Por Iñaki Urdanibia

«Escribo lo que ha sucedido, y cómo es ahora […]. Escribo lo que ha sucedido hoy y lo que ha dicho cada cual. Escribo lo que pasa y cómo ha sido. Leo y repito una decena de renglones. Copio lo que leo y lo compruebo»

Más de setecientas páginas, de letra menuda, que no dan lugar al respiro, a lo más a algún que otro suspiro; páginas en las que no hay palabras, ni frases, de relleno. La intensidad de la experiencia padecida es narrada en primera persona por Damir Ovcina (Sarajevo, 1973) en su «Plegaria en el asedio», publicada por Automática Editorial.

Somos situados en la guerra de Bosnia y el narrador, el mismo escritor, relata cómo partes de la ciudad de Sarajevo fueron cayendo en manos serbias, siendo él un muchacho adolescente de apenas dieciocho años, y siendo obligado a colaborar con los invasores en la construcción de trincheras, en labores de vigilancia y en el entierro de cadáveres; vivencia particular que no fue exclusiva suya sino que sufrieron no pocos ciudadanos del lugar; ciudad mártir que dejó más de diez mil muertos y numerosas violaciones, ¡Sarajevo, la muerte!. Al joven le pilló el asedio, que duró cuatro años, en su interior, y su prosa da cuenta de ello con un torrente de frases que describen la realidad al tiempo que los sentimientos y cavilaciones que en su interior se suceden con velocidad de vértigo, como el repiqueteo de las armas automáticas; nada de abalorios en una novela que costó al autor veinte años de rumia, ejercicio de anamnesis y escritura. Una primera persona que responde a las vivencias del propio Ovcina, y también a situaciones vistas u oídas, que sin haberle tenido como protagonista bien podrían haberlo tenido, lo que hace que se dé un coro de voces, anónimas, anonimato al que únicamente escapan al ser se nombrados, los oficiales y policías serbios (¡los crueles Bulgaria y Zilmar!, o el llamado Patata o Cebolla, y Rato, Mina, Miro, Milab, Petar, Vinko,…) y, por supuesto, los nombre de las calles, edificios y plazas sarajevitas, lo que va completando el cuadro, más bien los cuadros, ya que los acontecimientos son numerosos y complejos y la mirada se torna así plural, y los olores y los sabores invaden las páginas.

El viaje a una sucursal del infierno nos es entregada en un ambiente cargado que se torna creciente, haciendo la atmósfera irrespirable, con los controles de las patrullas de los serbio-bosnios que hacen ostentación de su vigilante y armada presencia impidiendo los libres movimientos de la población, patrullas de militares y policías, con uniformes variopintos, de todos los colores, barricadas, sacos de arena, vallas, tiendas saqueadas, escaparates cuyos cristales están hecho añicos, el celo de los francotiradores, granadas, morteros, fuego, sirenas, explosiones, tiros y ráfagas, comienzan a ser la banda sonora de la ciudad hasta adueñarse finalmente de ella; el caso es que si a alguien le pillan en una zona dominada por los serbios en un barrio de la ciudad, allá se queda como si fuera un prisionero, sin poder volver a su domicilio, como le sucede al propio protagonista de la novela, que hallándose de visita en el barrio de Grbavica quedó allá atrapado durante casi cuatro años; «no puedes ir ahora allí, es otro Estado». Mano de obra dedicada, en forzados y disciplinados batallones de trabajo, en régimen prácticamente de esclavitud, destinados a tareas de elaboración de trincheras, o de recogida y entierro de cadáveres; culpables sin culpa, responsables sin responsabilidad, cuyo único delito era el ser, el vivir y el haber nacido; maltratados a golpes y considerados rehenes enemigos (mahometanos, turcos, espías en acto o en potencia). Sabido es, y en las páginas queda patente, que cuando se une un grupo tras estandartes e himnos, en este caso banderas tricolores – azul, rojo y blanco -, acompañadas de negras con calaveras, y el águila y la cruz serbia que anuncia la república srpska bh s s s s (solo la unidad puede salvar a los serbios), éste intenta imponer una versión única de la historia y la genealogía del lugar, borrando cualquier diferencia, discriminado por no tener un apellido bueno, los valores humanos quedan arrinconados, adueñándose la barbarie y el salvajismo. Lo contrario de civil es militar, lo contrario de civilizar es militarizar, que decía el otro. Esto es llevado más lejos si se trata, como es el caso, de una operación de limpieza étnica que para llevarse a cabo ha de eliminar los documentos de la singularidad, ocupando en tal tarea el dominio de los cuerpos, en aplicación de una biopolitica que tiene como centro privilegiado a las mujeres. Y la ciudad se ve dominada por el temor, la sangre y el luto. Y el latrocinio, presentado como impuesto o ayuda para la causa, realizado por medio de asaltos brutales a domicilios, lo vemos convertido en moneda al uso. ¡La bolsa o la vida!

Desde las primeras páginas, la enfermedad de la madre como posible metáfora de la enfermedad bélica que invadirá el país o los países balcánicos, las noticias de la prensa (que si tensión en Bosanski Brod, cañones en el fango de Eslavonia, que si tregua en Croacia, policías trasladados de Sarajevo a Posavina… o declaraciones de que el pueblo serbio no ha de perder el estado común; solo la unidad salva a los serbios, reitero, es el lema de estos últimos, y más tarde, la seriedad d la presentadora televisiva anunciando el bloqueo serbio de Sarajevo a raíz del referéndum sobre la independencia en Bosnia) dan cuenta de los problemas, tensiones y enfrentamientos crecientes que se daban en diferentes zonas del país, lo que no auguraba, no obstante, que las cosas alcanzarían los nefastos niveles que alcanzaron. La oscuridad, en contraste con la blanca nieve de los tejados y las calles, pasa a dominar la vida de la población y los personajes buscan cómo resistir a las botas omnipresentes en su brutalidad; si domina, como digo, lo oscuro, se da no obstante, una luz que contrasta y que abre cierto horizonte de esperanza, apostando por el futuro, por la vida; «Cierto que la situación es difícil, pero también hay elementos bonitos». Y la escritura, plasmada en las anotaciones de las noticias, que clasifica en protagonista en su diario, como testimonio y como instrumento de la verdad; «¿Hay alguna palabra, declaración, dicho o ruego, por no decir plegaria, que pueda serme útil en mi difícil situación?».

Damir Ovcina muestra su detallismo tanto en lo que hace a los lugares transitados como a diferentes aspectos de la vida de los personajes, y lo hace con una prosa, reitero, despojada de cualquier forma de manierismo, de adornos que pudieran embellecer el horror; una prosa que casa con los sentidos, con las sensaciones que se suceden en el ambiente, que toma el pulso al enfrentamiento bélico y a la vida de los civiles, auténticos paganos de la contienda, pues la guerra no enfrenta solamente a los uniformados y armados en delimitados campos de batalla.

Los desastres de la guerra han sido fuente de inspiración y denuncia para el arte y la pintura: ahí están los Goya, Picasso, Otto Dix, George Grosz, en lo que hace a la segunda; en lo literario, desde Homero y Virgilio, y sus sucesores Herodoto, Polibio, Tucídices o Jenofonte, hasta Lev Tolstói, Henri Barbusse, Romain Rolland, Eric Remarque, Ernst Jünger, Arnold Zweig, Vassili Grosmann… ahora, sin exageración alguna, puede añadirse a la nómina, con todo merecimiento, el nombre del escritor del que hablo, con esta, su primera novela que ha sido premiada con diferentes galardones: el premio Hasan Kalmija a la mejor obra en prosa del país y el Mirko Kovac en 2016, uno de los más importantes de la región, reflejo inmediato del éxito de lectores que logró en Bosnia u Herzegovina.