Por Iñaki Urdanibia
Nombrar al escritor francés (1936-1982) lleva consigo asociarlo a una personaje original, y juguetón que desarrollaba su labor en el seno del OuLiPo, entregándose a los ejercicios de estilo, al modo de su maestro, Raymond Queneau, a la elaboración de lipogramas, palíndromos, y otros ejercicios de escritura, que constituía su vida, en una búsqueda y un intento de conquistarla infatigable. No se reduce, no obstante, la cosa a ese terreno lúdico, ya que en su tarea de descifrar el mundo, y como él mimo señalase, abarcaba igualmente otros registros como el sociológico (Las cosas) que podía incluirse en la ola que se dio de la mano de Henri Lefebvre, Roland Barthes o Jean Baudrillard, y el autobiográfico, género en el que destacaba su W o recuerdos de la infancia, obra que camina a dos patas: la una referida a la desaparición de su madre y otras marcas en su memoria, y la otra en la presentación de una distopía olímpica en la que el deporte juega el papel de educar los cuerpos para el fascismo; en esa misma senda pueden nombrarse algunas de las listas que amaba realizar: en las que enumeraba los lugares en los que había dormido, u otras cuestiones relacionadas con su vida.
En el texto que ahora presenta Seix Barral siendo la primera vez que se publica de Pirineos abajo, fue publicado originalmente en 1980 El libro es presentado con un jugoso prólogo de Pablo Martín Sánchez y la traducción de Adolfo García Ortega, «Ellis Island», en él el escritor nos lleva a Nueva York y más en concreto a la isla, que otorga el nombre de la obra, que servía como filtro a los que llegaban escapando del Viejo Continente. Los relatos corresponden al trabajo que en colaboración con Robert Bober emprendiese con el fin de realizar una película sobre tal geografía.
No está de más señalar que su vida – según sus propias palabras – fue tallada por la Historia y su gran hacha: su padre, Icek, murió en combate, en 1940, cuando el niño tenía seis años, el día del armisticio; su madre, Cyrla, fue arrestada dos años después en una redada, siendo trasladada a Auschwitz, perdiéndose su rastro en 1943; ha de añadirse a esta lista de muertes, la desaparición de tres de sus abuelos que se dio en la deportación. El niño quedó en manos de la Cruz Roja que le entregó, tres años después, a sus tíos que le cuidaron, junto a su hija, facilitándole la educación.
Sus padres eran polacos y judíos, de modo y manera que Georges Perec sabía bien lo que era la emigración, y en la obra que ahora se presenta se habla de tal fenómeno, el de la inmigración europea a Estados Unidos, lugar que era soñado como el paraíso, el lugar en el que comenzar una vida nueva, desde cero y con las puertas de las posibilidades de mejorar abiertas de par en par. Se inicia la narración a partir de la primera mitad del siglo XIX, tiempos en los que la oleada de campesinos irlandeses que buscaban solución ante sus cosechas asoladas, los liberales alemanes que huían de la represión que siguió a las movilizaciones de 1848, los nacionalistas polacos cuya lucha fue aplastada en 1830 , los armenios, los griegos, los turcos, al igual que para todos los judíos del Este europeo que escapaban de la persecución a que eran sometidos, los italianos que morían de cólera y de miseria, etc. En barcos atestados, apilados en las bodegas, partían de Hamburgo, Bremen, El Havre, Napolés, Liverpool, etc. [ el espíritu lúdico y ocurrente del escritor no cesa: así las iniciales de Rótterdam, Bremen, Gotemburgo, y Palermo – que son citados en la página 39 – dan como resultado las iniciales de los nombres de Robert Bober y Georges Perec, como señala, por otra parte, el editor]. Al llegar a la isla mentada eran sometidos por agentes de la Oficina Federal de Inmigración a un análisis que versaba sobre los orígenes de los que llegaban, su afiliación política, qué dinero poseían, si teñían familiares o amigos en el país, si tenían contrato de trabajo…veintinueve preguntas que debían ser respondidas en poco menos que dos minutos que hacía que se dejase pasar a los interrogados o se les prohibiese la entrada. Con el paso de los años, las condiciones de admisión fueron endurecidas; «de 1892 a 1924, cerca de dieciséis millones de personas pasarán por Ellis Island, a razón de entre cinco y diez mil por día». La isla dejó de funcionar en 1954, pasando a ser un lugar de recuerdo, preparado para ser visitado. Aquella fábrica de americanos, por la que pasaban el setenta por ciento de emigrantes que llegaban al Nuevo Mundo, no era el único lugar de entrada, ya que quien contaba con suficientes ingresos podía sortear estos trámites de selección; la americanización suponía que se debía cambiar de nombres para hacerlos más adecuados a la lengua del lugar. De todo esto da cuenta Georges Perec que aclara que: «tan sólo el dos por ciento de los emigrantes de Ellis Island fue rechazado. Eso, sin embargo, equivale a doscientas cincuenta mi personas. Entre ellas, de 1892 a 1924, hubo tres mil suicidios».
Si de todo esto da cumplida cuenta la primera parte del libro, La isla de las lagrimas, la segunda, es una Descripción de un camino, donde el autor pone de relieve las cifras de viajeros por nacionalidades, presenta las embarcaciones que se dedicaban al transporte de los emigrantes, dando datos acerca de la isla, de la propiedad de la misma y la función a la que fue dedicada, señalando los diferentes pasos en que se transformó en filtro para seleccionar a los que llegaban; anteriormente, por supuesto, ya habían llegado personas sin pasar por tal lugar. Perec aporta pelos y señales sobre la historia posterior al cierre en 1954.
Fue el 31 de mayo de 1978, cuando Robert Bober y el escritor visitaron por primera vez aquella isla, lugar de lágrimas y más tarde de memoria, y Perec se plantea una serie de problemas acerca de cómo representar aquello, cómo tratar de revivir lo padecido por muchos, cómo desvelar lo que no ha sido mostrado, fotografiado, archivado, restaurado, escenificado. Y en la visita por diferentes pasillos e instalaciones tratan de imaginar cómo fue realmente la vida allá, y para ello aborda las descripciones de diferentes objetos e instrumentos, y trata de mostrar aquello que les es dado ver. Las ruinas, la maleza, factorías, cobertizos, abandonados, y la mano que ha hurtado los materiales de valor, aumentando la sensación de ruina; y la visión desde aquella Golden Door, la Puerta de Oro, de la estatua de la libertad, de Manhattan, desde aquel lugar que en su tiempo no era todavía América sino una prolongación de propio barco que les había traído. Lugar de espera y de temor a que les fueran birladas su maletas, o a que no fueran admitidos ellos o sus familias, por no cumplir las normas sanitarias y otras; y unas letras marcaban a los sujetos, letras que señalaban la enfermedad detectada, y que suponían ser mandados para atrás o ser sometidos a análisis más puntillosos, lo que suponía más tiempo de espera y de temor en aquel inhóspito lugar. La visita va acompañada de las explicaciones de los guías que nombran a algunos destacados personajes que por allá pasaron, y numerosos historias de personas y familias… y las huellas imborrables de la historia, que ha conformado la conciencia de ser americano [no me resisto a puntualizar – esto es cosa mía, no de Perec – que hay algunos que allá llegaron que piensan y se comportan como si ellos estuvieran allá desde el inicio de los tiempos, y no los nativos salvajes, indios ellos, o los enanos morenos que llegan del sur… de los negros, mejor lo dejamos].
En fin, una geografía en la que confluyen recuerdos, temores, esperanzas, riesgos, sueños y pesadillas,… dieciséis millones de historias de quienes debieron huir para evitar el hambre, la miseria, la opresión política, el racismo o las discriminaciones religiosas. Y el libro cobra una actualidad radical ya que hoy todavía en diferentes mares y fronteras hay quienes se ven obligados a arriesgar su vida, a abandonar a su familia, a gastar todos sus ahorros conseguidos con tiempo y con esfuerzo, y como dice Perec «no se trata de apiadarse sino de comprender», con aires de familia con aquellas palabras de alguien que tanto sabía de desterritorializaciones, Spinoza: «no reír, ni llorar sino comprender»; y los recuerdos y el deber de memoria ocupa la mente del escritor, que piensa en sus padres, en sus abuelos y en el destino de ellos y de otros muchos que si no fueron a parar allá, vivieron su vida, a través de la errancia, la dispersión, la diáspora, parando en otros lugares, y sus reflexiones acerca de su ser judío, sin creencias, sin sentido de la pertenencia, sin vínculos, con la única certeza de «haber sido designado como judío, y en tanto de judío, víctima» y la única deuda que se dilucida entre el azar y el exilio, y las diferencias con respecto a sus padres polacos, en lo referente al lugar de nacimiento, a la lengua hablada, los hábitos… y la diferencia con respecto a su compañero de viaje, Robert Bober. Es de subrayar, además de todo lo ya dicho, que en ningún lugar de sus obras se ha expresado Georges Perec con tanta claridad acerca de su relación con el ser judío; añadiré que la obra se desliza con tonos de un brillante lirismo, que algunas ocasiones se traduce hasta en la distribución del texto en las páginas.
La visita concluye con unas palabras americanas de Franz Kafka y con el poema de Emma Lazarus que está escrito en la base de la estatua de la Libertad, y las sucesivas leyes que contradicen las bellas palabras que elogian la hospitalidad y que empañan el brillo reluciente del sueño americano.
La obra se cierra con un apartado de Documentación gráfica que recoge fotos de indudable valor, que representan a seres cargados de temores y esperanzas que pasaron por allá.
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