Por Iñaki Urdanibia

Tres tiempos, tres historias que en su complementariedad ofrecen un retrato de unas circunstancias de una época del país latinoamericano, es lo que Martín Kohan presenta en su «Confesión», editada por Anagrama. La primera, titulada Mercedes, presenta las cavilaciones de una muchacha acerca de ciertas tensiones, remolinos, corporales que siente al ver pasar por delante de su ventana al hijo del dictador Videla; obviamente éste todavía no había llegado a ser el presidente del país, ya que estamos en 1941. La muchacha Mirta López confiesa su desasosiego, su hormigueo, su a su confesor, el padre Suñé, que escucha la exposición titubeante y turbada de la muchacha, no privándose de recabar más detalles sobre el estado de desasosiego que le narra la muchacha. No cabe duda de que al padre Suñé, como a todo confesor que se precie, le encanta enterarse de detalles concretos de qué supone el desasosiego que dice sentir la chica, más si los detalles que se le narran, como es el caso, entran dentro de los dichos pecados al sexto mandamiento. ¿Ha habido malos pensamientos? ¿Tocamientos?¿Frotamientos? ¿De qué tipo, hasta dónde…? Son varias las visitas de Mirta que va entregando diferentes detalles, aunque a veces se mantiene en un grado de indefinición no por voluntad sino porque se halla en una situación parecida a aquella que señalase Ortega y Gasset: lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa. Todo concluía con la penitencia en aumento de la repetición de padre nuestros y salves, que en su monotonía llevaban a la penitente al desvarío de cambiar las palabras o entrecortarlas hasta darles un sentido distinto al establecido; los preámbulos a la sentencia de la pena a cumplir por parte del pater no tienen desperdicio: Satanás y sus sibilinas tentaciones, en especial en lo referente al asunto de la carne, y el estado vigilante, ojo avizor, que se ha de mantener para evitar caer en la tentación… al contrario de lo que sentenciaba Oscar Wilde: que lo mejor de una tentación es caer en ella.

La obsesión de la muchacha hace que busque la manera de acercarse al hijo de Videla acudiendo a la misa a la que va la familia del militar en pleno, y también busca en diferentes ocasiones tropezarse, es un decir, con el joven que avanza erguido, con seguridad y con una elegancia reluciente tanto en sus camisas como en sus radiantes zapatos.

Entre confesiones, reflexiones y rumias, se cuela el río de la Plata y sus diferentes afluentes que son descritos en un viaje propio de la hidrografía, incidiendo en que los nombres que recibe el río y el propio país no responde al brillo de la plata sino que responde más a los tintes y blandura pegajosa del barro.

Al final Mirta, perdida toda ensoñación y esperanza con respecto a su admirado Videla ya que éste se ha casado con una dama de alto standing conoce a un ser sudoroso cuyas camisas dan la imagen de la arruga y la humedad, Damián Solana, con quien acabó contrayendo matrimonio; un buen hombre cuya inocencia era excesiva hasta el punto de que no se enteraba de lo que a su alrededor sucedía.

La siguiente entrega, Aeroparque, se sitúa en 1977. Acompañamos en esta escena a un comando de revolucionarios del Ejército del Pueblo, brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores, compuesto de tres militantes: Pepe, David y Martín que usan nombres de guerra que ocultan sus verdaderos nombres, y que tienen una casa de apoyo en el domicilio de Érica. La Operación Gaviota que están preparando les hace entrar en las cloacas de la ciudad hasta llegar a la altura del aeropuerto del que va despegar el teniente general Jorge Rafael Videla con su séquito de ministros y otros burócratas, para allá colocar una carga de explosivos (dinamita, quince kilos de trotyl y cincuenta kilos de gelamón); el propósito es colocar dicho material a la altura de mitad de la pista de despegue. Conocemos las normas de clandestinidad a la que se somete el grupo y sus manejos de cara a llevar el material e instalarlo para lo que han de recorrer las cloacas de la ciudad, usando alguna embarcación que cargue con lo llevado hasta la boda de entrada de la alcantarilla por una furgoneta trucada; siempre ojo avizor para no levantar sospechas entre los transeúntes o posibles soplones. Todo estaba dispuesto de manera milimétricamente organizada y los apoyos externos al trío, los pisos y vehículos preparados para la huida y los sistemas de hacer explotar los ingenios nos son desvelados… llegado el día, el 18 de febrero de 1977, las cosas no sucedieron como estaba previsto aunque el estallido de parte de la carga hizo que se extendiese el pánico y las medidas de control policial se amplían al mismo tiempo que la prensa clama contra los terroristas que atentan a la paz (de los cementerios) que reina en el país bajo la bota militar de Videla… los calificados como terroristas declaran no ser terroristas sino que tratan precisamente de detener el terror del Estado, erigido en forma de gobierno (al paso de las páginas las sombras de las detenciones, de las desapariciones, algunas con nombres propios como la del escritor Raoul Walsh o el del que da nombre el comando presentado: Benito Urteaga).

Plaza Mayor es el nombre de la tercera historia y en ella vemos a Mirta López, viuda ella, que está ingresada en una residencia, que juega a las cartas con su nieto; entre jugada y jugada, va desgranando a su nieto la historia de su hijo Ángel, y la del padre del muchacho. Era un buen chico su padre pero se dejó engatusar por las malas compañías cuando comenzó sus estudios de Derecho. Ella sospechaba que su hijo se traía algo oscuro entre manos, mientras que su marido tan plácido le respondía ante tales sospechas que ella veía demasiadas películas… Las sospechas aumentaban cuando iba a visitarles y usaba su teléfono lo que le mosqueaba a la señora que oía, a pesar de la voz baja de Ángel, ciertos nombres que le resultaban desconocidos; ella llegó a la conclusión de que las llamadas desde su casa, limpia, era para evitar la vigilancia policial, al igual que los nombres que seguro que no respondían a la auténtica identidad de los amigos que habían embaucado al hijo que era tan bueno como su padre, y al que usaban –  según pensaba – como recadista y emisario… ¿para qué le habría puesto el nombre de Ángel? La señora se puso en contacto con un coronel, Vilanova, con el que su marido había establecido unos lazos de amistad en algún viaje a la capital y, de rebote ella se había relacionado con la esposa del militar que respondía al nombre de Nelly… Tras algunas pesquisas Mirta López cuenta a su nieto cómo fue con la copla del lugar de reunión en que se iba a juntar su hijo con los amigos… Después, la redada, los muertos, los detenidos, y la absoluta falta de noticias del hijo desaparecido.

La novela, que no da respiro, se comporta de manera capicúa: de confesión a confesión, y el dolor, la culpabilidad y los remordimientos que empujan a confesar las faltas cometidas en aquellos tiempos oscuros de botas, tanques, detenciones, torturas, disparos, desapariciones…