Por Iñaki Urdanibia

No es por, pero he de señalar que el título del libro que tengo en las manos resulta algo engañoso: «Filosofía en el jardín» de Damon Young editado por Ariel, y me explico. Conste que lo que anuncio no empaña para nada los floridos paseos propuestos. Los filósofos en sentido estricto a los que acompañamos son cuatro: Friedrich Nietzsche, Jean-Jacques Rousseau, Jean-Paul Sartre y Voltaire, el resto, es decir, siete más pueden considerarse como escritores: Jane Austen, Marcel Proust, Leonardo Woolf, Colette, George Orwell, Emily Dickinson y Nikos Kazantzakis. En honor la verdad entre los primeros, entre los filósofos, han de sumarse a los nombrados los que aparecen en la Introducción: Filosofía al aire libre: Aristóteles en su Liceo, Platón en su Academia, Epícuro y su Jardín, y otros pensadores señalados de manera circunstancial como Sócrates, Cicerón, san Agustín, Heidegger o Heráclito. Las primeras páginas mantienen un tono realmente filosófico, refiriendo el papel motivador para la creación que han jugado tales espacios, muy en concreto en el quehacer de los filósofos, en especial griegos; esas páginas a las que e refiero resultan unas pinceladas filosóficas acerca de la naturaleza y la invitación que esta ofrece, en su forma delimitada, a filosofar; tono que será retomado, con derivas socrático-platónicas en el último capítulo: Un extranjero ante las puertas. Ya lo avisa, no obstante, el autor desde el principio: «No es una obra filosófica, sino el retrato de una serie de vidas filosóficas», lo que no quita, reitero, que el título puede despistas en la medida en que se puede tender a pensar que nos vamos a encontrar en el camino con Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau. Byung-Chul Han, Michel Onfray, Frédéric Gros, u otros paseantes solitarios, o acompañados, como los peripatéticos… vaya usted a saber.

Tras estas primeras páginas, el autor nos acerca a los creadores nombrados. Comienza con Jane Austen y nos hace entrar en sus casas, en sus habitaciones en sus disputas con alguna de sus hermanas, en las cartas intercambiadas y en diferentes jardines que contempló en las diferentes casas en las que vivió. Se nos da a conocer su concepción de la escritura y la influencia que le supuso la lectura del poeta Pope, que le contagió ciertos dejes morales. Queda expuesta su intención a la hora de crear historias, guiadas por la piedad hacia los enamorados y la tendencia a que todo acabase bien. Destaca el autor el peso que tuvieron en sus momentos creativos los jardines, siendo más bien nulos en Bath, ya que la falta de jardín le hacía que se resintiese la escritura, cosa que se observaba hasta en las cartas; el impulso creativo que le suponían los paseos por el jardín de Chawton Cottage, impulso que se vería resucitado en Southampton, se han de asociar así los diez años de falta de escritura a la falta de jardín… El autor aprovecha para resumir algunas de las obras esenciales de la escritora, y concluye señalando que «el jardín de Chawton Cottage era una lección de eso que ahora se llama “la mirada a gran escala”, pero Jane Austen lo saboreaba a una escala menor», buscando el modelo de la perfección.

La relación de Marcel Proust con los árboles no era mayormente amable, el asma no le ayudaba a frecuentar los campos: los tres arbolitos japoneses que tenía en su cuarto, que le parecían horrorosos, acabó vendiéndolos; el maestro del detalle y la memoria, sí que los tomó como objetos de su escritura del mismo modo que de inspiración le servían los objetos más inesperados; nos es presentado el escritor en una habitación húmeda y con olores insoportables, con una suciedad grande. Los bonsais estaban de moda al igual que muchas de las costumbres japonesas en aquellos tiempos, y el propio escritor se dedica a los detalles y al miniaturismo con respecto no solamente a los árboles sino a los personajes y los paisajes. No solamente le gustaban los arbolitos de su maceta, como campaña imaginaria, sino que igualmente le atraían los pendientes, las xilografías y los juguetes japoneses…. «homenaje a la vastedad evocada de las pequeñas cosas». Más allá de cualquier modo puede pensarse en estos bonsais como símbolos de su quehacer, seres con amplias y significativas inscripciones del pasado. Arquetipo en miniatura de los árboles todos, en una combinación de tiempo y extensión, «una invitación a soñar con la inmensidad y la edad». Una búsqueda constante de los tiempos pasados «en los objetos pequeños y desapercibidos». Y la infancia en casa de sus familiares, en Auteuil e Illiers, castaños, espinos…el asma le hizo alejarse de aquella atracción. Atraído por las clases de filosofía , la distinción entre fenómenos y noúmenos, intrigándole al escritor más lo segundo que lo primero. En busca del tiempo perdido, guiado por la memoria involuntaria.

Del mismo modo que se nos abren las puertas de las habitaciones de los nombrados con anterioridad, la siguiente casa a la que se nos invita es a la del matrimonio de Leonard Woolfy Virginia, en Monk´s House. El capítulo se centra en Leonard, en sus años en Ceilán ejerciendo de colonialista, ocupando responsabilidades como enviado del gobierno británico; tenía serias dudas sobre la empresa colonialista lo que no quita para que cumpliese a rajatabla las ordenanzas establecidas. En la pareja, una vez casados, era él quien se ocupaba con mayor entrega a la jardinería. La enfermedad de Virginia, le suponía más oscuridad en su ya oscura visión del cosmos. Así, para él, el trabajo en el jardín era el reflejo de la lucha entre orden y caos, que se daba en el mundo. Él siempre mostrando un estoicismo a prueba de bomba, más tras haberlas vistas caer en dos ocasiones: en la primera guerra mundial y en la segunda en la que perdió amigos y algún hermano. Se presentan también algunos de sus escritos, que confirman su visión regida por el juego de oposiciones.

Nietzsche, a la sombra del limonero, allá en Sorrento, protegía sus ojos de la luz al tiempo que se dedicaba a sus pensamientos. Tras aquellos momentos, daba largos paseos y volvía bajo el árbol, que acabó siendo llamado el árbol de los pensamientos, ya que según su mecenas, cada vez que se colocaba allí le caía un pensamiento. A lo largo de su vida los jardines, parques y bosques fueron testigos de sus ideas; siempre prestando gran cuidado a la hora de elegir el alojamientos que debía reunir dos condiciones: clima y paisaje. Sus cambios en busca de la climatología perfecta resultaba proverbial. La enfermedad temprana y crónica le condicionaba sobremanera, más tarde llegaría la locura; añádase a lo anterior que era muy sensible a los elogios y más a las críticas, lo que hacía que buscase la soledad, sin obviar las calamitosas relaciones con las mujeres. Paseos e los que trataba de encontrase a sí mismo. En constante lucha contra la metafísica y sus ilusiones, ya que para él, «un verdadero pensador era capaz de enfrentarse al universo tal cual, sin inventarse una deidad, un espíritu ni un destino grandioso como garante existencial o cosmológico», y al hilo Damon Young ofrece unas concisas y certeras pinceladas acerca de la muerte de Dios, anunciada por el autor de La gaya ciencia. Y…la apuesta dionisíaca de los espíritus libres.

De Colette se nos da a conocer sus escandalosas escenas, tanto escritas como representadas en el teatro por ella misma, con tonos libertinos, y un abierto lesbianismo cuando todavía era un verdadero escándalo. Sus amores, con hombres y mujeres, y sus matrimonios. La vemos en su apartamento de Port-Royal y desde la ventana, la imagen propia de una casa de campo; allá escribe e imagina coloridos jardines. Y su pasión de las rosas, «que no eran un simple elemento decorativo. Era una invitación a imaginar su particular carácter, una verdadera “contemplación”…», buscando la paz y la tranquilidad en el paisaje francés, en particular en las flores. Y una mirada hacia atrás, y sus huellas, y hacia el futuro vertidas con virtuosismo, de colorida prosa, en sus novelas. Colette o el deseo permanente.

Jea-Jaques Rousseau se retrata a sí mismo y en cierta medida a su época, lo que hacía que algunos, entre ellos los revolucionarios le admirasen mientras que otros le vilipendiaban, dejando como muestra la célebre coletilla que se emplea en el Hexágono de c´est la faute à Rousseau. En la medida que escribía sobre sí mismo, él era quien creaba la figura de Rousseau, y lo hacía con innegable bravura a la hora de enfrentarse a los vicios y carencias de la época. Las ideas expuestas en el Emilio, firmado con su propio nombre,le supusieron críticas tanto de los católicos como de los protestantes, sus libros se quemaron y no le quedó otra que fugarse, vagando por los bosques de la isla de Saint-Pierre en Suiza. Allá contemplaba y tomaba notas de las plantas, llevándose algunas de ellas a su casa para examinarlas con mayor detalle. Se unían en él, cierta grosería que no ahorraba al enjuiciar a otros, además de presentarse siempre como víctima, lo que le suponían rupturas con amigos, etc. El silencio del bosque frente a la cháchara intelectual, y las plantas como descanso, lo que desembocó en su gusto en la botánica, y las meditaciones subsiguientes. El contacto con la naturaleza le llevó a la conclusión de que ésta es buena, lo que se vería recogido en sus obras, con el retrato del bon sauvage… inocencia perdida a causa de la sociedad. Siempre considerando las plantas como escuela de observación, de búsqueda del yo auténtico, lejos del criterio de utilidad que es el que imperaba sobre ellas, y sobre todo lo demás.

Enfermo crónico, de males varios, George Orwell, que se convertiría en brillante novelista y ensayista, presentaba un aire desgarbado. Lejos de cuidarse, elegía lugares para habitar nada propicios para su estado de salud, a lo que sumaba el coger una azada a la mínima y poner en marcha el jardín o huerto de rigor; entre sus biógrafos es moneda considerarlo como un ser auto-destructivo. Para el autor de la inevitable 1984, las plantas eran una«liberación de la mente totalitaria» que tantas cavilaciones le ocuparon. En la guardia imperial en Birmania, vagabundeando por las calles londinenses y parisinas, o lavando platos, herido en la guerra civil del 36,… ser culpabilizado por sus orígenes, y los puestos de sus antepasados, por el imperialismo de su país… incapaz de ser feliz. Hombre a contracorriente, y mostrando empatía, solidaria, con los de abajo… como la aspidistra «que requiere de poca luz y poca agua para sobrevivir», «que simbolizaba[por otra parte] la pereza, el conformismo y el conservadurismo, es decir, todo lo que Orwell se desvivía literalmente por evitar», en su proverbial frugalidad y austeridad. En lo que hace al modo de vida, podría aplicarse la etiqueta de santo laico que es como Michel Serres catalogaba a Simone Weil. Esto no quita para que tuviese su lado mezquino como queda recogido en el capítulo.

La poetisa Emily Dickinson, siempre vestida de blanco, se pasó la mitad de su vida sin salir de The Homestead, sin recibir prácticamente visitas de nadie, casi siempre sentada junto a la mesa en la que escribía, su prisión, entregada a la soledad de sus escritos y reflexiones. Lo que le hacía salir de la planta en la que habitaba en la casa, eran los jardines. Siempre buscando flores desde niña y atraída, en sus estudios, por la botánica. No evitaba macharse las manos, repartiendo su jardín con un recinto interior que completaba el exterior. En su época era más famosa por sus flores que por sus poemas, flores en el cerebro los llamaba, en los que no faltaban las plantas con su simbolismo. Planeaba en su vida la idea de la inmortalidad, en herencia de Emerson y Brönte, inmortalidad que busco en su escritura; alejada de las creencias institucionalizadas, lo que rebotaba a su conservadora familia. En continua disputa con quienes trataban de convencerla, escribía: «La casa de la Suposición, / La Frontera Resplandeciente / Que circunda los Acres del Quizá-/ A mis ojos-se muestra insegura».

El autor de la celebérrima Zorba el griego, Nikos Kazantzakis, siempre estaba dispuesto a sudar con tal de que brotase una florecilla. Viajero impenitente como el protagonista de su obra fundamental, la Odisea, observando diferentes lugares y flipando en un templo budista japonés y su jardín de piedras, karesansui, en el que se plasmaba según su visión el élan vital que había escuchado en las clases de Henri Bergson. Una concepción metafísica que le acompañaría en su vida y en sus obras, en un continuo proceso, que se reafirmaba en las enseñanzas budistas acerca del jardín mencionado, como instrumento meditativo acerca de la realidad transitoria. Elogio del esfuerzo continuo en busca de algo más elevado, flipando con los paisajes agrestes e inhóspitos, como los vistos en Castilla o en Creta; se mostró profético en su visita como corresponsal de un periódico ateniense en la piel de toro: España y viva la muerte, al anunciar lo que vendría, ¡Franco la muerte! que cantase Léo Ferré. «Las piedrecillas sin vida son una invitación a vivir con una mayor plenitud mientras aún podamos hacerlo».

Alérgico a la clorofila, según comentaba su compañera Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, se sentía un fracasado en los momentos de profesor en La Havre, si bien no era consciente de que tal localidad le daría sus dos personajes más famosos de La náusea: Antoine Roquentin y el castaño en el que el autor experimentó una inmensa repulsión, al contrario que lo que experimentó su personaje que fue una experiencia esclarecedora: el castaño como revelador de la náusea existencial, provocado por ese sin por qué de la existencia del árbol y de todos los seres existentes. Pelín exageradas son, a mi modo de ver, las apreciaciones del autor, Damon Young, acerca de la oscuridad de El ser y la nada, debido a los altisonantes préstamos germanos y la ingesta de drogas varias… y nada diré en el acto de achacar mala fe al pensador francés, con que el autor concluye el espacio dedicado a él, retorciendo las interpretaciones y rizando rizos varios hasta el punto de una esmerada permanente. Esto no quita para que en las dos últimas páginas ensalce la labor y el papel jugado por «el filósofo más famoso del siglo», dice.

Finaliza el periplo con la visita a Voltaire. Entramos en su chambre, ya en los tiempos en los que el cáncer de próstata se cebaba con él, y le vemos entregado a écrasez l´infame, es decir, en lucha permanente contra lo que es obstáculo para la libertad. Y como su Cándido que harto ya de las grandilocuentes elogios del mejor de los mundos predicadas por el leibniziano Pangloss. se retira a cultivar su huerto… escena que no es casual ya que la horticultura estaba muy presente en la escritura del bautizado como François-Marie Arouet, ya que había cultivado sus jardines como su personaje, al tiempo que estos le cultivaban a él.

El libro nos acerca a los creadores nombrados, siendo presentados en zapatillas sin que ello suponga que se desatiendan los análisis de sus obras, e ideas, salpimentadas con ciertos guiños filosóficos. A nivel personal he de reconocer que siendo lector de algunos de los presentados, la lectura del libro me ha ampliado el conocimiento de aspectos, existenciales, en los que no había reparado.

Las casi veinte páginas de bibliografía comentada, de hoja en hoja, cierran la obra; lástima que en lo fundamental sea en inglés, y no se faciliten las correspondientes traducciones al castellano.

N.B.: Sobre la marcha, debido a la falta de previsión y programa, se me ha ido yendo la tecla, vamos que me he cebado… al borde, exagerando lo que se haya de exagerar, de correr el riesgo que exponía el ingenioso Jorge Luis Borges, en su Del rigor de la ciencia, la realización de un mapa que reprodujese a tamaño natural lo que se trataba de representar… En fin, quien quiera más detalles, que muchos he ofrecido, y más hay… que lea el libro, en el que, desde luego, no se aburrirá atrapado por el rizoma expositivo y anecdótico.