Por Iñaki Urdanibia

Un libro de viajes y aventuras basado en la realidad vivida por el escritor guipuzkoano.

Tal y como funcionan las metáforas verticales en Occidente, este libro da cuenta de un viaje que va a contrapelo de los viajes hacia arriba que son los más estimados y alabados en todas las esferas de lo humano, y la cosa llega hasta el lenguaje coloquial en el que se oye habitualmente: qué (a)bajo has caído (cuanto más alta sea la subida mayor será la bajada). Ya sea en el campo de lo mitología con el inframundo o Hades de los griegos, o el lugar en el que acaba Endikú en el poema de Gilgamesh; del filosófico, en el que Platón hablaba del viaje hacia arriba, en busca del Sol, imagen de lo bueno y lo bello, escapando de la caverna, o más tarde Plotino que situaba arriba el Uno y abajo la pluralidad caótica, por nombrar a dos que han dejado su marca en el imaginario occidental, como en el religioso: arriba el cielo, abajo el infierno, o hasta en el de las clases sociales: los de arriba y los de abajo… el Norte y el Sur,… arriba está la riqueza, abajo la miseria, arriba la claridad, abajo la oscuridad. En el terreno de los viajes, la fiebre de alcanzar las cimas de ocho mil metros ha dominado las páginas y los deseos de no pocas expediciones.

Pues bien, Josu Iztueta, acompañado de un grupo de expedicionarios, se dedicó a recorrer durante nueve meses las depresiones geográficas más profundas de la Tierra; entre quienes componía este grupo de topos, se hallaba Ander Izagirre (Donostia, 1976) quien narra la experiencia en su «Los sótanos del mundo», publicado por Libros del K.O. En la presente ocasión, eso sí, no estamos ante viajes a lugares imaginarios (como los recopilados por Alberto Manguel y la compañía de Gianni Guadalupi), ni siguiendo a Jules Verne, Raymond Roussel, André Gide o Michel Leiris, por nombrar algunos, imaginativos y limitados ellos, a los que he frecuentado, sino periplos bien reales y situados en los mapas, pero prácticamente desconocidos e ignorados, casi podría decirse que al igual que alguna publicación, de Judith Schalansky, nos presentaba las Islas remotas, ésta nos conduce por los sótanos desconocidos de los diferentes continentes: desde América del Norte (El valle de la Muerte situado en California), capítulo en el que conoceremos los avatares de los pastores vascos, amerikanuak, y algunas constantes en su vida, del mismo modo que se nos ofrecerá información de la fiebre del oro que sacudió a la zona a mediados del siglo XIX y los fallidos intentos de colonizar aquella desértica zona. Seguimos la travesía por Oceanía (Lago Eyre), en donde se nos entregan algunas creencias locales, en aquel lugar de singulares animales, y un bizarro guarda que se encarga de vigilar la inmensa zona con su bicicleta, medio que también usó Izagirre para acercarse al la zona; en América del sur (La Laguna del Carbón, en la Patagonia argentina), veremos el quijotismo de un personaje que empujado por una apuesta decide recorrer el continente con una sola rueda, del mismo modo que veremos la veloz decadencia de la Patagonia, tan cantada por los Luis Sepúlveda, Bruce Chatwin, Paul Theroux u otros exploradores y escritores. En Europa (El Mar Caspio), en sus orillas se nos ofrecerás escenas de la dependencia alcohólica que se respira en las filas de los miembros que habían pertenecido al ejército dicho soviético, en ese Cáucaso corroído por la corrupción. De allá seguimos al autor a Asia (el Mar Muerto, entre Israel y Jordania), con un acercamiento a una visión luminosa de la llamada ciudad santa, y tratando con los no tan santos negociantes jordanos y con algunos turistas coreanos; y África (el Lago Assal de Yibuti), en donde Izagirre fue objeto de unos intentos de timo; veremos la llegada de un avión que desde Etiopía llega al lugar con material alucinógeno, el kat, para tratar de paliar el estado de somnolencia que que produce el tórrido calor, y muchas anécdotas más en diversas historias que se van encabalgando a lo largo del camino.. La travesía es de hondo calado y no nos lleva sumergirnos en el vacío sino el lugares y recovecos llenos de misterio, que a veces resultan hostiles, mas siempre llenos de vida, de voces, de habitantes que han caído allá por obligación o por devoción: mineros, pastores nómadas, mafiosos, refugiados, pescadores, camioneros, colonos, descubridores, políticos, religiosos,… ya que el viaje, mejor los viajes, conducen a encuentros de lo más dispar, lo que hace que la geografía se cruce con lo humano, y así si se afirma el viaje cambia al que lo hace en esta ocasión observamos que ciertamente el enfrentarse con diferentes situaciones ignotas hace que la mirada de los viajeros, de los nómadas, lejos del sedentarismo del paso de las páginas, en la necesidad de sortear dificultades, se vean abocados a reflexionar, a colaborar, a padecer ciertas inclemencias y temores. Unos mapas de una meridiana claridad que ocupan las primeras páginas del volumen sirven bien para ubicar los lugares por los que avanza el autor peregrino, que ofrece amplias informaciones sobre los lugares visitados tanto en lo que hace a su situación y circunstancias históricas, sociales, económicas, bélicas, y a sus leyendas, personajes emblemáticos, etc., etc., etc., de modo y manera que las informaciones y los datos no descansan en ninguna de las entretenidas páginas.

La prosa sin abalorios de Izagirre y las puntillosas descripciones convierte la obra en un verdadero libro de aventuras (¿qué otra cosa es esta expedición?) y al tiempo en un recomendable libro de viajes, y como tal se lee con facilidad e interés. En la lectura se nos abren nuevas geografías, muy en especial a quienes no estamos puestos en exceso en estas lides, resultando así el libro igualmente un cúmulo de lecciones, en la onda de enseñar deleitando; placer que se amplía al conocimiento de ciertos comportamientos de la naturaleza que podrían juzgarse como caprichosos: así una capa de sal quemándose al sol que en contadas ocasiones – solamente nueve veces en los ciento treinta últimos años – adopta su forma líquida allí en las tierras del interior australiano; en su recorrido, Ander Izagirre, como ya ha quedado señalado, éste halla, o casi mejor tropieza, las más variopintas situaciones y singulares personajes y no deja nada en el tintero si que nos lo entrega tal cual, y con notable fluidez narrativa, lo que hace que no resulte extraño que haya recibido algunos prestigiosos premios de viajeros y otros.

Ander Izagirre, viajero infatigable, escribe, según dicen, con los diez dedos, lo que sí que está claro es que escribe lo que patea con los otros diez.