Por Iñaki Urdanibia
Una potente novela de Marta Sanz como en la madrileña es hábito, quizá la más.
«Las palabras clavan esquirlas debajo de las uñas»
Marta Sanz (Madrid, 1967) no escribe en vano, lo suyo no son ejercicios de estilo sino que su estilo apunta a cuestiones esenciales de nuestro hoy, que conserva hondas raíces en un pasado criminal que extiende sus sombras hasta el presente.
Su última novela, «pequeñas mujeres rojas» cierra su trilogía del detective Arturo Zarco, las tres publicadas en Anagrama (Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás), si bien me apresuro a decir que la novela se sostiene por sí sola, tanto en lo que hace que no cojea por ningún lado lo narrado, como por la potencia del tema, o los temas, en presencia que son relatados con agilidad que no evita los pliegues y repliegues en un coro de voces.
Un par de amigas, Paula Quiñores y Rosa llegan a un pequeño pueblo, Azafrán (Azufrón se lee en un cartel situado junto al hotel en el que se hospeda la primera). La visita de las mujeres que van a localizar fosas de la guerra civil, mosquea a algunos de los habitante de la localidad, a quienes incomoda la presencia de gente ajena al pueblo y que además vienen a revolver las mansas aguas en la que reposa la aldeíta, remanso de paz (la paz de los cementerios) al haberse deshecho de los seres molestos que se negaban a comulgar con hostias falangistas y similares. En torno a ellas, y a su pretensiones, se da una antipatía que en ciertas ocasiones se hacen explicitas. Significativo, como la vida misma, resulta que algunas calles de la localidad sigan manteniendo nombre de personajes franquistas y en las paredes de la iglesia pueda leer los nombres de los caídos por Dios y pos España, los de la anti-España reposan en fosas, que según piensan las dos mujeres son algunas más de las ya contabilizadas. El hotel al que ha ido a parar Paula es el de los Beatos, y ciertamente la mujer ha ido a caer el ojo del huracán, ya que la familia, cuyo apellido no responde a ningún criterio emparentado con la santidad, tiene peso en el pueblo, peso y poder conseguido por acumulación de los patrimonios de otros que fueron hechos desaparecer.
La atmósfera envolvente se ca cerniendo sobre Paula que va conociendo, el recurso de un cuaderno puesto en sus manos es esencial, los avatares de la familia, los parentescos reales y los adoptados, por ciertas relaciones fuera de norma, elaborando un árbol genealógico que nos lleva a conocer a los muertos, asesinados, y a los vivos que han vivido mejor a costa de los muertos. Oímos las voces de los fusilados («todo el mundo sabe que los asesinaditos no dicen ni mu, pero a mí me ha apetecido darles la palabra») y se nos da a conocer a los responsables de dichas muertes y a los colaboradores de las tropelías cometidas al por mayor. La dureza de lo descrito toma las páginas en un relato de los tiros, y las zanjas que va a acompañado de las explicaciones de los responsables que justifican las muertes de los indeseables: el maestro, un locuaz brigadista, y algunos otros a cuya asamblea subterránea asistimos.
No cabe ignorar, aunque evitaré caer en spoiler, la violencia contra las mujeres que alcanza cotas de bestialidad sádica, en un balanceo entre Eros y Tánatos que desemboca en un festival de crueldad; «te ahorro los detalles por puro egoísmo: no quiero que nadie crea que el hecho de escribir aberraciones me convierte en una personas aberrante»… algunas voces no se recatarían a la hora de decir: por meterse donde no les llaman, por revolver en donde no se debe, etc.
Si el otro decía filosofar con el martillo, Marta Sanz escribe con la piqueta y une lo narrado con un estilo sin abalorios, que resulta cortante y eficaz para dar cuenta de las duras verdades que se van expresando; no está de más señalar cómo la escritora va soltando algunas reflexiones y afirmaciones que resultan programáticas en lo que hace a su poética: «yo, que estoy segura de que con el lenguaje se ejerce la violencia, de que siempre escribimos contra otro…», contra los vástagos de nuestros embalsamadores, salvadores de la patria que «sonríen en la foto, ocupan su escaño en el Parlamento, apelas a nuestra descendencia […] aprenden a contar hasta uno, rezan en las plazas públicas, apuntan al corazón de la cierva con la mira telescópica. Bucan criados. Señalan a las mujeres muertas – infanticidas, brujas, mentirosas – y a los niños perdidos – asesinos, sacrílegos, analfabetos -…», en una reivindicación si paliativos de la novela política: «ensuciaremos la literatura con panfletos y los panfletos con la literatura porque las palabras no son un cuarto que pueda desinsectarse con lejías».