Por Iñaki Urdanibia
Ya había escrito anteriormente algo sobre la literatura oral, llevada a la página por Paul Bowles, en referencia a una de sus obras, cuya publicación ha emprendido Cabaret Voltaire (Abdeslam de Tánger – Kaos en la red). Si en aquella ocasión se trataba de un narración autobiográfica, en la presente, su «El gran espejo» nos conduce a la nebulosa de una honda pesadilla.
El cuento que relata Mohamed Mrabet a Paul Bowles y a nosotros, sus lectores, presenta a un joven terrateniente, Ali, que de visita en casa de su tía, ve a una joven de la que se queda prendado; las invitaciones de su tía para que espose con ella cercen y Ali, duda, comentando con sus empleados, que al tiempo son amigos, el mar de dudas acerca de qué decisión tomar con respecto al casamiento. Al final, contrae matrimonio con Rachida. Ya instalados , en un palacete de Tánger, la mujer solicita a su esposo que quite un gran espejo que hay en una de las habitaciones, espejo que se alza desde el suelo hasta el techo de la instancia; el caso es que la orden dada por el marido, siempre presto a complacer a su esposa, por una u otra razón no es cumplida por los servidores, lo que hace que el espejo continue en su lugar, dándose a la vez un cambio de opinión por parte de Rachida, al pedir a su marido que deje el espejo donde está. La mujer parece hipnotizada por las imágenes que en la amplia superficie de cristal observa absorta. Rachida enloquece y en su permanente contemplación deja de alimentarse y llega a sacrificar al niño que acaba de tener cortándole el cuello, ampliando sus fechorías sanguinarias. El marido absolutamente triste y sorprendido habla con la familia de su esposa, que contempla aterrorizada la escena provocada por su hija.
El relato empuja a visitar, nos sumerge en, los límites borrosos en los que la vigilia y el sueño se confunden y en donde las premoniciones irrumpen con fuerza. Ali ve en los reflejos del agua, lugares frecuentados por los dijinns, especie de diablos), a su mujer en imágenes terroríficas (situación que ya se había producido con el dichoso espejo que desobedecía al reflejo de la imagen debida de quien posaba ante él y que hacía que la mujer viese otras figuras, del mismo modo que el asombrado esposo); sabido es que todo se contagia menos la hermosura. La sangre se adueña del espejo, hasta desbordar por el marco, mostrando cuerpos ensangrentados, mutilados, contagiando el espíritu sanguinario también al marido.
La atmósfera roja de la sangre va adueñándose de las páginas que pasan veloces del mismo modo que el flujo sanguíneo desatado en un ambiente de locura provocado por el desobediente, podía decirse infiel, espejo… no se trata de las imágenes desfiguradas propias de la forma cóncava o convexa del cristal, sino de otros seres fruto del carácter mágico del gran espejo que da título al libro y que cobra una centralidad protagonista en él, como si el mercurio que lo compone hubiese entrado en fase de delirio (de lirium = salir sel surco) o se atuviese al carácter volátil e inestable correspondiente la dios que le da nombre.
La velocidad de la historia, de las historias, crece en la mente lectora ante el baño de sangre y ciertos fetichismos que parecen ir poseyendo a los protagonistas, confesados a los propios lectores que se sienten aprehendidos, sin posibilidad de escape, por el relato que muestra la exuberante imaginación de Mohamed Mrabet, alimentada por el embeleso de las historias oídas en diferentes cafés desde su infancia.
La imaginación la pone Mohamed Mrabet, la transcripción Paul Bowles.