiva importancia al considerarlas unas afecciones efímeras y con una duración bien limitada.

El dolor, el temor y el temblor pueblan sus personajes que tienden a devenir a su animalidad; cuerpos que se resisten y que intentan por todos los medios permanecer en su propia identidad que parece escapárseles… en medio de la sangre, y otros fluidos humanos/animales, demasiado humanos/animales. El ser humano como centro del pincel, desgarrado, desmembrado como fiel imagen de la alienación, del descoyunte por el que avanza chapoteando en la creciente decadencia.

Seres para la muerte, que rozan el mundo con el cuerpo, que es como si dijésemos la carrocería que envuelve la conciencia, que afirmaba Maurice Merleau-Ponty, y que son mostrados en su más absoluta soledad por este maestro del siglo XX, cuyos retratos son crudos retazos que desbordan los límites consagrados por los discursos dominantes y de política y artística corrección… por medio de cuerpos mutilados, crucifixiones, camas, amores, vómitos, eyaculaciones, y… la muerte.

¡Francis Bacon los colores del cuerpo deconstruido!