Iñaki Urdanibia.

Se publica una nueva obra del poeta y ensayista polaco Zbigniew Herbert.

Leer al poeta, ensayista y dramaturgo polaco Zbigniew Herbert (Lvov, 1924 – Varsovia, 1998) siempre aporta algo, mucho. Desde sus escarceos por tierras holandesas buscando las causas del esplendor de dicha región en el campo del arte en su Naturaleza muerta con brida (2008), relacionándolo con el mercado floral y ofreciendo unos análisis detallados de diferentes lienzos, para trasladarnos más tarde, Un bárbaro en el jardín (2010), más hacia el sur en donde comienza su travesía en la cueva de Lascaux, ofreciendo explicaciones detallas de sus diferentes galerías e imágenes, para posteriormente bajar al sur de Italia, a Paestum, lugar por el que deambularon lo griegos, Parménides, Zenón, los pitagóricos, no conformándose el avezado viajero en explicarnos con rigor las ideas de los nombrados sino señalando la influencia que tales ideas tuvieron en la arquitectura de la zona (el dórico, el jónico y las posteriores realizaciones cristianas medievales, entre el gótico y el románico); no conforme con tales trayectos, nos llevaba posteriormente a la localidad francesa de Arlès, población imposible de disociar con van Gogh y de la presencia romana, reflejada en las páginas de Mistral, el maestro provenzal… Il Duomo de Oribieto, Siena, Florencia, los cátaros, los templarios, o los jardines galos, sin obviar las alargadas sombras de Piero della Francesca o las de Fra Angelico… En fin, sus viajes son una verdadera gozada, siendo sus libros de los que crean afición y de los que enseñan deleitando.

Si estas últimas frases utilicé en el momento de la publicación de las dos obras nombradas, ahora me reafirmo en ellas con la lectura de «El rey de las hormigas. Mitología personal» (Acantilado, 2018). En esta ocasión nos vamos a recia, a la Grecia particular del ensayista. La obra, a se las trae ya que en ellas, como en Herbert es hábito, son varios los campos del saber que confluyen en los análisis, narrativos (incluido el diegético), que el ensayista realiza sobre los personajes e historias de la mitología griega; algunos conocidos otros arrinconados o lisa y llanamente no tenidos en cuenta, de todos ellos habla Herbert con una recreación, bien podría decirse una deconstrucción, sui generis en la que se entreveran el pasado y el presente con una visión singular en la que el humor florece, forzando la sonrisa lectora, humor que avanza teñido de cierta indolencia (en su acepción de indiferencia) que ignora la seriedad de algunas cosas como si éstas fuesen poco meno que sagradas, y hasta los bordes de lo que los repetidores de historias, juzgaran insolencia.

Desde H.E.O. (Hermes, Eurídice, Orfeo) hasta Dioniso la ocasión de conocer, de reír y del gozar de las historias no van a faltar… Cleomenes, Narciso, Endimión, Atlas, Hécuba, el Minotauro… y muchos personajes más retratados en sus relaciones (hasta una treintena, más los diversos cameos), y la constante de bajarlos del pedestal olímpico en el que han permanecido, y en los embellecimientos a los que han sido sometidos por escritores, historiadores y mitólogos. Zbigniew los pinta como humanos, demasiado humanos, y del status de dioses o semidioses poco queda, por no decir nada. Seres como los humanos con sus fobias y sus filias, con sus pasiones, tristes o alegres, dependiendo los momentos, sus odios, venganzas y su fuerza mitificada hasta las cartolas, que al final en la visión que se nos ofrece es menos de la que se canta en los clásicos tonos hagiográficos.

Nos es ofrecido un cúmulo de historias en las que vemos los avatares de Heracles en lucha con el bruto Anteo, o su problemático viaje con el can Cerbero, el de las varias cabezas (las versiones difieren acerca del número): las lecciones a los recolectores de Triptólemo, o las andanzas de Éaco, el rey de las hormigas – que da título al libro – con sus mirmidones, pueblo de las hormigas y su ejemplaridad («podría decirse que los paraísos terrenales inventados por dos soñadores, Platón y Vladimir Ilich, habían cobrado vida en su forma más perfecta y, por añadidura, no se basaban en las siempre volubles teorías o convicciones, sino en el sólido fundamento de la genética»), el rey favorecido por los dioses y aplaudido por sus súbditos, que inspecciona la isla como única actividad [genial expresión metafórica de la organización social de los humanos, de sus mecanismos y sus cambios], o… mil historias más, y una decálogo acerca de los senderos de la virtud que no tiene desperdicio por la inmersión que suponen en los lares del sarcasmo, o su canto a los Gigantes, o la callada insatisfacción de Prometeo, etc., etc., etc.

Todo ello, reitero, con el toque personal que ya consta en el propio título de la obra: Mitología personal, que salvando todas las distancias que se quieran, y se deban, salvar me recuerdan (son los automatismos propios de las asociaciones de ideas) al particular lenguaje que inspirándose en los pictogramas chinos, cultivase Henri Michaux… Por cierto, cada entrada del libro concluye con algún dibujo, de trazo fino, del propio autor, como el que ilustra este artículo.

No quisiera concluir sin señalar una cuestión que me parece digna de tenerse en cuenta a la hora de acercarse a esta obra: obviamente puede hacerse una lectura tal cual que a nadie defraudará por las coloridas y, por momentos chirenes, aventuras, lo que hace que la lectura tenga un interés y atractivo per se; lo más acertado, no obstante, si se quiere extraer todo el fruto a la lectura es leerlo acompañado de algún diccionario (el ya clásico de Pierre Grimal o el más poético de Robert Graves) con el fin de constatar las versiones heterodoxas que se permite el irreverente Zbigniew Herbert, y gozar con los ocurrentes ajustes que lleva a cabo con sus estrujes interpretativos, en huida de las concepciones heredadas.