Por Iñaki Urdanibia.

Lectura de la primera novela, recién rescatada, de la escritora californiana.

Hay escritores, y escritoras claro, en torno a las que se cera un aura que las etiqueta como de culto, como musa de otros colegas, con lo cual a veces parece limitarse su valía, con tal tipo de encasillamientos; es el caso de Joan Didion (Sacramento, 1934). La actividad de esta mujer se ha desplegado por el periodismo (colaborando con sus artículos en Life, The New York Review of Books o Vogue) siendo considerada como una de las componentes del “nuevo periodismo” junto a los Tom Wolfe y compañía [hay una estupenda recopilación de once cónicas, que abarcan de finales de los cincuenta hasta los ochenta, bajo el título de L´Amérique, obra editada por Grasset en 2009, en la que cual avezada sismógrafa Joan Didion va a la busca de los hippies, de los Doors, de John Wayne, los Black Panters, o de Charles Manson, etc.], el ensayo, guionista de cine la narrativa. El salto a la celebridad le llegó, al menos para un amplio público, con la publicación de su conmovedor El año del pensamiento mágico (2003 / Random House, 2015), obra en la que relataba con reseñable distancia emocional la muerte repentina de su marido, el también escritor, John Gregory Dunne; verdaderas lecciones de duelo y de superación, de resiliencia que diría el otro, con las que obtuvo el prestigioso National Book Award; escribir para sobrevivir.

Su carrera había comenzado con la publicación de Run River, en 1963, novela que ahora aparece traducida al castellano: Río revuelto (Gatopardo, 2018). La escritora no había cumplido los treinta años cuando ya dejaba ver cierta firmeza en su escritura, consolidación y confirmación, de las maneras apuntadas, que llegarían más adelante. El escenario es el de su geografía de nacimiento, y las frases cortas, acompañadas de medidas dosis de lirismo y enredadas en las redes de la ironía, ya son la norma de la narración, y con tal bagaje somos situados en el último año de la década de los cincuenta del siglo pasado, en medio de las relaciones de una pareja compuesta por Lily Knight y Everett McClellan, cuyos precedentes familiares había estado compuesto por pioneros. Las cosas del azar y de la naturaleza, tanto monta, hace que aquel verano de 1960 sea de una torridez devastadora lo que va a suponer el definitivo derrumbe del imperio que anunciaba quiebra, en medio de traiciones, zancadillas enmascaradas en lindas palabras o en sonoros silencios. Esta situación nos catapulta a una veintena de años ante, cuando ya comenzaban a vislumbrarse algunos síntomas de lo que más tarde llegaría… desde el tiro, que a modo de señal de salida, abre el relato y, en capicúa, lo cerrara… si el otro cantaba que la mató porque era suya, en esta ocasión el muerto es el amante de su mujer, Lily que ve la escena cuando llega corriendo hasta el río y ve a su marido, Everett con su colt 38 en la mano junto a un hombre yacente, Ryder Channing, que era el reverso del modo de pensar y actuar que el despechado marido, que representaba los valores habituales de la zona, las fértiles orillas del Sacramento, mientras el fallecido era la imagen de la nueva era industrial.

La escritora nos hace conocer cómo surge la relación de la pareja, la posterior boda y los hijos. Él es movilizado y va a la guerra mientras ella queda acompañada de la soledad y de los parientes de su marido con los que no congenia para nada. A la vuelta de Everett la cosa no va bien, y la relación se ve enturbiada con hipocresías, mentiras, engaños y desilusiones a lo que viene a sumarse el incendio del horno de lúpulo

Si el inicio puede llevar a pensar que nos las vayamos a haber con las cuitas de una pareja como otra, el despliegue irá dejando ver el retrato de una América que sueña, desde los tiempos de la desaforada búsqueda del oro que tenía como horizonte California como el soñado Eldorado. En la fecha ya nombrada, en la explotación familiar del lúpulo, Everett McClellan, es quien se encarga del rancho, mas los sesenta anuncian en aquel país de las barras y estrellas nuevos aires, y del mismo modo que los tiempos gloriosos de los negocios comienzan a declinar en paralelo se desarrolla el declive de la pareja, a la que podría aplicársele aquello que cantaba el bardo de Sète, George Brassens, interpretando a Louis Aragon : il n´y a pas d´amour hereux. Desde luego el dardo contra el amor romántico es potente.

La orilla del río como testigo enmudecido de la violencia (asesinato, suicidio, ahogo…), de sentimientos enfrentados, y a la furia que acompaña a la destrucción del imperio; la utilización, atinada, del retrovisor por parte de la escritora hace que penetremos en los entresijos de la genealogía y el desarrollo de los sueños que devienen pesadilla; y el drama que nos es entregado con el retrato de madres, hijas, hermanas que se balancean entre las funciones de quien llevan el protagonismo en sus manos o son víctimas en un cruce de tensiones, desilusiones, amores y desamores, y en ese terreno – conste que como prácticamente en todos los que pisa – Didion, como el otro, pisa fuerte… que reflejan el fin del sueño americano en la dorada y adorable California, cuando las grandes plantaciones señoriales, con sus tradiciones y sus Biblias, se vieron desplazadas con la presencia de las grandes industrias, los negocios inmobiliarios, las invasoras urbanizaciones.

La escritora entrega una historia en la que planea, con su pesada presencia, una honda melancolía del fin de una época dorada, y lo hace por medio de logrados flash-backs, centrada en la intimidad de una pareja y su entorno familiar y laboral, tanto monta, y el cruce, sin crujido, de una toma de pulso de los cambios socio-políticos.