Por Iñaki Urdanibia

Tres cosillas para empezar: 1) Decía André Gide y cito de memoria: os odio familia, puertas y ventanas cerradas, la alegría por decreto (el listo de turno del zascandileo hispano añadía que lo hacía para quedarse con los hijos y hacérselo con ellos ¡vaya por dios!); 2) Los que frecuentaban el círculo de Jean-Paul Sartre eran conocidos como la famille, en la que se incluían los miembros de la revista Les Temps Modernes; y 3) El término de “autoficción” tan en boga hoy en día, fue bautizado a finales de los setenta por Serge Doubrovsky en un libro (Fils) que paso sin pena ni gloria y del que únicamente perduró la etiqueta nombrada.

No pocos escritores y pensadores han convertido el yo en literatura: no pasaré lista pero san Agustín, Montaigne, Jean-Jacques Rousseau, el mismo Descartes usaba en sus textos la primera persona, Chateaubriand, Gustave Flaubert, Simone de Beauvoir, André Gide, Wotold Gombrowicz, Virginia Woolf, Robert Musil escribieron de sí mismos, y de algunos de ellos se dieron a conocer sus Diarios como parte esencial de su obra (¿cómo no recordar la enormidad de páginas dedicadas a tal menester por Henry David Thoreau, por ejemplo?). Si este último podía decirse que usaba los diarios, nada menos que siete mil páginas, como inspiración para sus posteriores libros, novelas, etc. algo parecido puede decirse del escritor que provoca estas páginas: Hervé Guibert (1955-1991), del que ahora se ha traducido su «Mis padres», editado por Cabaret Voltaire, su escritura desde su primera obra a la última parten del yo y acaban en el yo; mas vamos por partes.

En todos los escritos de Guibert se halla la idea de familia, en la que se incluían amantes, amigos cercanos, compañeros, personajes que asoman en sus novelas y que formaban parte de su vida. Ahora bien, en la presente entrega estamos ante la familia biológica, la de sus padres y las problemáticas relaciones que con ellos mantuvo. Si nos atenemos a lo que afirmaba su amigo Michel Foucault que decía que a Guibert “no le sucedían más que cosas falsas” (*), podría aminorarse la crudeza del libro que presento, en el que hay momentos en que no resulta distante la frase de Gide citada al comienzo del artículo; véase a modo de ejemplo: tras una visita a sus padre dice «Vuelvo profundamente aquejado, conmocionado por esta demostración de miseria humana […] Todo lo que me espanta de mí mismo, hasta lo más pequeño, me parece heredado de ellos [ …] No solo les odio… sino que odio lo que miran y lo que comen, odio los asuntos donde posan sus culos y las ropas que cubren sus cuerpos, odio su apartamento, sus lecturas…»; el tono está marcado, y se repite, de una u otra manera, en distintas páginas del libro… hasta el punto de mostrarse agresivo con sus cadáveres, páginas antes . Admite, eso sí, que no desearía tener hijos tan ingratos como él, en caso de tenerlos.

Este enfant terrible de las letras francesas, en la que devino muestra de escritura sobre la homosexualidad y sobre el síndrome de insuficiencia adquirida, avanza con crudeza y con una sinceridad descarada, revisando su vida, sus complejos y problemas corporales: su preocupación por su pene y los intentos de solución , descartado el recurso a la circuncisión o operarle de fimosis, finalmente dejada la solución en manos de su padre utilizando medios domésticos; o sus problemas con respecto a su pecho que consideraba que era deforme. No se nos ahorran sus ligues, su frecuentación de locales oscuros, sus artículos en el periódico, Le Monde, sus navegaciones y domicilios, sus estados de salud quebrada, y una ambigüedad con respecto a sus progenitores que aun odiándoles, les echa en falta en momentos puntuales, llegando a límites borrosos, cuasi-incestuosos, con respecto a u madre. No evita, como no podía ser de otro modo, el problema que supuso el declarar su condición homosexual a sus padres… tomado como la mayor desgracia en algunos momentos hasta el punto de que su padre decía que si se supiera que tenían un hijo maricón se iba a quedar sin trabajo… Salpican las marcas de diferentes productos que, en opinión de su padre, le revestían de prestigio, y de otros que a él le recordaban sus tiempos de niñez.

En fin, crudas confesiones en las que Hervé Guibert (1955-1991) que puede ser considerada como su novela de aprendizaje, y… de desaprendizaje del canon de la sociedad biempensante.

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(*) Entiéndase bien que lo dicho no quiere decir que el filósofo despreciase a su joven amigo; al contrario siempre defendió desde, su primera obra, La Mort propagande, al escritor señalando que éste venía a mantener en esta novela [podría añadirse que en las siguientes también] una postura del tipo: “queréis que se hable de esto[ se refiere al sexo], pues vamos allá, vais a escuchar más de lo que esperabais” (cita tomada de una entrevista de 1977, No al sexo rey, republicada en Dits et Écrits II. Galimard, 2001; pp. 261-262). Ya de paso diré que de la relación cercana, familiar, que mantenían ambos, baste con consultar la biografía del filósofo de Didier Eribon, traducida por Anagrama en 1992, para conocer como Guibert fue uno de los que acompañó a Foucault en la habitación del hospital en sus últimas horas… Del mismo modo que se alude a él en el libro de entrevistas, Une vie politique (Seuil, 2014) de quien fuera compañero del filósofo, Daniel Defert, en donde el entrevistado relata las relaciones con Guibert con el fin de poner en marcha una asociación contra el SIDA, relaciones un tanto problemáticas que no hicieron desistir a Defert a la hora de poner en marcha Aides… No me resisto a transcribir el certero relato de Guibert en Mauve la Vierge, en cita tomada del libro de Eribon: «Tenía necesidad de terminar sus libros. Este libro que había escrito y reescrito, destruido, negado, vuelto a destruir, vuelto a pensar, vuelto a construir, acortado y alargado durante diez años, este libro infinito, lleno de duda, de renacimiento, de grandiosa modestia. Tuvo la tentación de destruirlo para siempre, de regalar a sus enemigos su triunfo imbécil, que pudieran difundir el rumor de que ya no era capaz de escribir un libro, de que su mente llevaba tiempo ya muerta, de que su silencio no era más que el reconocimiento del fracaso…».