Por Iñaki Urdanibia.
Re-lectura de la obra de la escritora francesa al hilo de haber sido llevada a las pantallas. Derivadas por historia del caso, y su representación literaria y cinematográfica.
«La Douleur es una de las cosas más importantes de mi vida»
En 1956, el mismo año en que rompería su unión con Dionys Mascolo (D) con quien había tenido un hijo, Jean, la escritora compraba una casa en Neauphle-le-Château, lugar que se convirtió en el lugar preferido para desconectar del bullicio parisino. Fue allí en donde, en unos cajones, halló dos cuadernos fechados a mediados de los años cuarenta (1944 y 1945), Diarios, en los que se narraban sus momentos de confusión de sentimientos, de razones, tiempos de inmenso dolor, tras la detención de su compañero, que fueron publicados en 1985 bajo el título precisamente de La Douleur (P.O.L.).
Recuerdo que al leerlo en el momento de su publicación me produjo una honda impresión por su crudeza… hasta el exceso. Dos, o tres, cuestiones destacan por su terrible dureza: por una parte, la descripción detalladísima del estado de salud, en su absoluta desorganización funcional, de Robert Antelme (Robert L.) a la llegada a París tras su paso por los campos de concentración nacionalsocialista (Buchenwald y Dachau), cosa que provocó un enfado monumental en el aludido y parece que fue uno de los motivos fundamentales del alejamiento entre ambos; por otra, las escenas de tortura a que fue sometido un chivato que estaba integrado en la resistencia, torturas en las que la futura escritora, bajo el nombre de Thérèse – como ella misma señala: Thérèse c´est moi – no solo participa sino que alienta tratando de llevar las cosas al más extremo todavía (páginas 133 y siguientes, el capítulo se titula Albert des Capitales)… Ambos asuntos provocaron en su momento un amplio escándalo, e incitaron a no pocas líneas en la prensa. A lo dicho podría añadirse, las problemáticas relaciones de Duras con un gestapista francés, el tal Rabier que funcionan por el afilado filo de la navaja, ya que con el fin de conseguir noticias de su marido arriesga su propia vida – ya que existe el permanente temor de que pueda ser detenida – como el de sus compañeros de red; esta relación cambiará, no obstante, cuando se acerca la derrota del nazismo y se piensa en tal sujeto como objetivo de alguna acción de liquidación… se da ahí una transformación en la mente de Duras ya que de jugar el papel casi rastrero de asistir una y otra vez a citas con él, a pasar a campanearse ante la posible víctima en que ha pasado a convertirse el mentado caballero. Otro aspecto, sin lugar a dudas el esencial y el que da título a la novela (?) es el dolor que padece la narradora, que se traduce en una tensión que le arrastra a dar vueltas y más vueltas a la posible muerte de su marido, a la falta de sentido de su propia vida… y a otras situaciones repugnantes que estaban al orden del día en aquellos tiempos de Ocupación y colaboración.
El libro, como sabido es y queda ya señalado, trata de los momentos de la detención de Robert Antelme – el día 1 de junio de 1944, junto a su hermana Marie Louise, que sería asesinada en Auschwitz -, los tiempos de espera (y el – en este caso la – que espera desespera), de incertidumbre, que es acompañado del abandono personal de la mujer cuya mente solo está ocupada por el temblor ante cuál está siendo el destino de su marido (desde la prisión inicial de Fresnes, a los campos germanos)… y tras la derrota de la bestia parda, y el ambiente de recuperación festiva de la vida parisina (imperdonable consideraba la escritora que De Gaulle, erigido en incontestable héroe de la France, dijese que los tiempos de llanto habían finalizado… no para ella, y desde luego tampoco para muchos, en especial judíos, que volvían y se encontraban sin nada de lo anterior: vivienda, posesiones, trabajo… como ella misma expresa con furia). La espera desesperanzada de la escritora, como de muchos otras y otros, en un vaivén apresurado entre la gare d´Orsay el hotel Lutetia, lugares de llegada y de contabilización de quienes llegaban de la deportación con su cúmulo de fotos, preguntas a los recién llegados acerca de sus parientes por si les habían visto, etc. Las relaciones de la escritora con sus camaradas de la red de apoyo resistente (MNPDG: Movimiento Nacional de Prisioneros y Deportados), y su cabeza en una absoluta rumia ensimismada (siempre que a Robert se le considere como formando e ella misma, de su vida)… y, al final, la llegada de Antelme a casa, el 13 de mayo de 1945.
Había sido hallado casualmente entre un montón de cadáveres, en el campo de Dachau, por quienes había ido a buscarle… parece ser que a quien le cupo el honor de hallar con vida al irreconocible Antelme fue François Mitterand (a la sazón F. Morand). Cuando fue detenido pesaba algo de más de ochenta kilos, y en el momento de su encuentro pesaba treinta y cuatro kilos, estando afectado de tifus, disentería… lo que provocaba un estado contradictorio entre el intento de saciar el hambre y la imposibilidad de asimilar lo que ingería,… [como ha quedado nombrado, líneas más arriba, las descripciones del estado de Antelme en el libro, páginas 63 y siguientes, son de un realismo ad nauseam.]. Algunas de las primeras palabras que pronunció, tras llegar a su domicilio quien había sido un ferviente creyente, fueron: «cuando me hablen de caridad cristiana o de Dios, responderé Auschwitz».
Ese mismo año, 1945, ambos, junto a Dionys Mascolo, se afilian al PCF, y comienzan los conocidos como encuentros informales del «groupe de la rue Saint-Benoît», en los que además de ellos participaban Maurice Merleau-Ponty, Edgar Morin, Claude Roy, Maurice Nadeau o Jean-Pierre Vernant, amén de algunos componentes de los ambientes surrealistas; tal domicilio era el de la pareja Duras-Antelme, pareja en la que dos años más tarde se daría la ruptura, y en la que nacería el hijo que ella tuvo con Dionys Mascolo, Jean, conocido como Outa. Si ninguna de las parejas duró, tampoco es que durase mucho la militancia en el partido dicho comunista, del que fueron expulsados los tres en 1950 (parece que quien se chivó – según afirmaba la esposa de Antelme – de las críticas conversaciones, acerca de(la dirección del partido y su política marcada desde Moscú, que mantenían tras las reuniones en los bistrots germanoprantines, al igual que del modo de vida, sexuales, que llevaban… fue Jorge Semprún) . El trío que defendía un comunismo – digamos que – con rostro humano, no era el propio de seres gregarios de los mantenerse prietas las filas obedeciendo las consignas de la jefatura de turno… como prueba de todo ello ahí están sus posteriores apoyos a los combatientes argelinos y a los insumisos, firmando el manifiesto de los 121 – o su participación en diferentes comités en mayo del 68. Un comunismo basado en la amistad, la comunidad de intereses rebeldes (posturas que Dionys Mascolo dejó claramente expuestas en su Le communisme. Révolution et comunication ou la dialectique des valeurs et des besoins. Gallimard, 1953; en la introducción se lee: «la fe en una igualdad de las personas, la integración de las almas, el derecho a la verdad para todos, la ampliación de las posibilidades del ser humano»); su concepción del comunismo estaba en las antípodas del estalinismo del PCF, y las diferencias se fueron ampliando, ya que ellos anteponían la moral, la honradez al centralismo democrático y a las consignas, por ejemplo, sobre el arte y literatura de Zhdanov; su comunismo, el de verdad, era para ellos, el lograra una comunidad entre iguales que debía reflejarse en la relación entre los camaradas de propio partido, entre los que muchas veces funcionaba más la delación que la camaradería; en esa onda hacía suyas las palabras de Pascal: «no hemos hablado hasta que callar habría sido un crimen», y hablaron alto y claro a la vez que reforzaban sus lazos de amistad y de libertad ideológica: «estábamos comprometidos en la espontaneidad de la intuición: pensamiento naciente, y de nacimiento inventiva, en el que pasión y razón no se oponían como sucede en el pensamiento sabio, sino que no cesaban de reforzarse la una y la otra de la confianza mutua que ellas componen. Esta efervescencia viva del acuerdo amistoso resultaba finalmente la base más segura en la que tiene de desorden aceptado recibiría un nombre. Maurice Blanchot que se había unido con rapidez a nuestra iniciativa, y cuyo acuerdo nos satisfizo como no podría haberlo hecho la adhesión de una muchedumbre, definirá nuestra posición. Nos habíamos reunido en la amistad del NO – decía años más tarde Mascolo -. Ahí residía en efecto la más inalterable, la más irreductible de las uniones».
Tras estas líneas en las que he tratado de plantear la historia y su narración por parte de una de las protagonistas, servidor al tener conocimiento de que la obra había sido llevada a la pantalla grande, bajo el título de Marguerite Duras. París 1944, se temió lo peor: por una parte, debido a las numerosas tergiversaciones, con respecto al original, que se han dado a la hora de llevar obras literarias a la pantalla, a lo que se ha de sumar, en esta ocasión, la dificultad de aprehender el espíritu, y la letra, de la obra en una obra cinematográfica.
Vista la película he de afirmar que mis temores no han sido confirmados, ya que a pesar de las dificultades señaladas, el espíritu del libro se mantiene con nota, y a ello ayuda la voz en off que expone las cavilaciones de la protagonista, cuyos tonos líricos son mantenidos con fiel fidelidad. Los protagonistas lo bordan, ella, Mélanie Thierry, con su mirada entre triste, concentrada y escrutadora, aunque con ciertos aires de ausencia del principio de realidad interpreta con absoluta corrección y empatía a Marguerite Duras, si se da por bueno aquello de que la cara es el espejo del alma, en esta ocasión el rostro y la mirada de la actriz es un verdadero y dramático poema al borde la lágrima, y el cantante Benjamin Biolay a quien la verdad es que no había visto en la pantalla, presenta un logrado Dionys Mascolo, compañero permanente de la atormentada mujer y responsable entregado de la red resistente; sin obviar al tal Rabier, fielmente representado por Benoît Magimel. El miedo se palpa en la pantalla, la falta de esperanza también… y diría más, la lentitud – a la que oí aludir a algunos espectadores a la salida de la sala – ayuda a contagiar al sentido de la permanente rumia que en su atorbellinamiento tiene un eje permanente: la falta del compañero, centro de gravedad sobre el que todo gira en la vida de la desbrujulada dama. El desorden y confusión en la mente de la protagonista-narradora, es captado por Emmanuel Finkiel que, eso sí, se permite evitar los dos aspectos que anteriormente he subrayado: los interrogatorios al delator y el lamentable estado de salud de Robert Antelme a su llegada (tal vez podría añadirse la absoluta ausencia que en la obra de Duras se insinúa acerca de la necesaria obra de Antelme, L´Espèce humaine, al menos algunos de los aspectos esenciales de la visión del autor de una sola obra… pero qué obra). Tal vez, ello se deba a lo que el director ha comentado acerca de la imposibilidad de llevar a la pantalla algunos pasajes de la obra, el mismo modo que – según su opinión – el cuerpo esquelético de Antelme no podía, ni debía, aparecer filmado… no entraré en el asunto, mas sí que me atrevo a indicar que el evitar estos dos asuntos quita, desde luego, un innecesario morbo al desarrollo de la película y, por otra parte – justo o injusto – evita algunos malos tragos al espectador, sin desviarse ni un ápice al espíritu general de la obra de Marguerite Duras, con su permanente atmósfera de angustia y temor, por los recovecos de la subjetividad atormentada que vive los hechos de la oscura historia de aquellos tiempos oscuros.