Por Iñaki Urdanibia.

Una mujer luchando por la libertad.

El nombre de Kate Millet (Saint Paul, Minnesota, 1934 – Paris, 2017) sonará a cualquiera que se haya acercado a la literatura escrita por mujeres y a quienes han luchado por la emancipación de la mitad del cielo, generalmente excluida y discriminada. Su nombre va asociado a un libro célebre, y celebrado, publicado en los setenta: Política sexual, obra de la que hay traducción en Cátedra; con dicho libro, podría decirse que, se inauguraba la crítica literaria feminista, aunque anteriormente ya había habido antecedentes en las incursiones de Virginia Woolf, mas no con tan radical impronta en la lucha por la igualdad de las mujeres en el campo de la literatura, entre otros, sin evitar los potentes dardos lanzados en contra de las autoridades masculinas que dictaban el canon en lo que hace al comportamiento sexual, sin cortarse a la hora de narrar la violencia de los machos hacia sus supuestas compañeras de juego: en este orden de cosas sus críticas son feroces hacia los D.H. Lawrence, Norman Mailer o Henry Miller, por poner los ejemplos más destacados de los que en aquellos tiempos se presentaban como textos audaces y liberadores al romper con la mojigatería ambiente. Por esta senda, la activista escrutaba, avanzando por la historia de los humanos, los lazos que se establecían entre el sexo y el poder, convirtiéndose en una voz autorizaba que expresaba lo que latía en los ambientes de militancia feminista, no ahorrando críticas hacia el fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, o sus elogios a Jean Genet, por su visión que era ajena al masculinismo de los anteriormente nombrados; el francés era la voz otra: la del delincuente, la del homoxesual, y en este sentido rompía con la panoplia consagrada por el uso, y el abuso, masculino.

El atrevido e intempestivo libro provocó una polvareda en la que la que abundaron las descalificaciones ad mulierem de Millet y de su obra, lo que aumentó con algunas declaraciones suyas, y algunas obras sobre el amor lesbiano, en donde se sinceraba, sin recato, sobre la sexualidad y sobre su propio comportamiento… Kate Millet, siempre firme y contracorriente, pagó las consecuencias al ver su fragilidad psíquica dañada por la constante resistencia, sin buscar una simplificadora relación causa/efecto, con depresiones sin cuento, acompañadas de tendencias suicidas, que acabaron con ella aislada en una granja en la que pretendía organizar una comunidad de mujeres, y posteriormente ingresada en repetidas ocasiones en diferentes hospitales psiquiátricos; sus quejas ante sus ingresos involuntarios fueron salpicándose en distintas publicaciones a veces de una manera un tanto dislocada, cosa que no sucede en su «Viaje al manicomio», editado por Seix Barral. «Existe toda una geografía del dolor y el sufrimiento de la locura», dice Mar García Puig en el prólogo del libro, Mujeres y locura, y ciertamente Kate Millet grita su dolor que es, o puede ser en parte, la voz de muchos de quienes han pasado por dicha experiencia, ahí está su dedicatoria: «para los que han estado ahí»; en especial, mujeres, ya que ellas son, números cantan, las víctimas más numerosas en padecer los tratamientos hospitalarios con sus anuladores cócteles de fármacos y los salvajes electroshocks que intentan alejar los estados paranoicos.

Kate Millet no calla y no oculta los hechos impuestos y sufridos en primera persona, relatando su trayectoria desde la granja antes nombrada a Irlanda con final en Nueva York. La novela, por calificarla de este modo, resulta conmovedora de manera especial por los temores de Millet a ser ingresada otra vez, tras dos fugaces encierros, y con más fuerza, si cabe, lo referido en la segunda parte en la que narra su experiencia en un encierro irlandés, tras ser diagnosticada de trastorno bipolar y maniaco-depresiva, padecimientos que teniendo en cuenta que eran compartidos con el resto de internas le llevan a una ensoñación de crear una red solidaria entre las pacientes encerradas, y hasta reivindicando el Orgullo Loco, al considerar que las allá encerradas eran, en cierto sentido, las sucesoras de las perseguidas brujas, y que eran unas privilegiadas, en el sufrimiento, para oponerse a la opresión impuesta, y padecida con creces.

Salta a la vista que la escritora sabe de qué habla y la descripción de las diferentes estados anímicos y mentales, dependiendo de los altibajos que van de la euforia al más absoluto de los decaimientos, de los momentos de brotes maniacos a los descensos a la negra depresión, del mismo modo que narra su familiaridad con en prescrito litio; y acompañando a la lucidez de la denuncia y de los síntomas de la enfermedad diagnosticada, haciendo hincapié en la arbitrariedad de las etiquetas clasificadoras, sumida en un constante temor y duda acerca de si su visión del mundo y de las relaciones no responderá realmente a alguna deficiencia patológica… y Kate Millet en lucha con ella misma, con sus cambios de ánimo, y en posesión de una sublimación del amor hacia sus compañeras, hacia los seres que en el mundo están condenados, de una u otra manera, a sufrir, y los omnipresentes factores de insatisfacción que acompañan al espíritu de revuelta con respecto a los valores dominantes en los diferentes ámbitos y esferas del quehacer de los humanos, en especial, de los femeninos. …lo que le empujaba a luchar contra las sujeciones de las diferentes cadenas, siempre alzando la bandera de la libertad.

Texto que bien habría provocado el entusiasmo de los más destacados anti-psiquiatras como David Cooper o Ronald Laing, o el italiano Franco Basaglia, quien en su defensa de la psiquiatría democrática, ambulatoria y de sector, gritaba: ¡Abajo los muros!