Category: ANNA AJMÁTOVA


Por Iñaki Urdanibia

Acercamiento a una de las más brillantes poetas rusas del siglo pasado

 

«Y no soy en absoluto un profeta,

mi vida es pura como un riachuelo.

Simplemente no me apetece cantar

al son de las llaves de la cárcel»

 

«Yo, como un río,

fui encauzada en esa época cruel.

Extraviada de sus orillas familiares,

mi vida sustituida desembocó

en un cauce hermano».

 

«No, no bajo el firmamento ajeno

y no bajo la defensa de alas extrañas.

Estuve con mi pueblo entonces,

allí, donde mi pueblo, por desgracia, estuvo.»

No le tocaron vivir tiempos tranquilos a esta mujer del mismo modo que a sus pares en literaturas… no eran buenos tiempos para la lírica. La lista, y me limito a las letras, es de una amplia amplitud y me quedo corto en la enumeración: Isaak Bábel, Óssip Mandelstam, Mijaíl Bulgákov, Marina Tsvietáieva, Andréi Platónov, Maksim Gorki, Yvegueni Zamiatin, Vladimir Maiakovski, Boris Pasternak, y… por supuesto Anna Ajmátova que es en torno a la que discurre este artículo; todo un coro mágico, por emplear el término acuñado por ella, al que le tocó padecer las amargas hieles de una sucursal del infierno; señalaba la primera nombrada en su El poema del fin: «¡Gueto de élites! ¡Al agujero! ¡Manteneos! / ¡Sin piedad! ¡Cuántas bofetadas! / ¡En este mundo tan hipercristiano / Los poetas son judíos!»

Varios son los motivos que me llevan a acercarme a esta mujer: 1 ) el amor a la poesía, y más en concreto, a la de esta mujer perseguida, de quien Boris Pasternak afirmase que era «la poetisa rusa más grande de todas las épocas»; 2 ) la publicación de un par de libros que retratan de cerca a la señora, y 3) la exposición en el Museo Ruso de Málaga de una muestra dedicada a ella, que coincidió, en junio, con el 130 aniversario de su nacimiento.

Nació cerca de Odessa, en Crimea, con el nombre de Anna Gorenko en una familia de la alta burguesía: su padre era oficial de marina y su madre era descendiente de un príncipe tártaro. Anna Gorenko eligió el seudónimo de Ajmátova para no contradecir la voluntad de su padre que no quería ver deshonrado el apellido familiar. El nombre lo tomó de una princesa tártara, su bisabuela. En 1910 se casó con el poeta Gumiliov, fundador del acmeísmo (del griego akme = punta, cresta, expansión) que nació con el fin de oponerse al simbolismo, que pretendía buscar otro mundo, convirtiendo la poesía en un camino de, percepciones místicas; frente a ellos los acmeístas, agrupados en el Taller de poetas, bajo la influencia de Rainer Maria Rilke, perseguían restituir la autonomía del lenguaje, buscando, lejos de cualquier misticismo, la precisión y claridad en el lenguaje: Ajmátova y Mandelstam eran los dos poetas más brillantes del grupo; afirmaba la mujer que «las cosas son más complejas y las más profundas son expuestas, no en decenas de páginas como es habitual, sino en dos líneas que resulten comprensibles para todos».

Esposa y marido partieron en viaje de novios a París en donde ella conoció y estableció una estrechísima relación con Amadeo Modigliani que aún no era conocido como pintor como lo sería con el paso del tiempo: ella permaneció en la mente de él – según confesaba – como una permanente obsesión, no menor por lo que parece en la mente de ella, que al año siguiente se fugó a País para rencontrarse con su amante, de tales encuentros quedaron unos versos («En la oscura neblina de París, / Quizás otra vez Modigliani / Camine imperceptible tras de mí. / Su triste naturaleza / Incluso en el sueño me inquieta / De ser culpable de muchas desdichas. / Pero para mí – su mujer egipcia – él es / La música que toca el viejo en el organillo. / Todo el rumor de París se esconde bajo esa música, / Como el rumor de un mar subterráneo / Que ha bebido del dolor / El mal y la vergüenza»), y unas cuantas pinturas y dibujos, como el que ilustra este artículo. Tras aquellos paseos por el parque de Luxemburgo y sus visitas al Louvre, en especial a la zona dedicada al arte egipcio, no volvieron a verse.

En el grupo poético nombrado reinaba un espíritu de realizar una revolución literaria, y una esperanza de que el cambio de Octubre supondría el levantamiento de los corsés impuestos por los zares…no tenían dotes de profetas estos esperanzados escritores

En 1918 se divorcia de su primer marido con el que había tenido un hijo, trasladándose a Leningrado, frecuentando allí los medios de rusos acomodados, de los que la mayoría tomaron el camino del exilio, no fue su caso, que permaneció en su país a pesar de los muchos pesares. Gumiliov fue detenido siendo fusilado en 1921, acusado de desviacionismo contrarrevolucionario que curiosamente había consistido en apoyar el alzamiento revolucionario de los marinos de Kronstandt («Lo he dejado / odalisca cautiva, atrapada / por todo el dolor irremediable el mundo», poetizo ella); a Gumiliov le había precedido el fin del poeta Alexander Blok – con quien Ajmátova tuvo una relación amorosa – al morir por agotamiento tras las sucesivas decisiones represivas que con él se adoptaron (Lunacharski envió una carta secreta al Comité Central del partido bolchevique del que era miembro, diciendo: «no cabe duda… es imposible negar que hemos matado al poeta de más talento de Rusia»). Dos años más tarde sus obras fueron prohibidas, por haber sido esposa de quien había sido y por suponer su poesía – según decía la autoridad – un mal ejemplo para las jóvenes, con lo que se le privaba de su modo de existencia; una recopilación de sus poemas fue publicada en Berlín lo que supuso que se le reprochase tal publicación, lo que le unía a los también denostados por el mismo motivo: Pilniak y Zamiatin[ se diferenciaba en la época los tamizdat (obras publicadas en el exterior) y samizdat (autoeditadas en el interior, pasando de mano en mano)]; en protesta de las condenas impuestas dimitió de la Unión de Escritores («Era el tiempo en el que solamente sonreír / Era el muerto, dichoso de estar en reposo. / Leningrado no era más que un anexo inútil / Ligada a sus prisiones… / La inocente Rusia se retorcía de dolor / En las botas sangrientas / Bajo los neumáticos de furgones negros […] Te llevaron al alba, / y te seguí, como en un entierro. / En el oscuro cenáculo lloraban los niños, / y ante el estante del icono la vela se consumía. / En tus labios había frío del icono / y el sudor mortal en la frente… ¡No olvidaré! / Me quedaré, como las mujeres de los Streltsi, / aullando bajo las torres del Kremlin»).

En tal situación Ajmátova opta por instalarse, junto al escritor Nikólai Punin, en las dependencias del palacio de una familia noble, abandonado obviamente. En 1935, tanto su compañero como su hijo, Lev Gurmiliov, fueron detenidos, siendo liberados tras una carta que Ajmátova dirigió a Stalin en la que tras declarar que los detenidos no eran fascistas, ni espías, ni colaboradores de ningún grupo contrarrevolucionario y solicitar su libertad le exponía su situación personal: «Vivo en la URSS desde el inicio de la Revolución y nunca he querido abandonar el país con el cual estoy ligada de corazón e intelecto. A pesar de que mi poesía no se publica y las reseñas que la crítica me dedica me hacen pasar muchos momentos amargos, no me desanimo. Prosigo con mi trabajo en unas condiciones morales y materiales muy duras…». La puesta en libertad de ambos hizo que la mujer alimentase ciertas esperanzas acerca de la relación establecida con el propio Stalin, ilusiones que periódicamente asomaban en la mente de la mujer, al escuchar algunas alabanzas acerca de su obra y a su persona (llegó a sus oídos la elogiosa valoración del propio Stalin: «Anna Ajmátova es la poeta más grande de la época pre-revolucionaria»). En 1939, una nueva detención de Punin y de su hijo, siendo internado este en una campo de re-educación por el trabajo hasta 1943 («Diecisiete meses hace que grito, / llamándome a casa. / Me postré a los pies del verdugo, / hijo mío, mi horror. / El mundo entero es confusión / y ya no sé distinguir / quién es el animal, quién es el hombre. / ¿Cuánto tiempo cabe esperar para la ejecución ?»); no acabó ahí la cosa ya que en 1948 volvieron a ser detenidos ambos, muriendo Punin en la deportación en 1952 y permaneciendo preso Lev hasta 1956.

El juego de la nomenklatura y del propio Stalin era un continuo tira y afloja, según los momentos, en la que se sucedían los elogios y los momentos de cierta libertad de publicación con las prohibiciones e insultos («esta pequeña dama histérica va a devenir polvo de los campos», amenazaba Stalin), predominando más los segundos que los primeros. Tal inseguridad le conducía a escribir recurriendo a trucos, y a intentar despistar el celo vigilante de los censores y espías, que no se recataban a la hora de poner descarados micrófonos en su vivienda o probando ella el truco de poner un pelo encima de algunos papeles para comprobar si éstos habían sido leídos; a su vuelta comprobó que sí había sido quitado el pelo… A modo de uno de los ejemplos puede verse el comentario de su amiga Lydia Chukovskaya en sus «Entretiens avec Anna Akhmatova» (Le Bruit du temps, 2019) en donde relata el funcionamiento que se daba entre ellas para burlar los micros de la KGB: «Pushkin no ocupaba ningún lugar en la conversación, era un mero código. En realidad, Anna me ha mostrado ese día su poema Requiem, escrito en un momento en el papel, con el fin de comprobar que lo había retenido ya en mi memoria. En su casa no se atrevía ni a susurrar… Cogía un trozo de papel y un lápiz, y al tiempo pronunciaba en alta voz algunas palabras meramente mundanas: ¿quieres un té?, trazando a continuación una escritura rápida en un papel tendiéndomelo. Yo leía los versos y, habiéndolos memorizado, le devolvía el papel en silencio. El otoño llega pronto este año pronunciaba Anna Ajmátova en voz alta mientras encendía una cerilla con la que quemaba el papel en el cenicero – un rito fúnebre y bello -». Así las estrofas escritas no duraban más que un tiempo limitado, para los amigos cercanos; quedando en la memoria de éstos, y transmitiéndolas de boca a oreja, llegando a circular en las prisiones inscritas en papel de fumar… así funcionó el método hasta 1962.

En su escritura Ajmátova introducía silencios en sus poemas, señalados por puntos suspensivos, como para dar a entender al lector de que ahí se escondían versos que la censura no permitiría… hasta los tiempos, en que cierto relajo en la represión policial, le llevaba a rellenar los puntos suspensivos («Y me callo, hace treinta años que me callo. / Como los hielos del polo, el silencio / Me acecha las noches sin número. / Y si se me amordaza mi torturada boca / A través de la que gritan millones de seres»). Unos poemas mudos que gritan y claman al cielo convirtiéndose en la voz de muchos, los de esta mujer que pasó cerca de cincuenta años sin poder publicar, con prohibición expresa de viajar al extranjero, asediada por la enfermedad, el frío y el hambre y la inseguridad permanente de ser detenida y el constante y doloroso desconocimiento del estado de su amado hijo; una mujer convertida en el imán de un época en la que convergía todos los males, temores y desgracias en ella… «En los terribles años de Yezhov [jefe de la NKVD, entre 1936 y 1938, en la época de las grandes purgas] pasé diecisiete meses en las colas de las cárceles de Leningrado. En una ocasión, alguien, de alguna manera, me reconoció. Entonces una mujer de labios azules que estaba tras de mí, quien, por supuesto, nunca había oído mi nombre, despertó del aturdimiento en que estábamos y me preguntó al oído (allí todas hablábamos en voz baja): – Y ¿esto puede escribirlo / Y yo dije: / Puedo. / Entonces algo parecido a una sonrisa asomó por lo que antes había sido su rostro».

Como señalaba, daba la sensación de que había fugaces momentos en los que la cuerda se aflojaba como sucedió en los tiempos de la guerra en los que Ajmatova desplazada a Tashkent escribió algunos poemas – digamos que – patrióticos contra el invasor nazi, lo que provocó que se permitieran que sus poemas vieran la luz, luz fugaz y efímera ya que al poco tronaba la voz de Zhdanov clamando contra la perversión de unos poemas en los que se elogiaba a Dios; «Me premiaron con la mudez, / que maldice todo el maldito mundo, que cebaron de calumnias, / me emborracharon de veneno »… Se cuenta la anécdota de que Stalin vio a su hija Svetlana leyendo unos papeles con poemas de Ajmátova y preguntada acerca de porqué no no leía en libro, ella le replicó que no se permitían los libros de la poeta, cosa que, según contaba la propia poeta, sorprendió al secretario general; en aquel momento Stalin, por boca de su fiel epígono Fadeyev, defendió a la poeta en la Asamblea de los Sindicatos: «habida cuenta de la extraordinaria contribución de Ajmátova a la poesía rusa», a continuación se le concedió alguna beca, una pensión mensual y una vivienda, al tiempo que Stalin decidía que debía publicarse una antología de Ajmátova, cosa que se hizo, si bien al poco los responsables culturales del partido decidieron secuestrar el libro, decisión que no pudieron lleva a buen término ya que para entonces el libro se había agotado. En aquel año, 1940, fue seleccionada para el premio Stalin, a instancias de Shólojov (Nobel y autor del Don apacible) y de Alexei Tolstói (autor de una utopía soviética: El hiperboloide del ingeniero Garin y de La revolución de las máquinas, escritores muy respetados por el partido, antes de que el segundo se exiliase a Inglaterra), el galardón no se le concedió, lo que le hubiese supuesto entrar en el club de los premiados como Prokofiev o el nombrado Shostakóvich, poemas que desataron las iras de Zhdanov. El juego al que me refiero se asemeja al que se mantuvo con Shostakóvich, que vio aplaudida su 5ª sinfonía, por ejemplo, mientras se descalificaban otras tachadas de formalistas, y deudoras del arte por el arte.

El temor constante a la detención con la consiguiente acusación de todos los males habidos y por haber, era acrecentando por las detenciones y otros acosos que le rodeaban: a los ya nombradas, pueden añadirse el suicidio, en 1925, del representante de los Nuevos Poetas Campesinos, Sergei Esenin («Adiós, amigo mío, sin una mano, sin una palabra, / No te lamentes ni frunzas el ceño. / En este mundo, morir no es algo nuevo, / Pero tampoco lo es, por supuesto, vivir», había dejado escrito con su propia sangre antes de ahorcarse.) También asistió a la detención primera de Óssip Mandesltam, como relata su viuda Nadejda Mandelstam en su reciente « Sur Anna Akhmatova» (Le Bruit du temps, 2019), el poeta que tuvo la osadía de leer a diferentes amigos, y no tan amigos, unos versos que Boris Pasternak le advirtió que iban a ser su seguro suicidio («Vivimos insensibles al suelo bajo nuestros pies, / Nuestras voces a diez pasos no se oyen. / Pero cuando a medias a hablar nos atrevemos / Al montañés del Kremlin siempre mencionamos. / Sus dedos gordos parecen grasientos gusanos, / Como pesas certeras las palabras de su boca nacen. / Aletea la risa bajo sus bigotes de cucaracha / Y relucen brillantes las cañas de sus botas. / Una chusma de jefes de cuellos flacos lo rodea, / infrahombres con los que él se divierte y juega. / Uno silba, otro maúlla, otro gime, / Sólo él parlotea y dictamina. / Forja ukase tras ukase como herraduras / A uno en la ingle golpea, a otro en la frente, en el ojo, en la ceja, / Y cada ejecución es un bendito don / Que regocija el ancho pecho del Osseta»… las paredes tenían oídos y el poema fue conocido por su protagonista, comenzó el calvario de detenciones y encierros del poeta hasta su muerte en un campo de trabajo en 1938. En el momento de su primera detención estaba en la casa Ajmátova con ella, a lo que ya se había referido en su Contra toda esperanza (Alianza, 1984), si bien en dicha obra no es que tratase con mayores amores a Ajmátova (ésta, por su parte, no se quedaba corta al afirmar que la grandeza no se contagiaba por contacto, refiriéndose a Nadieshda). Ajmátova escribió, a raíz de una visita, en 1936, al poeta en la prisión de Vorosnezh: «Y la ciudad se yergue encerrada en hielo; / Un pisapapeles de árboles, muros, nieve. / Piso tímidamente cristales de roca; / los trineos pintados se deslizan sobre sus surcos. / la estatua de Pedro en la plaza señala / cuervos y chopos y una cúpula verdosa / lavada, sembrada de polvo solar. / Aquí la tierra tiembla todavía tras la vieja / batalla que doblegó a los tártaros. / Dejad que los chopos eleven sus cálices / en un brindis que conmueva al cielo, / como miles de invitados de boda que / beben jubilosamente en la fiesta. / Pero en la habitación del poeta proscrito / montan la guardia tan pronto la musa como el temor, / y la noche cae / sin la esperanza de la aurora». En su reclusión en Tashkent tuvo una estrecha relación con un oficial polaco, Czaapski, que no gozaba de la confianza plena del Politburó, y que aun luchando, el grupo que encabezaba, contra el nazismo, mantenía ciertas distancias con respecto a la política del bolchevismo, lo que hizo que recayese la valoración de la mujer, por parte de las autoridades, que ya en algunos momentos estaba bajo mínimos, sobre todo tras haberse conocido su Réquiem (1940) que era un claro alegato antiestalinista. Otro episodio que sirvió para acrecentar el descrédito y las sospechas sobre su comportamiento, del que eran muestra las visitas que recibía la mujer fue la visita que en 1945 recibiese del filósofo letón Isaiah Berlin, que ocupaba un puesto diplomático en la embajada británica en Moscú. A tal encuentro le siguieron nuevas medidas represivas al ser considerada una espía británica o poco menos… dolor, amenazas, limitaciones y miseria, y el recurso a versos desdoblados como si se superpusiesen dos textos uno al lado del otro… y vigilada llega a dudar cuál es su verdadera voz, si bien ésta se expresa con claridad y con contundencia acerca del mundo terrible de los interrogatorios y la alambradas, valorándose en el extranjero su poesía hasta el punto de que en 1946 es nominada para el Nobel de Literatura, siendo traducida al inglés, alemán, francés e italiano.

La sombra de la duda y la persecución planeó sobre ella a lo largo de toda su vida, ya desde sus primeros pinitos poéticos que le hicieron ganarse la escandalosa fama de proto-feminista… hasta que convertirse en grito de la «nación de los cien millones», hasta que, con sus más y sus menos, fuese rehabilitada oficialmente en 1955, lo cual no quita para que todavía en 1964 se entrase, sin permiso y sin su presencia, en su domicilio para buscar pruebas incriminatorias. Las lecturas parisinas de sus poemas fue uno de sus únicos viajes y una de sus últimas actividades , muriendo al año siguiente, 1966, de un infarto. Escrito había dejado años antes: «Todo está listo para la muerte. Lo que mejor resiste sobre la tierra, es la tristeza. Y lo que quedará, es la palabra soberana…», y en tal línea se mantuvo sin que nadie, o casi, oyese sus gemidos y sus lamentos.

Fue tras su muerte que su amiga Lydia Chukoskaya, ordenó las notas que daban cuenta de sus conversaciones con la poeta, que a la sazón eran impublicables en la URSS; algunas copias corrieron de mano en mano por el extranjero. Al final, ordenados los materiales, no pudo culminar la tarea ya que falleció, en 1996, quedando la empresa en manos de su hija Elena que a los materiales, entrevistas que van desde los años en que la conoció, en 1938, hasta la muerte de la poeta, añadió extractos de los Cuadernos de Tachkent (1941-1942). La amistad entre ambas mujeres se estableció de inmediato facilitándola el conocimiento previo que la poeta tenía del padre de Lydia, que había transmitido a su hija la afición hacia la obra de Ajmátova. La amistad se vio reforzada por la represión que se extendió en los respectivos círculos de ambas (sus marios detenidos), a lo que sumaba el común amor a la lengua rusa. Tras los periódicos encuentros Lydia rememoraba las palabras cruzadas y las escribía en anotaciones que guardaba a buen recaudo. Si se exceptúan los diez años en que no se vieron a causa de una insustancial riña, 1942 a 1952, las entrevistas dan cuenta de lo divino y lo humano, de las penas, de la situación política y de la suerte de la obra poética de Ajmátova, resultando de todo ello un detallado retrato de la escritora en su intimidad, en zapatillas podríamos decir; no quedando exento de repaso el escenario del Terror, de la guerra, de los problemas de Pasternak, de Brodsky, etc., y de las afinadas pinceladas sobre el panorama literario del país.

Por su parte, la viuda de Mandelstam, mujer convertida en una verdadera nómada con el fin de despistar a los sabuesos de la policía secreta, aprovecha su obra para rendir homenaje a la mujer que – como ella misma dice – le salvó la vida, y que defendió en todo momento a su difunto marido en los momentos más peligrosos, en aquellos tiempos en que relacionarse con ellos no podía traer más que problemas. Su marido no resistió la dureza de los campos, las nefastas condiciones de los traslados, del frío, etc, no como Chalámov que volvió entero de su encierro en Kolymá, siendo otro de los que apoyó a la viuda .

La mujer al enterarse de la muerte de Ajmátova se pregunta de qué va a hacer sin ella, ella, Ajmátova, que había conocido con anterioridad a quien sería más tarde su marido, y que en su estrecha amistad intercambiaban poemas que se dedicaban mutuamente, y ahí comienza su libro de crudo homenaje; que va deslizándose de los primeros lazos basados en las letras a una amistad más plena y vital, que se fue fortaleciendo debido a la represión que sobre ellos recaía. Nadiezhda había quemado las páginas de la obra, mas quiso el azar que una amiga guardase una copia. En esta obra se explica la marcha del movimiento acmeísta, y se da cuenta de los tempranos problemas con el poder, que supusieron el fusilamiento de Gumiliov, que no llegó a conocer a su hijo Lev… y la represión continuada y sin piedad de la que fue objeto Óssip Mandelstam.

Un cúmulo de prohibiciones, de adversidades, de castigos, de amenazas que forjaron una estrecha fraternidad entre ellos y entre las dos mujeres que asistían a los golpes con que eran propinados a sus seres queridos y próximos. La viuda del poeta no había escrito sino que se convirtió en guardiana de la obra de su esposo, cuyos poemas memorizaba y difundía entre amigos; y muerto Óssip no se rompe la relación entre ellas sino que al contrario se fortalece entre ambas mujeres cuyo nexo de unión había sido el desaparecido. La autora nos hace conocer a una escritora que se convertía en una payasa que animaba las reuniones haciéndose pasar por loca, y que no se recataba a la hora de poner a caldo a algunos encumbrados poetas… y cigarro va cigarro viene, ambas en la misma cama pasando la noche de parloteo.

No se reprime, no obstante, a la hora de valorar el excesivo cuidado que Ajmátova prestaba a la conservación de una imagen limpia, lista para ser biografiada para la posteridad, como una gran escritora que era, y que se consideraba, añadiendo que muchas veces le carcomía la envidia… tal vez guiada por los celos al considerar que Óssip había sido, en cierta medida, el marido de ambas.

Un acercamiento a aquellos tiempos carnívoros, frente a los vegetarianos, que distinguiese Anna Ajmátova… ella, que había dejado escrito: «Esta mujer está enferma, / esta mujer está sola. / Su marido está en la tumba; su hijo, en la cárcel. / Rogad por mí».

Concluiré estas líneas mencionando la exposición monográfica que bajo el título de Anna Ajmátova. Poesía y verdad, se presenta en el Museo Ruso de Málaga, con retratos de ella y de los hombres de su vida (Gumiliov, Modigliani, Punin,…) poemas dedicados a ella por Mandelstam, Joseph Brodsky, o Marina Tsvetáieva, libros y objetos, que pueden servir para conocer más de cerca a la gran dama de la poesía rusa. De la que fue conocida, en los tiempos de su desplazamiento en Tashkent, como reina del exilio, decía Tsvetáieva: «¡Oh musa del llanto, la más bella de las musas! / Oh loca criatura del infierno y de la noche blanca. / Tú envías sobre Rusia tus sombrías tormentosas / Y tu puro lamento nos traspasa como flecha».

Por Iñaki Urdanibia.

Una bien seleccionada antología que no ha de pasar desapercibida para cualquier amante de la poesía… y de la vida.

«La poesía no puede pasar de la pasión, de vuestra idea señalada por el dedo, él mismo dirigido con pasión. La indiferencia no vale nada, pues la reproducción realista de la realidad tal cual tampoco, si no se quiere decir nada de lo esencial»

(Fiodor Dostoievski)

No eran buenos tiempos para la lírica o sí lo eran pero no para que ésta pudiera expresarse. A las dos nombradas pueden añadirse otros nombre como Serguéi Efron, Nikolái Gurmilov, Boris Pasternak u Osip Mandelshtam, y ampliando la nómina podríamos nombrar a Mijaíl Bulgakov, Zamiatin, Valdimir Mayakovski y hasta el mismísimo Maximo Gorki cuya figura balanceó, o fue balanceada según conveniencia del poder. Poetas en tiempos revueltos… escritura clandestina, la de los anteriores que aun a riesgo de resultar cargante podría añadirse a los Chalamov, Biely, Blok, Sholojov, Essesin, Babel, Erenhburg, Grossman, Guinzburg, Berberova, Brodski, Nabokov y una larguísmo etcétera, lo cual, reitero, da buena cuenta de que sí que eran buenos tiempos para la producción lírica pero no para sus publicación y reproducción.

Una interesante antología, necesaria me atrevería a decir, que reúne poemas de ambas escritoras: «El canto y la ceniza. Antología poética» (Galaxia Gutenberg, 2018/ hace trece años fue editada); de la primera ya habían visto la luz algunos poemas en Hiperión, Nevski Prokspet o Cátedra; de la segunda, también se habían publicado poemarios por Hiperión, Paradiso, Rubiños, Alción… y otras obras ensayísticas o narrativas – autobiográficas o dedicadas a diferentes escritores y artistas – editadas por Anagrama, Minúscula, Acantilado, etc. Dicho esto la selección y traducción de Monika Zgustova y Olvido García Valdés son francamente dignas de elogio [Me permito recomendar la lectura previa del prólogo debido a la segunda de las citadas, como el epílogo escrito por la segunda, antes de entrar en los poemas, ya que en ellos se retrata a las escritoras y se dan pistas para conocer la vida y los poemas de las escritoras antologadas. Escritos sintientes en los que se siguen las pistas, y en el caso del epílogo las geografías habitadas por las dos escritoras].

Ambas mujeres pasaron las de Caín, y padecieron el dolor de la pobreza, el exilio – interior o exterior – y la muerte, no natural, de algunos seres queridos. Dos mujeres que se mantuvieron firmes hasta que la fuerza pudo soportar el dolor… y la segunda recurriera a la cuerda para colgarse, manteniendo su dignidad. Voces solitarias que eran su voz particular y muchas voces al tiempo, soledad no elegida necesariamente sino forzada por las circunstancias y el temor reinante de cara a acercarse a apestados; multiplicidad polifónica tampoco buscada con estricta voluntad sino que se convertían sus versos en tal al hacer masa su dolor con el dolor colectivo que abundaba en el estado anímico de la ciudadanía; más aplicable esto último a Ajmátova, en cuyos poemas se cruzaban lo personal, lo cívico y lo amoroso («No me amparaba ningún cielo extranjero, / no, alas extranjeras no me protegían. / Estaba entonces entre mi pueblo/ y con él compartía su desgracia»), que a Marina Tsvetáieva cuyo reino era la poesía, impulsada por el amor.

Anna Ajmátova (1889-1966) Poeta desde joven, el fusilamiento de su primer marido, el también poeta, Gurmilov en 1921, bajo la falsa acusación de ser espía al servicio de las fuerzas monárquicas, dio un giro a su vida, ya que desde entonces la represión en trono a su persona, y a la de su hijo Lev, no cesó de por vida, salvando pequeños periodos. Una marginación programada que le impedía publicar y que le llevaba a una escritura clandestina (poemas quemados tras ser leídos a sus amigos), y que le condujo a vivir de prestado junto a otra familia. Declarada enemiga del pueblo soviético se le asignó una ridícula pensión que le hacía vivir en la más negra de las miserias; las periódicas detenciones de su hijo – por ser hijo de quienes era – le hacían ir a visitarlo a la siniestra cárcel de Las Cruces y guardar cola junto a muchas mujeres, esposas y novias, que no pocas veces debían volverse a casa sin cumplir su objetivo, ya que el tiempo era breve y el número de visitas estrechamente controlado… Lev hubo de probar las gélidas noches del destierro siberiano… De ella dijo su amigo y admirador Isaiah Berlin: «me di cuenta enseguida de que estaba escuchando la obra de un genio. El relato de la tragedia absoluta de su vida superó todo lo que jamás había oído».

Una mujer que al ser preguntada, en la fila de espera ante la cárcel, si ella, como escritora, podía dar cuenta de esto, ella respondió puedo, y así lo hizo con su afilada pluma, poetizando los años de infierno compartido… y la mirada sobre sí misma y las huellas del inexorable paso del tiempo: «Qué cambios atroces en mi cuerpo, / cómo se ha ajado mi boca torturada. / No deseaba esta clase de muerte, / no había señalado esta fecha. / Me pareció que en lo alto/ la nube chocaba de un rayo / y la voz de una inmensa dicha/ descendían hacia mí como ángeles»… Y la huella de sus versos dolientes se hizo presente en su tiempo, muy en especial en el extranjero, y en algunas oportunidades contadas en su país, en donde fue galardonada con diferentes distinciones. Siempre la constatación de considerarse un personaje de tragedia griega, que encarnaba los males que afectaban al pueblo y la esperanza de dejar una obra y de ser considerada por ella: «Y que el desconocido / de un siglo futuro/ me mire sin vergüenza, / y me ofrezca, a mí, una sombra que ronda, / húmedo un ramo de lilas/ cortadas después de la tormenta».

Marina Tsvetáieva (1892-1941) Dieciocho años tenía cuando publicó su primer libro que fue celebrado en su país. En 1922 partió, con su hija, en busca de su marido, el también poeta Sergéi Efron, que abandonó el país tras haber colaborado con el ejército blanco. Una vida de suma pobreza que le llevó de Berlín a Praga, trasladándose finalmente, en 1925, a París. Marginada de la comunidad de inmigrados rusos y al tiempo censurada en su país desde 1930. Su marido y su hija fueron captados por las autoridades soviéticas para realizar diferentes labores, y así regresaron a Rusia, algo después les siguió la poeta con su hijo menor. Al año siguiente de su llegada su marido fue fusilado y su hija enviada a los campos. En 1941, con una estricta prohibición de publicar, fue desterrada, junto a su hijos, a un remoto pueblo tártaro… allí puso fin a su vida al poco, y su hijo pudo leer la nota que ella dejó escrita: «A papá y a Alia diles, si los ves, [no sabía que su marido había sido fusilado] que los amé hasta el último minuto y explícales que caí en un callejón sin salida».

Poeta de la pasión amorosa que era la que le impulsaba escribir, centrando el amor, muchas veces idealizado en diferentes personas, en su creación poética considerada por ella como un arte casi divino, por los bordes sub specie aeternitatis. Empujada por diferentes huracanas amistosos y amorosos, en busca de lo imposible, de lo inasumible de los impensable e inefable… Su exquisitez hizo que formase un trío poético, un especia de comunidad divina de poetas, con Boris Pasternak y con Rainer Maria Rilke… este último le escribía poco antes de morir: «Nos tocamos ¿Con qué? Con aletazos. / Hasta con lejanías nos tocamos. / Vive un solo poeta, y quien lo lleva / a quien lo llevaba a veces encuentra». Mujer pasional y apasionada que tendía al amor como fusión de las almas, posturas que espantó en cierta medida al propio Rilke y también en diferente medida a Pasternak. Un volcán… «Mi país me ha arrojado tan lejos, / que un sabueso, creo, no percibiría,/ ni pasando mi alma por un fino tamiz, / el menor rastro de mi nacimiento.»… Y los permanentes arañazos de la vida que no echan por tierra los afectos: «Dolor familiar, como la palma a los ojos, / como a los labios el nombre/ de un hijo». Una escritura de extramuros (suburbios y arrabal, topos al que se había reducido a los poetas como a los judíos al gueto: «… La vida: / este lugar donde no es posible vivir. / Así, el gueto judío»), de los bordes de la ciudad y la vida… y unos poemas, escritos con lágrimas de amor, que reflejan una vida, auténtico via crucis… originado por renegados, conversos devotos, sacerdotes – servidores y cómplices del Estado asesino – para tapar la boca la víctima. Ante lo que no queda la poesía, como signo de dignidad… elaborada pacientemente «en las celdas de la Rebelión y en las buhardillas de la poesía lírica».

Algunas obras para mayor acercamiento a ambas mujeres

Elaine Feinstein, «Anna Ajmátova» (Circe, 2006)

Marina Tsvetáieva, «En el país del alma. Correspondencia» (La Poesía, señor Hidalgo, 2008)

MarinaTsvetáieva, «Les Carnets, 1913-1939» (Syrtes, 2008)

Ariadna Efron, «Marina Tsvetáieva, mi madre» (Circe, 2009)

Marina Tsvetáieva, «Diarios de la Revolución de 1917» (Acantilado, 2015)

Marina Tsvetáieva, Boris Pasternak, Rainer Maria Rilke, «Cartas del verano de 1926» (Minúscula, 2012)

Y un par de enlaces

http://kaosenlared.net/marina-tsvietaieva-en-el-ojo-del-huracan/

http://ftp.kaosenlared.net/secciones/23308-un-tri%C3%A1ngulo-po%C3%A9tico#