Por Iñaki Urdanibia

La pintora autodidacta retrataba su dolor, su cuerpo martirizado, que a su vez intentaba reflejar los dolores de México, y más en concreto el de las mujeres. A su inicial polio que le hacía cojear desde edad temprana le siguió el fatídico accidente de autobús que le llevó al hospital, ingresos que se repitieron con asiduidad, desembocando en operaciones, ejercicios de estiramiento de columna, a embarazos que no resultaron y que ponían en peligro su cuarteada existencia, a amputaciones de varios dedos del pie; a estos dolores personales se unirían más tarde el del abandono de un novio con quien había hecho planes de boda y de viajes, y por el que iba acompañado el día de autos, más bien de buses, en el que el bus chocó contra un tranvía, y que viendo el panorama el tal Alejandro la abandonó y tras ello, y su deseo de convertirse en médica, truncado, vino su vida con el muralista Diego Rivera, las relaciones de éste con distintas mujeres, entre ellas la hermana de Frida…ya se lo había dicho la fotógrafa Tina Modotti, que Diego no era hombre de una sola mujer.

Una vida, en medio de la tormenta en aquellos años movidos de su país, que es recogida con sencillez y exactitud por parte de Caroline Bernard, seudónimo, de Tania Schlie, en su «Frida y los colores de la vida». Editado por Planeta Internacional. Una vida siempre entre dos: «estas son las dos mujeres que habitan en mí. La mujer que quiere vivir como le gusta y la mujer que carga con el peso de la tradición y la historia», ingenua y fuerte, en un balanceo entre la Frida mexicana y la europea, entre el amor y la pintura, doblez reflejada en su Las dos Fridas.

Puedo dar fe de que la escritora en esta novela de Frida Kahlo pisa fuerte el terreno que transita, y muestra su dominio de las obras que han hablado de la mujer retratada, y me atrevo a afirmarlo ya que en la bibliografía que consta al final de la obra, incluyendo una docena de libros, hay un par de ellos que en su tiempo leí: el de Jean-Marie Gustave Le Clézio* y la voluminosa y canónica biografía de Hayden Herrera (la versión francesa que es la que en su tiempo leí, editada en 1983 en Éditions Anne Carrère; veo que en 2019 ha sido editada por Taurus) y que los tomo como medida de la fidelidad del retrato novelado que ahora vierte la escritora alemana.

El seguimiento es lineal, con incursiones reflexivas en las que se recogen no pocas opiniones de la biografiada y de otros y otras acerca de ella y su obra, y va desde su ambiente familiar, sus padres Matilde y Guillermo, sus hermanas Mati y Cristina, a las relaciones posteriores con la nombrada Tina Modotti, con otra fotógrafa Anna Brenner, con algunos dirigentes del partido comunista mexicano, encabezados por Siqueiro, Antonio Mella, y más tarde con Trotski, cuando el presidente Cárdenas le concedió el asilo, y con sus amistades del norte americano.

Obviamente los problemas de salud y las pretendidas soluciones de distintos galenos recorren las páginas, como recorrieron la vida de esta mujer que trataba de recomponerse por medio de la pintura, empleada como terapia. Conocemos el momento en que conoció a Diego Rivera que la animó a pintar en todo momento, y con él contrajo matrimonio a pesar del disgusto de la madre de ella, que les definía como el elefante y la paloma, del mismo modo que también se les presentó como el sol y la luna. El casamiento hizo que aprendiese a cocinar para satisfacer la voracidad de su insaciable marido; tal destreza le fue enseñada por la anterior esposa de Rivera, Lupe, a pesar de los primeros roces que eran continuos ya que la pareja fue a vivir al mismo edificio en la que habitaba Lupe, luego se hicieron amigas y cómplices. La esposa se mostraba solícita hasta el exceso, al llevarle la comida a los andamios en los que andaba ocupado realizando sus gigantescos murales. En alguna de aquellas visitas, pilló a su esposo con alguna de sus ayudantes. Más tarde veremos la expulsión de Diego Rivera del partido debido a sus relaciones con gigantes del capitalismo yanki: Ford y Rockefeller entre otros le realizaron encargos, a los que él no se negó, y lo que le hizo trasladarse a Estados Unidos y quedarse pasmado ante las cadenas de producción de automóviles en Detroit. Fueron momentos en los que Rivera se integró en la IV Internacional, y en la que ambos, él y Frida, fueron tratados de traidores por sus antiguos camaradas y amigas; especialmente dolorosos cuando los insultos venían de Modotti. Tiempos en los que la guerra civil hispana exigía la recogida de fondos y en los que algunas compañeras y amigas de la pareja partieron como brigadistas; ayuda también fue prestada a los republicanos que buscaban refugio por aquellas tierras americanas.

Se nos abrirán las puertas de la casa azul, bendecida con agua bendita por algunas tías de ella para espantar al diablo que llegaba con el marido, y al zoo que acompañaban a la pintora, papagayos, colibrís, monos, peces, gatos y perros, y el posterior traslado a la casa de san Ángel que ideó Diego Rivera y que constaba de dos viviendas, una grande y otra chica, que se unían por un puente. No fue del gusto de Frida aquella división, pero la atracción que sentía por el gigante era como un imán del que no podía escapar. Se relatan los viajes, algunos de ellos en bus, o en avión pero con escalas forzadas varias, a los USA y las fiestas en las que se juntaba lo más granado de la alta sociedad norteamericana, saraos en los que Frida no podía evitar sus ostentosas provocaciones. Las continuas infidelidades del marido, que por otra parte no mantenía relaciones sexuales con su esposa debido a la debilidad de esta, abrieron las puertas a las relaciones de ella, con amigas y amigos, entre estos últimos la sonada con Trotski y con algunos fotógrafos y marchantes del norte americano como Levy, Nick, etc. Momentos en que fue tomando conciencia de que no era la mujer de, no era Frida Rivera, sino Frida Kahlo, artista y con obra valorada por sí misma. No jugó un papel menor en esta toma de conciencia una feminista y comunista de nombre Ella Wolffe que le recriminaba su sometimiento a Rivera. Y viajamos por diferentes geografías, además de las nombradas, en el propio México, Cuernavaca, o a París a donde acudió ya que André Breton le dijo haber organizado una exposición monográfica que luego no resultó tal; el gurú del surrealismo le causó mala impresión por la suciedad de su minúscula casa y por su carácter de indomable parraplas. En la Ville lumière, no obstante, se relacionó con Picasso y Kandinsky, y visitó el Louvre, manteniendo por otra parte una estrecha relación con Josephine Baker… Dudas le surgieron entre volver a México junto a Diego Rivera o ir a Estados Unidos en donde le esperaba Nick con quien mantenía una muy estrecha relación; al final venció la salida mexicana. Visitas a un médico en el que confiaba en San Francisco y una exposición en México a la que asistió en su cama, con baldaquino y todo, debido a su delicado estado de salud y contra toda indicación médica.

En fin, el retrato novelado de una vida que se acabó el 13 de julio de 1954, cuando contaba con cuarenta y siete años.

La escritora, autora de la obra, se explica con claridad: «este libro es una novela. Me he atenido en la medida de lo posible a la biografía de Frida Kahlo. En algunos puntos he cambiado ligeramente la fecha de los acontecimientos porque de este modo encajaban mejor con la dramática, además de que no todos los detalles biográficos se pueden explicar por completo».

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) En su momento di cuenta del libro del escritor francés, en el diario, cerrado por orden gubernativa, EGIN:

Un elefante y una paloma

+ J.M.G. Le Clézio

«Diego y Frida»

Ediciones Temas de hoy, 1994.

Con tal animal metáfora se pronunció la madre de la pintora mexicana Frida Kahlo al hablar de la relación de su hija con el también pintor mexicano Diego Rivera; obviamente, no hace falta decir quién era la alada ave y quién el voluminoso animal. La vida y la obra de ambos da para mucho por la singularidad de sus personalidades, por sus célebres amistades, su compromiso político, sus obras pictóricas y la excentricidad de sus comportamientos.

Una personalidad fuerte la de ella, mujer que sabía muy bien a dónde quería ir, y dispuesta a poner todos los medios a su alcance para lograr sus objetivos; un ser díscolo él, mujeriego y culo de mal asiento el de este muralista tendente a las explosiones de alegría o de cólera, según le fuesen las cosas. Desde que se cruzaron por la vida – él, trabajando con sus andamios y sus pinceles, ella como curiosa que admiraba el quehacer de un artista – surgió entre ellos una mágica atracción que no les abandonó a lo largo de los numerosos años que convivieron, con separaciones, encornudamientos, desacuerdos y broncas.

Frida, mujer físicamente débil desde su polio infantil – sufrió un desgraciado accidente cuando viajaba en un autobús, accidente que le supuso lesiones de por vida en la columna y preocupaciones permanentes por su salud – dedicó toda su vida a pintar su propio ser y a segur a aquel hombre que ya desde joven le llamó la atención. Diego, buscando la gloria, y el dinero, hubo de marcharse de su patria natal para cumplir algunos compromisos artísticos con magnates que se convirtieron – paradójicamente, por el carácter de sus pinturas – en sus clientes. Allí a donde fuera allí iba Frida acompañándole en cuerpo y alma. El posicionamiento de la pareja (más sectario él, más de corazón ella) en los terrenos de la vida política mexicana y mundial les valieron disgustos continuos tanto con las autoridades como con sus ex-camaradas del Partido Comunista. A las heridas corporales de la compañera añadió Diego las puñaladas de la traición con otras mujeres, pero es que no era él pájaro de un nido… Despechada, ella cultivó ciertos (¿fabricados?) “romances” con amigos mutuos: ahí está el caso de León Trotski, con el que tuvieron inmejorables relaciones hasta que el cambiante carácter del ogro Diego hizo que todo se fuese al traste. Célebres amigos como André Breton, dirigentes comunistas, artistas, críticos de arte… rodearon la vida de estos dos personajes a los que les tocó vivir intensas vidas en intensos tiempos tanto en el campo de la política como del arte.

Era necesario que tales existencias encontrasen a alguien que las supiese contar adecuadamente: el magnífico escritor francés – no excesivamente traducido por aquí , por desgracia – Le Clézio logra una biografía de la pareja, bien medida, ya que combina a las mil maravillas las relaciones de ambos personajes (en su a veces atormentada, siempre apasionada, existencia) con los ambientes artísticos y políticos en que vieron la luz sus vidas y sus obras. No olvida tampoco el autor las características de las pinturas de ambos artistas, al igual que detiene su atención en el “indigenismo” – y sus raíces – de Frida y Diego. Escrito con una sobriedad elegante envidiable.