Category: JOSEPH ROTH


Por Iñaki Urdanibia

Joseph Roth, el desmoronamiento de un mundo

Joseph Roth, Tela de araña, El Acantilado, 2002.

Joseph Roth, La Cripta de los capuchinos, El Acantilado, 2002.

Joseph Roth, Fuga sin fin, El Acantilado, 2003.

Es claro que ningún sesudo trabajo de sociología ha recogido con tanto acierto los enormes cambios que se sucedieron en los primeros años del siglo XX, en todo el mundo y más concretamente en la Austria de entonces, como lo han hecho los textos literarios de Robert Musil, Stefan Zweig o Joseph Roth. En ellos se da medido testimonio – a través de memorias y textos basados en la experiencia vivida – de las distintas formas de reaccionar de los individuos en los distintos ambientes, de despedirse del mundo que se hundía, de acomodarse a los nuevos valores que comenzaban a asomar pero anclados en los heredados de las generaciones anteriores («todo lo que crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, todo lo que desaparecía tenía necesidad de mucho tiempo para ser olvidado»). Uno de los más fieles testigos de este gozoso apocalipsis, del que hablase Hermann Broch refiriéndose al periodo terminal, 1848-1918, del imperio de los Habsburgo, fue sin lugar a dudas este escritor de breve vida del que se habla en esta página.

Un judío errante

Joseph Roth fue además de testigo de una época, víctima de ella también. Podría afirmarse que en su persona confluían todas las características que revestían a los súbditos del imperio austro-húngaro de ciertas señas de debilidad, de verse convertidos en seres frágiles y vulnerables, y en potenciales cabezas de turco: pertenecía a la periferia – nacido un 2 de setiembre de 1894 en Brody, Galitzia, actual Ucrania -, a la de «los generosos proveedores de Austria… cuanto más pobres, más generosos»; de procedencia judía – como tantos otros entre los escritores de aquel lugar y época: Schnitzler, Kraus, Zweig, Broch – en aquellos años en que la furia antisemita comenzaba a aflorar con rabia;… su delicada sensibilidad le hacía sentirse raspado por el mundo, y en su vano intento de hallar consuelo se dieron cita la huida y la botella (falleció, este santo bebedor, el 27 de mayo de 1939, en el hospital Necker de París, consumido por el alcoholismo).

La confluencia de estos factores se deja ver en sus novelas y en sus protagonistas: seres desarraigados, perseguidos, exiliados y, algunos, enganchados al alcohol como posible forma de escapar al suelo móvil – cual tierras movedizas – que se hundía bajo sus pies. Así se ve en el protagonista de Fuga sin fin (1924), Franz Tunda; oficial austríaco detenido por los rusos, que logra escapar del encierro y se hace pasar por un polaco – cambiando de apellido en sus falsificados papeles – y pasando por peliagudas situaciones… sospechoso de ser espía rojo en manos de los guardias blancos, y poco después de lo contrario en manos de los bolcheviques… él que lo único que perseguía era volver a su tierra natal, en la que esperaba su novia Irene, se ve tragado por la revolución, con la que colabora por amor – primero hacia Natascha, luego se enamoraría de Alja – desempeñando distintas misiones; viajes a Moscú, en donde ve el inflamado espíritu revolucionario, a Bakú, donde, a la vez que trabaja en la elaboración de documentos de carácter científico, observa el tránsito de los barcos. Uno de ellos con viajeros extranjeros le incitará a recomenzar el viaje inicial hacia su tierra… ya en Viena, será «un joven anónimo, sin importancia, sin título, sin dinero y sin profesión, apátrida y sin ningún derecho»… que verá cómo «se derrumbaban las leyes eternas» y otras muchas cosas… resultará así un desaparecido en su patria desaparecida; tal vacío le llevará a buscar la salida en otras partes: Berlín (donde se pintan escenas a medio camino entre Dreigroschenoper y la grandilocuencia de Sissi), a París, y a encadenar numerosas -y muy interesantes- preguntas acerca de la cultura europea; y… a la postre, al encuentro consigo sí mismo («estaba en el centro de la capital del mundo, y no sabía qué hacer. No tenía profesión, ni amor, ni alegría, ni esperanza, ni ambición ni egoísmo siquiera. Nadie en el mundo era tan superfluo como él»).

El humus del desastre

En La tela de araña (1923) nos sitúa el autor en los ambientes militares. Los cuarteles eran el lugar privilegiado para el desarrollo del resentimiento de los militares alemanes sometidos a unas humillantes condiciones tras el final de la primera guerra mundial… en tales garitos, o garitas si se quiere también, se cocería a borbotones el revanchismo que engordaría las ideas, y las organizaciones, de extrema derecha. ¡Todo por la patria, y su pureza!

Quizá la más lograda toma de temperatura y del pulso de la vida de la capital vienesa (aquella Kakania de la que hablase Musil) nos la entregue el protagonista – alter ego del propio escritor – de La cripta de los capuchinos (1938). Una amplia mirada que muchas veces se detiene en los detalles y en las anécdotas cotidianas para dar cuenta del ambiente que se respiraba en el normal discurrir de la capital de aquel imperio que por entonces comenzaba a hacer aguas. Karl Joseph, baron Trotta von Sipolje, se ve elevado a un rango que su familia originariamente no poseía; gracias al comportamiento de sus antepasados los favores del emperador van a hacer que el estatus social de éstos suba como la espuma, de modo que desde las humildes tierras proveedoras de la periférica Galitzia se van a ver desplazados, afortunadamente, a la mismísima capital. Allá, en las tabernas, las tertulias con los amigos se van a comportar en medio de la irresponsabilidad y la frivolidad más absolutas. La visita de un primo, castañero y capaz de sacar monedas de debajo de las piedras, y posteriormente de un cochero judío que pretende que su hijo estudie música, van a ser los hilos que sigan uniendo a Trotta a sus casi olvidadas raíces. El paso del tiempo va a ir desencadenando nuevas situaciones, llevando a aquellos jóvenes contertulios a los umbrales de la muerte: el estallido de la primera guerra mundial.

Roth juzgaba que aquella guerra se había visto bautizada con un acertado nombre, ya que en ella cada uno había perdido su mundo, y así nos lo va a hacer saber a lo largo de las páginas de esta certera novela. El protagonista se va a mover entre la guerra y el amor a su madre y a su novia. Su movilización le va a impulsar a ir a la guerra pero junto a sus seres más cercanos – su primo y el cochero – y buscar allá la plasmación de la aventura y el patriotismo de los más auténticos y no «el de los bailarines de vals». Rota la intimidad y la rutina doméstica, la sangre, la prisión, y las huidas tomarán cuerpo… hasta la vuelta al nuevo mundo en el que los negocios van a esperar al recién llegado del campo de batalla. En la nueva Viena, nuevas batallas domésticas, comerciales, etc., le van a esperar a este desubicado ser que trata de seguir uniendo su destino a las raíces imperiales; de ahí, las visitas al panteón imperial, y de ahí también el título de esta logradísima novela que refleja una situación determinada, con un particular modo de reflejarla: «sólo se accede a la verdad a partir de una minuciosa observación de la realidad» había afirmado ya once años antes de la publicación del libro este escritor, cuya mente estaba abierta al mundo y que postulaba el deber del escritor de ser probo con él.

Es justo destacar, para terminar, que en el desempeño de tal empresa la cabeza del escritor estaba coronada de un contradictorio vaivén en lo que hace a sus posicionamientos políticos, lo que no quita en absoluto la pertinente escritura de ese ser que reflejaba en su prosa lo que llevaba dentro de sí, lo que casaba con las circunstancias externas; él que se había convertido en habitáculo del sufrimiento mismo y de la solidaridad hacia los otros seres sometidos a la misma condición despojada… significativa de su manera de ver la vida y el mundo, su descripción, e interpretación, de una corrida de toros en la plaza de Nimes… en la que ve en la sangrante víctima «la encarnación de todos los mártires de la historia del mundo» y en los ojos del astado «un relámpago del dolor de los ojos del crucificado». ¡Roth, el dolor ante el derrumbe de un mundo!

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El exiliado Roth

+ Joseph Roth

La filial del infierno en la Tierra

El Acantilado, 2004.

La escritura de uno de los más sobresalientes representantes de la literatura mittleeuropea de entreguerras, me refiero a Joseph Roth, viene marcada por el hundimiento del imperio austro-húngaro y por la huída de los judíos hacia el occidente europeo, debido a los negrísimos nubarrones que anunciaban abundancia de sangre. Ahí están Fuga sin fin o La Cripta de los capuchinos, entre otras, como muestra de lo que indico.

Su condición de judío, y también de humanista y amante de la cultura, hizo que él mismo hubiera de escapar ante el asfixiante ambiente que se estaba creando en Alemania, su destino fue París donde tardó seis años en morir consumido por el alcohol (La leyenda del santo bebedor, es una de sus obras más emblemáticas). Su partida coincide con la llegada de Hitler y sus huestes al poder. En el libro que acaba de ver la luz, en la constante y encomiable tarea que de un tiempo a esta parte se ha tomado la barcelonesa El Acantilado por dar a conocer todas sus obras, se reúnen más de una treintena de artículos escritos entre 1933 y 1935, en distintas revistas y periódicos, y cuatro cartas que escribió a, otro que tal bailaba, Stefan Zweig. Ya el propio título, y el subtítulo, es lo suficientemente explícito para saber con qué nos las vamos a haber. La fuga como material generado por las hogueras organizadas por los vándalos que, incitados por su ministro de propaganda, quemaban los libros a falta de sus autores y apilaban igualmente en la pira todo aquello que sonase a cultura, a humanidad, a judaísmo, y hasta a cristianismo… siempre que todo (casi) ello no fuese ligado a la pureza aria; ya decía el viejo Heine que se empezaba quemando libro y se acabaría quemando personas. Salto al vacío, si se tiene en cuenta la presencia en el campo de la escritura, de la edición, y de las artes, amén de en el campo filosófico, que en la conformación de la cultura germánica habían jugado personas de procedencia judía; como señala con detalle el enfurecido Roth.

El libro se convierte así en un alegato potente contra la brutalidad de los Goebbels y su embravecida hueste de camisas pardas. Desde la primera intervención en la que aclara sin tapujos su postura con respecto a un gran escritor, representante del exilio interior (?), Gottfried Benn, que aceptó algunos cargos literarios bajo el Tercer Reich, y en su defensa se permitía reprender a quienes habían huido de la patria (concretamente a Klaus Mann)… sin demasiado motivo, ya que según él si se llegan a quedar no les hubiese pasado gran cosa (sic!)… hasta la última en la que la emprende con el dinamismo de los nacionalsocialistas, el cual «conduce a un vacío estremecedor. Sólo el dolor que no conocen y que es lo único capaz de redimirlos, podría hacer que algún día fueran mejores. Quizás el del Juicio Final. Hasta entonces, dependiendo de si somos soldados o sacerdotes, sólo podemos combatirlos o rezar por ellos. O ambas cosas»… precisamente a lo largo de todos sus artículos el bueno de Roth (sin ocultar su conservadurismo) no hace otra cosa que rezar y combatir contra la ruina que los nazis sembraban en Alemania, y luego sembrarían más allá de sus fronteras. Aspectos relacionados con la literatura, con la mitología germánica, con las patas largas de la mentira, con las tradiciones religiosas, con el desprecio a todo lo que oliese a cultura… son repasados por el autor bajo el prisma de que «el “Tercer Reich” de Hitler atemoriza al mundo europeo únicamente porque ha tenido el atrevimiento de consumar lo que siempre se propuso Prusia: quemar los libros, matar a los judíos a golpes y falsear el cristianismo». ¡Al por mayor!

La transformación de un mutilado

+ Joseph Roth

La rebelión

Acantilado, 2008.

Quien en principio era un conformista de tomo y lomo va a desembocar en un ser que rechaza con rotundidad absoluta todos los valores consagrados que antes había defendido a capa y espada y contra viento y marea. Andreas Pum es un mutilado de guerra condecorado por el gobierno, al que se ha concedido, por otra parte, una licencia para poder tocar el organillo por las calles de la capital austríaca. Ese ex-combatiente a quien le faltaba una pierna, y había de caminar renqueante con una pata de palo y con sus correspondientes muletas, llevaba tal lamentable estado con orgullo patrio y era un encendido defensor de los gobernantes como ejemplo de bien hacer, y como defensores terrenos de los valores del Altísimo. ¡Viva el orden!

Así las cosas su furia se dirigía contra todos quienes osaban criticar al gobierno, siendo tachados por él de infieles, englobando bajo dicha calificación a todo tipo de rebeldes, anarquistas, bolcheviques – términos intercambiables en su vocabulario que seguía el utilizado por el poder -, incluyendo también en tal conjunto a compañeros mutilados que exigían mejoras al gobierno y, por supuesto, a la tropa de falsos mutilados que simulaban tal estado para obtener ventajas. Nada le llevaba a rebotarse a él que era un verdadero mutilado, siempre esperando, y convencido de, que el gobierno decidiese lo mejor para él; su vida escasa, su precariedad en cuanto a su primitiva prótesis, su vivienda compartida con una pareja sin mucho futuro aparente que se buscaba la vida de cualquier modo, y día a día; todo era visto por él como el mejor de los mundos posibles. Parecía además que, llegando el frío invernal, la suerte la tenía de cara, cuando una recién enviudada se acerca a él para solicitarle la interpretación de una pieza melancólica, y la cosa acaba en boda.

Del mismo modo, no obstante, que el azar parece sonreírle todo se viene al traste cuando una conjunción de casualidades hace que un día en el tranvía – él que apenas lo tomaba – tiene un encontronazo con un caballero que critica a los supuestos mutilados, el cobrador del vehículo que se pone en su contra y un policía, que llamado ante el escándalo y la agresión a muletazos del que siempre se comportaba pacíficamente, acaba siendo agredido… el resultado: Andreas acaba en prisión, sin mujer, sin licencia “musical”, y hasta sin el burro que le ayudaba en sus tareas de transporte del organillo.

Andreas Pum pensando que todo había sido debido al azar de un malentendido y que las cosas volverían a su cauce, y esperando que hasta le pedirían perdón… se mantiene firme en su orgullo patrio, si bien viendo que las cosas continúan torcidas, deja de creer en el azar para pensar que el Estado (el más frío de los monstruos fríos del que hablase Nietzsche), el gobierno y hasta el mismo Dios no son más que máquinas de triturar individuos… cambia de manera de ver las cosas y de actuar… «consagrado a la muerte, seguía con vida para rebelarse: contra el mundo, contra las autoridades, contra el Gobierno y contra Dios».

Duro alegato contra el funcionamiento de la maquinaria burocrática y policial que anula a los ciudadanos, y les invade con sus cantinelas ideológicas… haciendo bueno aquello de que la ideología dominante es la de la clase dominante. El santo bebedor, Joseph Roth, con su habilidad característica nos pilla con su cambiante historia, y retrata una vez más, el tejido del imperio austro-húngaro en los momentos de la caída de éste, como ya lo hiciera en sus magistrales La Cripta de los CapuchinosLa tela de arañaFuga sin fin, por nombrar solo unas cuantas.

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La guerra como patria

+ Joseph Roth

Tarabas

Acantilado, 2007

La editorial barcelonesa, Acantilado, sigue invitándonos a asomarnos a los mares de la buena literatura. En esa línea, continua con la publicación completa de autores consagrados como clásicos, por ceñirnos a la literatura mittleuropea, me refiero a Stefan Zweig y Joseph Roth, más en concreto. Con respecto a este último, hace no mucho daba cuenta en estas mismas páginas de la novela que le lanzó a la celebridad, tomando como metáfora la figura bíblica del paciente Job, ahora se presenta otra escrita ya en su madurez (1934), cuyo protagonista – que da nombre al libro – ha pasado a engrosar los personajes clásicos de la novelística, en su papel de ser cuya única patria acaba siendo la guerra, y sus heroicos y despiadados valores.

Cuando el topos que sostiene a los ciudadanos se hunde, no me refiero obviamente a los aspectos meramente materiales, éstos buscan nuevas formas de acomodarse a la naciente situación. Esto es lo que pasó, coincidiendo con la primera guerra mundial, con el hundimiento del imperio austro-húngaro que parecía ser eterno y asegurar la manera de ver el mundo, de una vez para siempre en la más complaciente de las situaciones. La crisis provocada por el derrumbe, supuso el surgimiento de una asombrosa, por increíble, pléyade de creadores: en música (Schoënberg, Berg y Webern), en pintura (Klimt, Kokosha, Schiele), en ciencias (Einstein, Planck…), en escultura y arquitectura (Loos), en filosofía (Wittgenstein…), en escritura (Robert Musil, Kal Kraus o, hasta el mismo vaciamiento, Hugo von Hofmannsthal)… Pues bien, precisamente a la hora de dar cuenta narrativa de estos tiempos movedizos los dos escritores recuperados – nombrados en el primer párrafo – se las pintaban solos.

En el caso de Roth, ya antes había pintado las peripecias de distintos militares; uno, en veneradora visita al mausoleo del emperador (La Cripta de los capuchinos), los problemas de desubicación y del asfixiante ambiente macho-militarista (Final de partidaFuga sin fin…)… ahora retrata a un personaje que adopta los valores guerreros como eje de su existencia. En una situación bélica en los límites del imperio zarista y su frontera occidental, Tarabas vive en primera persona la brutal violencia que asola aquellos pagos; dejándose llevar por la ola, el hombre se convierte en el paradigma del incontrolado soldado que no se para ante nada, y que borra de su conciencia cualquier vestigio de los principios heredados. En situaciones límites hay reacciones inesperadas, e inexplicables con meros criterios racionales, y los humanos se ven abocados a lo mejor y a lo peor; agujero negro del sentido que todo lo asume y todo lo disgrega. Esto es lo que queda plasmado a las mil maravillas en el personaje creado por Roth.

El ambiente de violencia desatada es pintado por él, con la eficacia narrativa que le es propia. Dentro de estas detalladas descripciones destaca por ser capaz de transmitir al lector su más cerval brutalidad, el estallido y desarrollo de un progrom. El lector se ve absorbido por un remolino salvaje que le lleva – hablando en conradiano – al corazón de las tinieblas. Alzándose así esta historia local a la esfera de parábola universal en lo que hace a las maldades de la violencia, y de su expresión más suprema, la guerra.

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Joseph Roth, el verbo de la decadencia

El 27 de mayo de 1939 murió hospitalizado en París, el escritor – uno de los más destacados del imperio austro-húngaro – de Job, que se había convertido en un verdadero clochard, debido a la pobreza y al alcoholismo. «Así soy realmente maligno, borracho, pero lúcido. Joseph Roth»

Nombrar a Joseph Roth es nombrar la primera guerra mundial, a la vez el fin del imperio austro-húngaro, y los primeros destellos de lo que al cabo de los pocos años sería la barbarie nazi. Quien había nacido en un pueblecito de Galitzia, cercano a la frontera de la Rusia zarista, el 2 de setiembre de 1894, procedía de un padre austriaco y de una madre judía. En su país cursó sus estudios, finalizándolos, filosofía y literatura, en Viena.

Llegada la primera guerra mundial se alistó como voluntario en el ejército austriaco y fue detenido en Rusia, conociendo así de primera mano los tiempos, y las personas, de la revolución que entonces se ponía en marcha. Más tarde, liberado, volvería a su país y se dedicaría a escribir y al periodismo en distintos medios y en distintos países como corresponsal. La anexión de su país por los nazis hizo que comenzase su peregrinar, su vagabundeo que le hizo vivir en varias ciudades europeas en distintos hoteles y posadas de mala muerte hasta que se asentó – es un decir – en la capital del Sena que es en donde falleció. La pérdida de la patria (nacido en los márgenes fronterizos de un imperio, su condición de judío, su habla alemana… muestras todas ellas de su desplazamiento), a la que ha de sumarse la de sus seres queridos, entre otros su esposa, diagnosticada como esquizofrénica, que fue liquidada aplicándosele las leyes eugenésicas, hizo que la tristeza cobrase carta de naturaleza en su alma, junto a la nostalgia de unos tiempos pasados, más tranquilos, menos violentos y salvajes en su irracionalidad.

En muchas ocasiones sus escritos se cruzan con su propia biografía, y desde luego con el escenario histórico en el que le tocó vivir, o mejor padecer. Es así como en Fuga sin fin se puede ver a un soldado detenido en Ucrania que asiste como prisionero a los avatares de la revolución soviética; tras su vuelta encuentra su patria cambiada y así lo va a reflejar en su Tela de araña en donde el ambiente cuartelario anuncia el crecimiento de un desaforado nacionalismo que al cabo del tiempo vencerá en su expresión racista de los vecinos germanos y sus acólitos locales; sin olvidar su brutal Tarabas. Se ve que en los escritores de aquella geografía y de aquella época las atmósferas militares les resultaban fuente de inspiración como reflejo de lo que en ellos se fraguaba; me vienen a la cabeza Las tribulaciones del joven Törless de Robert Musil, o algún texto de Stefan Zweig.

Su experiencia en tierras soviéticas hizo que mirara al socialismo con cierta simpatía lo que le llevó a firmar algunos artículos suyos como Joseph el rojo, firma y elogios de los que luego se arrepentiría tras conocer algunos años después la evolución de las doctrinas iniciales a formas de dictadura nada admirables, ni justificables.

Este desencanto va a hacer que entre lo malo y lo peor su pensamiento, y su escritura, derive hacia un elogio de los buenos tiempos (alguna semejanza con los textos “históricos” de Stefan Zweig, y su mundo de ayer, son indudables), por los que va a mostrar una indisimulada añoranza como se puede ver en su La marcha Radetzky, y la continuación de la saga de los Trotta, en La cripta de los capuchinos. Desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siguiente se va a ver las relaciones de varios miembros de dicha familia con el emperador desde los campos de batalla hasta la tumba, de cuyo mausoleo toma nombre la segunda de las nombradas novelas.

La apuesta por el humanismo y la cultura va a ser una constante en su quehacer y es ello – como apuntaba líneas más arriba – lo que le va a llevar a oponerse a las supuestas salidas que únicamente llevan a la negación de los otros, a su eliminación física y cultural (sus obras eran quemadas en la Alemania dominada por el nacional-socialismo).

Si su condición de judío tuvo importancia en esta vida errante, fue malgré lui, ya que para él tal no era sino un mero accidente como escribiese a su compatriota y también escritor Stefan Zweig: «mi judaísmo nunca me pareció nada más que un atributo accidental, algo así como mi bigote rubio – que lo mismo podía haber sido negro -. Nunca sufrí por ello. Nunca me enorgullecí por ello». A pesar de esas significativas afirmaciones sí que se pueden ver en sus escritos leyendas judías revisitadas, y puestas en sus días, así la del santo Job, o concreciones varias del mito (?) del judío errante, o su descripción de los ambientes vividos en su niñez en medio de la comunidad judía. Precisamente de ese libro escribió alguien que de eso sabía mucho, Thomas Mann – recuérdese su José y sus hermanos – «no es posible hacer justicia a su sutileza poética, pero puedo responder de sus méritos literarios extraordinarios».

Y como el personaje bíblico al escritor le cayeron mil maldiciones que le hicieron desplazarse de un lado para otro, como señera figura del desarraigo, que supo plasmar en sus obras con verbo directo, sencillo y que llega al lector sin necesidad de esfuerzo por parte de éste. Y así transcurrió su vida hasta la entrega de su testamento que se abrió tras ser enterrado el muerto, La leyenda del santo bebedor, en la que se cruza la vida precaria y alcohólica de un clochard, que camina hacia el pago de una deuda hacia una francesa santa católica – Roth se había convertido al catolicismo en sus últimos años – … «denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte ».

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Joseph el rojo

+ Joseph Roth

El profeta mudo

Acantilado, 2012.

Tal es el apelativo con que se conocía al escritor fronterizo, nacido cerca de la muga rusa, de nombre Joseph Roth; hasta firmó algunos de sus artículos periodísticos con tal nombre; conste que lo del color no era, solo, por el apellido sino por la coloración de sus posicionamientos políticos. Su simpatía por el rumbo que tomaba el país vecino queda reflejada en algunas de sus primeras novelas. Luego vendrían los temas de los judíos errantes, ligada a referencias religiosas, para posteriormente finalizar en textos plenamente nostálgicos; a la vejez viruela, amén de la vida propia de un clochard, sumido en un alcoholismo galopante que acabó con él, su adoración hacia la desaparecida monarquía de los Habsburgo – la Kakania de la que hablase su odiado Robert Musil (el sentimiento era mutuo) – le llevó a hacer gala de un monarquismo místico y, desde luego, demodé. Mas esto es otra historia.

Roth como periodista cubrió la actualidad alemana desde su capital, ahí están sus elocuentes crónicas berlinesas; también le tocó viajar a la Unión soviética como enviado del periódico para el que trabajaba, el Frankfurter Zeitung. En 1926, nuestro hombre andaba por Moscú con el fin de realizar su trabajo e indudablemente amén de sus artículos le dio tiempo, y ocasión, para tomar el pulso que entonces comenzaba a respirarse en el país en los años posteriores a la desaparición de Vladimir Illich Ulianov, Lenin; fue en aquella época en la que se desvanecieron todas sus esperanzas en el socialismo. Eran los años en los que el ambiente comenzaba a hacerse irrespirable y en los que las fotos retocadas (¿invención del foto-shop?) eran el preámbulo de las persecuciones y el piolet posterior. En el libro, el narrador retrata la época que va desde la Siberia en la que pagan sus delitos los revolucionarios hasta los tiempos en que algunos de ellos, tras el exilio y la revolución, vuelven a ser conducidos a tales inhóspitos lares como castigo de sus supuestas desviaciones. El hilo que recorre la historia es la de Friedrich Klagan, copia de Trotski, que de luchar en primera fila es convertido en el eje de todos los males, en un ambiente de desatada desconfianza, de sospechas, de delaciones, etc.

Como es habitual en la escritura del autor de La Cripta de los capuchinos, la prosa avanza majestuosa y sin abalorios, llevándonos a penetrar en el corazón de las escenas presentadas que se van desarrollando en el relato biográfico que brota en un hotel de la capital,a raíz del desconocido paradero del tal Friedrich Klagan. Vamos siendo empapados de una tensión paradójica en la que se han de explicar las fidelidades revolucionarias, militantes a favor del pueblo y al valor del trabajo con el fin de evitar caer en desgracia… o en el nivel más bajo de ella, la tumba.

Una muy lograda novela que tiene la virtud añadida de resaltar las crecientes tendencias paranoicas -y conste que no estoy defendiendo una explicación psicológica- que luego llevarían a las desviaciones que todos conocemos.

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Roth de cerca

+ Géza von Cziffra

El santo bebedor. Recuerdos de Joseph Roth

Acantilado, 2009.

Recurriendo al título de una de las más significativas obras del escritor retratado, su amigo – destacado guionista y director de cine – nos entrega un libro que ya desde las primeras páginas nos hacen dudar entre si estamos sólo ante un santo bebedor, o también ante un santo mentiroso, un santo ficcionador, un santo poeta, o un santo tergiversador. Nadie que se haya acercado mínimamente a la vida de Joseph Roth pondrá en duda que el autor de La Cripta de los capuchinos era un borrachín de muchos vasos tomar – se desayunaba con vino y aguardiente – y ahí está su muerte parisina debido a un delirium tremens, pero también era otras cosas además de uno de los más grandes escritores del siglo pasado.

Desde que el autor de este libro conoció al escritor en una cafetería berlinesa («cafetería de las posibilidades infinitas»), oyó de su boca cantidad de historias que aun sorprendiéndole debía admitir como ciertas. Se acostumbró, no obstante, ante ciertas contradicciones, a confirmar la verdad o mentira de sus historias, y lo hacía a través de la consulta con otros amigos más antiguos del escritor, que le venían a decir que no es que mintiese sino que poetizaba la realidad hasta hacerla irreconocible. Saltos de fechas, de lugar de nacimiento o de cumplimiento del servicio militar, de graduaciones militares, de participación en la primera guerra, de la personalidad de su mujer, de cambios embellecedores en el relato de sus andanzas existenciales o hasta un constante oscurecimiento culpable de sus orígenes judíos.

Por medio de los tanteos, y las distintas comprobaciones, Géza von Cziffra nos planta ante la biografía del escritor, y ante sus manías a la hora de escribir, de vestir, de lucir, de relacionarse, etc. Como destellos, sin ninguna pretensión de seguimiento cronológico o exposición ordenada, nos van siendo entregadas las escenas, las anécdotas, las gracias a veces cercanas a lo insultante y sus salidas intempestivas con frecuencia provocadas por la ingesta desmesurada de productos etílicos que le hacían salirse de los pagos del comportamiento normal. Veremos sus órdenes acerca de qué sillas podían ser usadas y cuáles debían ser reverenciadas por haber sido asiento de célebres amigos o contertulios, entre los que desfilarán Brecht, Pirandello, Polgar, Zweig… Nos introduciremos en medio de las tertulias por diferentes cafeterías, vienesas, berlinesas, etc. Y asistiremos a las prédicas del narcisista y egocéntrico escritor en las que dejaba ver sus ensoñaciones elogiosas con respecto al fenecido imperio austro-húngaro, sus disputas con socialistas de distinto pelaje, y la defensa de ciertos aristócratas que a veces podían servirle para tapar los agujeros que iba dejando en los distintos locales frecuentados en sus correrías, así como para colmar su espíritu de grandeza tradicional.

El dolor del encierro de su mujer debido a su esquizofrenia paranoica – luego sería liquidada debido a las medidas higienistas nazis -, y la llegada de las huestes de Hitler, su marcha a París huyendo de las medidas antijudías van a aumentar ese dolor que se ahogaba en litros de alcohol, el dolor de este escritor que acabó como un clochard, añorando lo que para él fue el paraíso de la tolerancia y la libertad: el imperio de los Habsburgo. Y en la capital del Sena falleció y fue enterrado Joseph Roth (Poète Autrichien – 26/IX/1894 – 27/V/1939 -), sin que su tumba recogiese las palabras de Heinrich von Kleist que él desease como epitafio: «La verdad es que a mí no se me podía ayudar en la Tierra».

Por Iñaki Urdanibia

Nombrar a Joseph Roth es nombrar la primera guerra mundial, a la vez el fin del imperio austro-húngaro, y los primeros destellos de lo que al cabo de los pocos años sería la barbarie nazi. Nacido en un pueblecito de Galitzia, cercano a la frontera de la Rusia zarista, el 2 de setiembre de 1894, hoy Ucrania, procedía de un padre austriaco y de una madre judía. En su país cursó sus estudios, finalizándolos, de filosofía y literatura, en Viena.

Llegada la primera guerra mundial se alistó como voluntario en el ejército austriaco y fue detenido en Rusia, conociendo así de primera mano los tiempos, y las personas, de la revolución que entonces se ponía en marcha; llegó a simpatizar con aquel movimiento y se le conoció en aquellos años como Joseph el rojo, más tarde abandonaría tales simpatías al ver la deriva represiva que tomaba la explosión inicial. Más tarde, liberado, volvería a su país y se dedicaría a escribir y al periodismo en distintos medios y en distintos países como corresponsal en especial en prensa alemana y austríaca. La anexión de su país por los nazis hizo que comenzase su peregrinar, su errancia que le hizo vivir en varias ciudades europeas en hoteluchos de mala muerte hasta que se asentó – es un decir – en la capital del Sena que es donde falleció el 27 de mayo de 1939. La pérdida de la patria (nacido en los márgenes fronterizos de un imperio, su condición de judío, su habla alemana… son muestras todas ellas de su desplazamiento), a la que ha de sumarse la desaparición de sus seres queridos entre otros la de su esposa, diagnosticada como esquizofrénica, y que posteriormente fue liquidada aplicándosele las leyes eugenésicas, hizo que la tristeza cobrase carta de naturaleza en su alma, junto a la nostalgia de unos tiempos pasados, más tranquilos, menos violentos y salvajes en su irracionalidad. Tampoco se ha de ignorar su condición de judío, que le empujaban más si cabe a huir, a peregrinar; condición, no obstante, que él la vivía como una mera casualidad sin importancia, sin preocuparse mayormente por ello.

Autor prolífico, sus obras superar la treintena, destacando La marcha Radetzky (1932). Si en sus obras se mezcla su propia vida, encuadrada en el fin del imperio austro-húngaro, sus vivencias en el seno del ejército y la añoranza, en sus últimos años, del imperio desaparecido, en esta que es considerada su obra más lograda, el teniente Joseph Trotta, procedente de una familia campesina eslovena, salva la vida al emperador Francisco José I en la batalla de Solferino, a raíz de lo que se le concede un título nobiliario; los honores de barón y de alto comisario de un departamento del imperio, le serían transmitidos al hijo del héroe de Solferino. Su nieto, oficial de un destacamento fronterizo con Rusia, abandona la vida militar, asfixiado por la bebida, por los amoríos, las deudas en el juego y algunos duelos; la guerra, no obstante le llevan a volver a filas, falleciendo en una acción caritativa más que heroica, al ir a buscar agua para los soldados. Otras culpabilidades y dramas también asoman en el libro, como el del hijo que ve desintegrarse su confianza en los valores paternos, mientras que Berha von Suttner y Rosa Mayreder venían denunciando desde tiempos atrás la autoridad asfixiante de los padres.

Ahora, Acantilado publica «Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras». El título no ha de llevar engaño al temer que podamos hallarnos ante una guía Roth de hoteles de medio pelo o de pelo crecido, ya que lo que recoge el volumen son 64 crónicas en las que el escritor narra lo que ve en su vagabundeo por el Viejo Continente, desde la URSS hasta Alemania, pasando por Albania, Polonia, y por supuesto Austria. Nos describe situaciones y hechos y da cuenta de encuentros con personajes variopintos. Puede decirse que estamos ante una toma de pulso del ambiente que se respiraba en aquellos inciertos años europeos, correspondientes a las décadas de 1920 y de 1930, habiendo algunos de los artículos fechados el año de su muerte. Ya planeaba sobre Europa la amenaza de la barbarie que luego llegaría y Roth lo anuncia en su artículo sobre la filial del infierno en la tierra, refiriéndose al Tercer Reich y a Goebbels, allá por 1934. No le faltaba puntería al escritor.

No era el único que en aquellos oscuros años en los que el topos europeo parecía hacer aguas, buscaba tierra firme en la que hallar cobijo y seguridad. No era, no obstante, Roth persona de domicilio fijo y esta inestabilidad se traduce en su consideración de los hoteles como muestra de movilidad y de tránsito, domicilios pasajeros propios a la figura del judío errante que el autor de La cripta de los capuchinos encarnaba. Y en estos cambios de lugar, se convierte en anunciador de lo que vendría, muestra sus fugaces simpatías por los cambios experimentados en el país de los soviets, y no oculta el muermo que le producen los compulsivos entrenamientos del ejército albanés y el aburrimiento que le produjo tal lugar. No faltan los elogios al imperio austro-húngaro y tampoco sus puntos débiles, aquel reino de Kakania del que hablase Robert Musil, quien por cierto hablase de La marcha Radetzky como un libro cuartelero bien escrito, sin más. De tal retrato se ocupa, de manera especial, en su Su imperial y real apostólica majestad (K y K ). Las entregas de Roth nos hacen respirar el aire cargado que se balanceaba entre la tradición y el cambio, que parecía emparentarse a pasos crecientes con el abismo.

Asistimos a la manifestación del primero de mayo encabezada por Trotsky, vemos los elogios a la masiva alfabetización; palpamos la xenofobia que domina la atmósfera germana, y el creciente antisemitismo que es la moneda corriente al uso, al grito de ¡muera la República de los judíos! y escuchamos las conversaciones de Roth con diferentes personajes: algún japonés, conserjes de hotel, camareros en medio de un ambiente cosmopolita en el que éste es de la Alta Austria. El francés, un francés de la Provenza. El conserje de Normandía. El jefe de camareros, bávaro. La camarera de habitaciones suizas…», en donde ni le hacen rellenar los papeles de inscripción ya que es un viejo conocido; de los clientes de los hoteles, qué decir… de todas partes del mundo y de diferentes religiones o defensores del ateísmo. Viajamos con barcos de emigrantes, surcamos el Volga, vamos al Báltico, conocemos desmanes de diferentes y siempre vigilantes policías. Cafés berlineses desde que se escucha la banda sonora de las botas militares, inválidos de guerra y sus perros acompañantes en un ambiente en el que los perros montan a lomos de los hombres… millonarios, militares, espectáculos teatrales, conciertos, y una pena que desde la cuna cubre la travesía por la vida de este santo bebedor: cuando a los tres años le quitaron la cuna para dársela a otro… «me convertí en adulto, tal vez sólo por unos instantes, pero bastaron para que me sintiera triste, triste como un adulto, y quizá con mayor motivo»… un travesía con los vasos como anestesia que le llevaban a crear y también a la autodestrucción.

Una obra que retrata al escritor y su continuo deambular, al tiempo que entrega un panorama de las tierras recorridas, en una prosa en la que se dan la mano la realidad pura y dura, y una capacidad de ficción desarrollada hasta los límites.