Por Iñaki Urdanibia.

«Toda ideología es relativa; lo que es absoluto, son los tormentos que los hombres se infringen los unos a los otros»

(Eugenia Ginzburg )

«Me resulta muy penoso que la historia vive ahora una época tan cargada de destrucción de la personalidad viva. Es que el socialismo en presencia no es de ninguna de las maneras aquel en que pensaba, sino un socialismo bien determinado, rígido y voluntarista, una especie de isla de santa Elena sin gloria y sin sueño. Un ser vivo se siente estrecho en tal situación»

(Serguei A. Essenin )

No eran buenos tiempos para la lírica, ni para libertad; sí lo eran, en cambio, para la delación, la sospecha y la paranoia al por mayor. Las detenciones abundaban y las cifras cantan en cuanto a quienes eran objeto de ellas perteneciendo al partido bolchevique y, más en concreto, entre quienes habían ocupado puesto de responsabilidad. Este último fue el caso de Eugenia Semionova Ginzburg (Moscú, 1906 – 1977), al que siguió la detención de su marido por ser esposo de ella, Pavel Axionov, quedando sus dos hijos con su abuela ( aspectos que ella ignoraba en su encierro y que le carcomían la mente) en el calvario que les tocó padecer. Ella lo relató en su «El vértigo», obra en dos tomos, cuyo segundo volumen lleva por nombre El cielo de la Kolyma (uso la versión francesa de ambos volúmenes, editados por Éditions du Seuil, respectivamente en 1967 y 1980 / hay edición en castellano, no sé si completa, en Galaxia Gutenberg). Vértigo fue lo que sintió la mujer cuando fue desposeída de su puesto de profesora en la universidad de Kazan y siendo una comunista convencida y entregada a la causa del proletariado, fue detenida y condenada a dieciocho años de reclusión en los campos de Kolyma, en Siberia, por un crimen político que decían haber cometido. El artículo 58 del código penal que catalogaba a quienes se les consideraba enemigos del régimen soviético (ya sea por organizar actos de sabotaje, por participar en complots contra el poder soviético o preparar atentados contra dirigentes del estado o el partido), a Ginzburg se le colgó en sambenito de terrorismo, acusación agravada por hacerlo organizada en un grupo. Tales acusaciones resultaban más dañinas que cualquier forma de condena por delitos comunes, y así a tales se les aplicaban las condiciones más duras en los campos y en los locales de detención; «somos las más malas entre las malas, las más criminales entre las criminales, las más desgraciadas entre las desgraciadas; el colmo del mal […] las peores criminales eran las condenadas por “actividades contra-revolucionarias trotskistas” (cuenta la autora cómo una anciana creía, sin entender nada, haber sido acusada de traktorista, ya que lo de trostskista no le sonaba para nada). Se les reservaba los trabajos más duros, al aire libre; no se les admitía en “puestos administrativos”; y a menudo, los días de fiesta, se les encerraba en celdas de castigo». Si esto era así la cosa era más dura todavía si eras acusada de espionaje o de ambas acusaciones a la vez, como era el caso de Ginzburg. Las diferencias de trato y de condenas dependían de los años de detención ya que si al principio las condenas eran de cinco años, coincidiendo con la detención de la mujer las penas comenzaron a doblarse e incluso a alcanzar los veinticinco años; eran los tiempos de Ievov y de Beria. Si las primeras detenciones se centraban en gente que había participado de un modo u otro en posturas opositoras, más adelante las redadas comenzaron a ampliarse a militantes que se mantenían fieles a la ortodoxia.

Todo comenzó en 1935 cuando fue expulsada de la universidad y del partido, siendo detenida dos años después en febrero de 1937, pasando por varias cárceles, de Kazan y de Moscú, siendo sometida a interminables interrogatorios (cinco días sin comer, ni beber, y privada del sueño) en los que se le trataba de que firmase lo que le implicaba a ella y a compañeros suyos de trabajo, aplicando una lógica delirante que hacía coincidir lo subjetivo con lo objetivo, así los delitos podían ser de mero pensamiento, o de no haber colaborado en la detección de enemigos, o haber tratado sin la debida vigilancia con traidores, lo que de hecho era pura colaboración con ellos, tratando de acusarla de complicidad con el enemigo y exigiendo su confesión ya que en caso contraria la culpa y la condena serían mayores; el interrogador Iaroslavski mostraba una capacidad argumentativa realmente chirene, lo que hacía que Eugenia Ginzburg más de una vez le rebatiese con furia… al final el mismo año, en agosto, se le condenó por «actividad trotskista contra-revolucionaria» a diez años de reclusión en celdas de aislamiento, comenzando a cumplir la pena en la prisión moscovita de Iaroslav, conmutándosele la pena dos años después por diez años en un campo de Kolyma, de donde saldría en libertad en 1947, si bien sometida a relegación a perpetuidad, siendo rehabilitada en los años posteriores a la muerte de Stalin. A los sufrimientos propios se venían a sumar los gritos de los torturados o la visión de los cuerpos que llegaban deshechos a las celdas (en las últimas páginas del segundo volumen Ginzburg destaca el valor testimonial de La confesión de Arthur London.

El primer tomo lleva como subtítulo Crónica de los tiempos del culto a la personalidad, abarcando, de 1935 a 1940, hasta su traslado a la Kolyma, mientras que el segundo narra su experiencia en aquel gélido lugar; el texto se dio a conocer clandestinamente en la Unión soviética, por medio de samizdat, hasta ser dado a conocer fuera de dichas fronteras a finales de los sesenta.

Si el vértigo le asaltó desde el principio, al tiempo que la sorpresa ante el trato recibido, las acusaciones absolutamente demenciales, dirigidas entre empujones, insultos, gritos y malos modos (incluidos los golpes y la falta de comida) por camaradas, éste no le abandonó durante todo su castigo, ya que a pesar de «todo lo que había conocido: la instrucción, el proceso, la Butyrka, Lefotovo y Iaroslav, estaba cada vez sorprendida por lo que los hombres pueden hacer sufrir a sus semejantes», trato que se traducía igualmente en los traslados realizados en trenes apropiados para transporte de ganado, completado por infames trayectos en hacinados barcos en los que había que soportar el comportamiento grosero hasta la obscenidad de los detenidos comunes.

La selección para el trabajo dependía de un médico que juzgaba a todas perfectamente aptas para el trabajo, aunque no pudiesen ni moverse, dejándose llevar más que por cuestiones relacionadas por la salud por criterios políticos; existiendo una aristocracia en el campo, copada por delincuentes no-políticos, artistas de las costumbres.

A lo largo de toda su experiencia, ella llega al convencimiento de que el único fin que perseguían los policías, los supuestos instructores y jueces, los vigilante de los campos era torturar y matar, y desvela los mecanismos ideados para tratar de escapar de las redes del poder, como la comunicación entre presas, los cambiazos para evitar algunos trabajos a quienes se veía mas deterioradas… confirmación de que donde hay opresión, ha resistencia, y en tales situaciones límites los chivateos son moneda corriente, mas también lo son las muestras de solidaridad.

Frío, hambre, trabajo a destajo (en labores de construcción, de granja, de enfermería…) y enfermedades cronificadas que llevaban a algunas a la muerte y a otros al deterioro creciente, como fue el caso de la narradora que fue alcanzada por una úlcera que le provocó una cojera permanente… Y la voz de Eugenia Ginzburg da cabida a otras voces, a otras situaciones y experiencias, y privadas las condenadas de periódicos y otros medios para enterarse de lo que sucedía en su país y en Europa, la rumorología y las hipotéticas esperanzas cobraban carta de naturaleza, al igual que los desgarros producidos por el pacto germano-soviético, que al tiempo que enfurecía a algunas era justificado por las más proclives a la obediencia.

Una obra que es un retrato del viaje al corazón de las tinieblas al que fueron sometidos no pocos ciudadanos en aquellos tiempos de terror en el que abundaron los procesos–trampa (aunque viendo los resultados sería más exacto calificarlos como siniestra farsa, en ellos fueron condenados, y fusilados, no pocos miembros del comité central del bolchevismo de los tiempos de Octubre: Bujarin, Kamenev, Muralov, Piatakov, Racovski, Smirnov, Radeck, Zinoiev…), las acusaciones y las condenas infundadas; un terrible testimonio que da cuenta detallada de ni teóricas, pero que capta la atmósfera vivida en aquellos años, los giros provocados por los cambios en los niveles de responsabilidad (que cambiaban, a velocidad de crucero, al caer en desgracia los ascendidos), ambiente que supuso la asfixia de muchos ciudadanos (*)… mientras el secretario general afirmaba sin rubor que «el hombre era el capital más precioso» .

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(*) En julio de 1937, el Buró político decide que se ha de detener a 259450 personas, de las que 72950 debían ser fusiladas; las cifras, debido al celo de diferentes responsables se superó con creces. Una estadística oficial del comité central del PCUS, fechada en 1961 informa que en 1934 la NKVD detuvo a 68415 personas, en 1935, 1904716, en 1936, 85530, en 1937, 779056, en 1938, 593336… la mitad de los detenidos los dos últimos años fueron fusilados.