Por Iñaki Urdanibia.

Diario de bitácora del escritor asturiano, que difunden olores, sabores, palabras… de esa tierra de carbayones.

A fuer de sincero diré que tenía perdido al escritor asturiano, Xuan Bello (Paniceiros, 1965) desde aquel soberbio y singular Historia universal de Paniceiros en la que nos hacía penetrar en los olores, los sabores y los verdores de su Asturias, punto de apoyo desde el que se extendía al universo todo con una desbordante imaginación, que busca una verdad narrativa que retrataba el final de un mundo vivido.

Pues bien, si allá mantenía la tesis acerca de la verdad, como aquello que se cuenta, el título de su reciente obra, «Incierta historia de la verdad»editada por: Rata, parece mantenerse en estos criterios digamos que relativistas; dejando de lado tal supuesta pretensión, nos hallamos ante un libro en el que se vierten, a modo de diario de bitácora, las reflexiones del escritor, de su vida, de sus sentimientos y emociones, de la escritura, de la naturaleza, de sus asturianeidad (destacables las palabras que en tal idioma, asturianu, aparecen y sus clarificadoras traducciones) y… de muchas cosas más. No cabe duda de que Xuan Bello sigue en forma y nos entrega abundantes materiales para la rumia, a partir de su vida que son su país, su familia – canes y gatos incluidos -, sus amigos, sus libros, sus viajes, sus recuerdos de la memoria vivida o narrada por otros que le antecedieron en la vida.

Si alguien espera hallarse ante una novela, o similar, al uso se equivoca de cabo a rabo, pues el libro de Bello es singular en su pluralidad que se abre en crisálida. Imposible dar cuenta lineal de lo que se trata en el volumen: desde la lluvia que todo lo empapa, en especial como compañera inseparable de las fiestas, romerías y otras celebraciones, fenómeno que inunda hasta el carácter y preocupaciones de los paisanos del lugar, a otros fenómenos metereológicos como la nieve o las heladas – afortunada por cierto si en cuenta se tiene que evitó a su padre convertirse en víctima de un atentado allá por tierras vascas -, conoceremos sus viajes a las cercanías de Caces, que es en donde habita en la actualidad, con su compañera Sonia, su hija de nueve años Lela, su perro Pluto y Bernardo (creo recordar) y los gatos, herencia de los dioses egipcios (p. 224). Si damos por cierto el carácter simbólico de los humanos – aun sin compartir las tesis de Ernst Cassirer -, el libro está recorrido por bastantes de los que da cuenta y explicación derivante, el autor. Historias por las orillas del Nalón y sus inundaciones, historias de plantas y frutales (el sabor de las manzanas se paladea en las páginas 168 y 169), y los árboles como imágenes, relatos de seres variopintos que en todo pueblo hay (¡ay Manolín!); se nos desvelan sus viajes a Lisboa, París, Roma y otras localidades italianas, siempre acompañado, compañía que comparte, con sus autores, en abundancia: Michel de Montaigne, Fernando Pessoa, Herman Broch, Colette, Marina Tsvetáieva, Ezra Pound, Henry David Thoreau, Felipe Juaristi, Bernardo Atxaga, Gabriel Aresti (harri eta herri ), José Ángel Valente y muchos más, a quienes trae a colación para apoyarse en ellos en sus pensamientos y cavilaciones.

Salpican las páginas los recuerdos de hechos locales y globales, y un canto a la naturaleza y a la vida («vivir es fracasar muchas veces mucho» o aquello que le dijese su padre: «vivir es morir muchas veces mucho»), sin obviar la presencia de la muerte, que completa la fugacidad de la existencia, que cuando ella, la parca, está nosotros no estamos y cuando nosotros estamos ella no está que decía Epicuro (y que el autor atribuye en los monjes escolásticos, en la página 161)… Y nos entrega su visión sobre el narrar («no narra quien algo sabe sino aquel que busca algo»), sobre el leer, sobre la poesía, la memoria como ficción y como narración que transforma lo vivido, en una disputa de versiones y visiones, y las voces «antiguas que me llaman, voces que están en mí y que tal vez expresen algo esencial sobre mí mismo», y los muchos mundos que guardan, en la infancia, los límites de una casa y sus alrededores… Vamos a fiestas y el recuerdo de las partidas de bolos, en compañía de su abuelo, o la constatación de la permanencia de una tienda de paraguas, La Casa de los Paraguas, en Oviedo, y del arte de llevar el paraguas (me vienen a la mente Oteiza y su definición de la txapela como paraguas de los vascos, y Sergi Pàmies sobre al arte de llevar gabardina)… Y somos conducidos por los laberintos del tiempo, por la arqueología del alma, cualquier cosa que ésta sea, y conocemos la hospitalidad de algunas tabernas, de Grau y la asociación con la amistad y el amor («solo amamos a aquellos que nos transforman, buenos y generosos, en reyes de su vida. Esa es la única verdad»… o el abierto elogio a il dolce far niente ( página 178, retomado en la portada del libro), siempre, con tonos spinozistas, con la voluntad de ser que permanece en cada uno más allá del tiempo y las transformaciones que éste provoca, debido a la acumulación de experiencias, en la óptica acerca de los fenómenos del mundo («todo ser, por el hecho de ser, y dejado a sí mismo, tiende a permanecer, indefinidamente, a conservarse…».

Con la esperanza y la lucha sisífica por alcanzar la Ciudad Justa… «no lo conseguimos pero una y otra vez lo volvemos a intentar. Una y otra vez», sin obviar – al menos al que esto escribe así se lo parece – el lugar desde el que parece hablar Xuan Bello, es la proximidad del jardín propio del Cándido volteriano, ajeno a las leibnizianas voces de los Pangloss de turno.

Todo ello con una prosa cuidada que se desliza bordeando los brillos del lirismo… y que hace que la lectura, en su dosificada diseminación, sirva a modo de píldoras para el paladeo.