Por Iñaki Urdanibia.
En esta segunda entrega, recopilo algunos artículos publicados sobre sus obras.
Entre la incertidumbre y el dolor
Un ex-maestro de escuela primaria de Vála Occidental, que se había jubilado anticipadamente, trasladándose a la paz del campo y dedicándose allí a la cría de las abejas, obteniendo provecho de la venta de la miel de ellas procedente, recibe allí por la primavera de 1973 una carta del hospital regional de Västerás; ante tal recepción: «una de dos. O esta carta dice que no corro ningún peligro. O tengo cáncer y me voy a morir. Y lo probable, naturalmente, es que sea eso lo que dice», ante la eventualidad de tal ingrata notificación hospitalaria opta por lo que él juzga la salida más inteligente: «No abrirla, porque así podré seguir abrigando una especie de esperanza». Así pues, y tras una sosegada deliberación, decide tomar el «sobre pardo de ventana en cuyo extremo superior, a la izquierda, dice bien claro: Hospital Regional de Västerás. Laboratorio central», y lanzarlo al fuego de la chimenea. A partir de entonces su vida se va a convertir en un camino de incertidumbre y de convivencia con los, en él, habituales dolores. Dolores sordos («curiosa tensión sorda en la parte posterior de la región renal»), ya que dichas sensaciones pueden tomar otras formas bien diferentes. El apicultor debido a su continuada conexión con el dolor, se convierte en un verdadero estudioso y especialista en tal tipo de sensaciones, las cuales a diferencia de lo que sucede con otro tipo de sensaciones no tienen correspondencia en el terreno idiomático, así «dos personas pueden ver el mismo color, pero no sentir el mismo dolor».
Tal es en síntesis el telón de fondo de las notas que el mismo apicultor dejó en sus cuadernos, frases escritas por este ser aquejado de un cáncer mortal que, poco a poco, se fue dejando sentir en su bazo. Reflexiones acerca de sus dolores constantes, de su vida en medio del ambiente campesino, de sus pasados amores, de su visión anarcoide y asocial de las estructuras que le rodean.
El autor de «Muerte de un apicultor» – quinta y última parte, independiente de las anteriores y primera y única, traducida al castellano comme d´habitude por Jesús Pardo, de una pentalogía sobre su tiempo y su generación – es el sueco Lars Gustafsson, presentado como como el «Borges sueco» por sus editores (Muchnik), escritor considerado como uno de los valores más sobresalientes, sino el más, de la contemporánea narrativa sueca.
Puestos a encontrar parentescos en la prosa de Gustafsson, varios son los nombres que se podrían barajar: Thomas Bernhard, Robert Musil, Borges, Nietzsche y también asoman algunos temas schopenhauerianos, por citar algunos de los parecidos e influencias más cercanos. Yendo por partes, y no estando en mi ánimo entrar en grandes profundizaciones, se podría afirmar que la «subjetivización» que se observa en los novelistas citados parte en gran medida, de los planteamientos de Schopenhauer y Nietzsche. Es decir, y ciñéndome al primero, el posicionamiento del autor de «El mundo como voluntad y representación » partiría, según él mismo señala en dicha obra, de que «tener espíritu filosófico es ser capaz de asombrarse de los acontecimientos habituales y de las cosas de todos los días, el plantearse como sujeto de estudio lo que hay de más general y más ordinario», de tal modo que al final, en su filosofía el objeto (el mundo) se reducirá al sujeto, y dentro de éste y como lugar privilegiado el cuerpo, siendo éste un objeto entre objetos además de voluntad. Cercana a estas posturas estarán las posturas del Nietzsche de «El nacimiento de la tragedia», quien intentando mantener, en una especie de vacío, al margen del pesimismo y el optimismo, y en cualquier ausencia de síntesis – o victoria final – verá una eterna permanencia entre la vida y la muerte, tomando el cuerpo humano (la «gran razón» como él mismo lo calificará) como verdadero modelo de sentido en la interpretación de la vida.
Tras este breve – y simplificador – excurso, se puede convenir en ver cómo tanto la prosa de Borges, Bernhard y Musil, al igual que la de Gustafsson, son deudoras de la influencia de los dos filósofos a los que he aludido. La creación de mundos ficticios e imaginarios tal caros al escritor argentino pueden encontrar paralelismo en las reflexiones Gustafsson (especialmente sus páginas dedicadas a aquella civilización que se ocupa directamente de la realidad sin ningún intermediario simbólico, o el capítulo dedicado al «adormecimiento de Dios», etc.). En las páginas – especialmente en las autobiográficas – de Thomas Bernhard, el detenimiento con respecto a los temas relacionados con el cuerpo y la salud son una constante temática igualmente presente a lo largo del libro del escritor sueco que comento. La desagregación del sujeto en el «Hombre sin atributos» de Musil, punto de encuentro de todos los saberes de su época, bajo la bandera del empiriocriticismo machiano (con el permiso de Vladimir Illich Ulianov), viene igualmente a la mente ante las lecturas de las páginas gustafssonianas, salvando, claro está, las distancias de extensión como de profundidad de la obra del escritor vienés, y, por supuesto, los aspectos geográficos.
Literatura que correspondería fielmente al ambiente de desesperación de una sociedad agonizante y que lleva al apicultor a decir que «lo único verdaderamente asocial que se me ocurre es que, por así decirlo, me he situado fuera de los niveles habituales de las pretensiones sociales».
(EGIN, 9 de diciembre de 1986)
Lars Gustafsson sigue
+ Lars Gustafsson
«Segismundo»
«Fiesta familiar»
Muchnik Editores, 1987/1988.
Sobrevolando por los pliegues de la historia
Si Gilles Deleuze apunta a que el pliegue es la figura propia de lo barroco (se anuncia una obra en la que el pensador francés liga el tema con Leibniz) – pli selon pli que diría Pierre Boulez, inspirándose en Mallarmé – el Segismundo, sobre las memorias de un príncipe polaco barroco reza el subtítulo, que trae a las páginas el escritor sueco se desenvuelve como pez en el agua de la historia, se pliega y despliega, cavilando sobre su propia existencia que se turna con su no existencia, lo cual le conduce a una especie de letargo del que al despertar se topa con los aconteceres históricos de diferentes épocas ya que ha de tenerse en cuenta que el príncipe guerrero, Segismundo III, murió en 1632, lo que no le impide al estilo del personaje de Virginia Wolf, volar por el tiempo (me refiero a Orlando , claro); «durante estos periodos me muestro yo tan real como el reseco esqueleto del rey Segismundo», lo que no impide que cuando el mundo se le antoja muy espeso e inaguantables se tome un reposo, renunciando a él, viviendo «sin vivir. Estoy despierto sin estar despierto. Escucho sin oír».
Dos ejes vertebran las historias que, a modo de collage, van irrumpiendo en la poliédrica novela: por una parte, recomenzamos. No nos rendimos que se complementa con sí existe el paraíso, lo único que queda es inventarlo. Con la tensión entre ambas el príncipe polaco asiste a diferentes periodos y acontecimientos históricos que le sorprenden tanto en lo que hace a los cambios paisajísticos provocados por el desarrollo de técnicas depredadoras de los humanos, de diferentes sistemas políticos – que van desde Rusia hasta la RDA – que muestran el rostro más impresentable de los humanos. Junto a esto pueden detectarse algunos visos de esperanzas en un futuro armónico para lo que han de darse unos sentimientos «grandes, claros, limpios e insolubles».
Si en cuenta se tiene el papel de alter-ego, con respecto al escritor, que juega el personaje, es natural que algunos temas asomen con fuerza: así el carácter no dogmático del marxismo, en la medida en que si uno se apoya en el marxismo de un Luckács, rechaza el de Benjamin y viceversa, y si casa con algunos de ellos no lo hace con Adorno, etc., por nombrar algunas de las referencias que utiliza el escritor, lo que hace que se hayan de tomar los textos de Marx en su propia letra, y andarse con tiento la hora de tomar como oro de ley las diferentes interpretaciones que se erigen en la verdad pura amén; se vislumbra, por otra parte, ante el infierno terrenal un horizonte que pueda retomar lo más aceptable y brillante del pasado de la humanidad: «yo soy de los que, al llegar a los treinta y siete años [téngase en cuenta que a la sazón era la edad de Gustafsson], comienzan a pensar que el mundo tiene que haber sido alguna vez infinitamente mejor de lo que es ahora, es decir, mitos de paraíso». Tampoco faltan las visita a cuestiones relacionadas con la literatura y otras expresiones artísticos, algunas disquisiciones epistemológicas, y cierta apuesta por un humanismo no doctrinario; responden algunas de las cuestiones apuntadas, de manera nada disimulada, al pensamiento del escritor.
Mención especial merecen las páginas en las que se pone en solfa al mismísimo dios, al tener en cuenta de que si éste existiese – como se afirma – en su bondad y omnipresencia no permitiría algunas bárbaras figuras históricas y sus nefastas actuaciones, como el general Franco, el presidente Nixon… ante lo cual: en vez de llevar a la humanidad al desastre más propio sería que propusiese una vuelta «a las costumbres silenciosas de los dioses griegos»… «si yo fuera bueno y omnipotente no habría habido un Sombreril y un Verdun, ni un Auschwitz y un Hiroshima, ni supresión de la rebelión de los cipayos y trabajo para niños en las minas inglesas en los años sesenta del siglo pasado». Trasluce en algunos párrafos la defensa de la historia y su zigzagueo, que parece haber sido arrinconada por los humanos…
El libro se convierte en un repaso en el que unos espejos reflejan otros en un juego laberíntico en el que nos la habemos con pintoras, flautistas, miembros de la policía y el ejército, liberales y burgueses… sin obviar que también hay espacio para un guerra galáctica… y los deseos y proclamas en favor de la paz, basada en la justicia, única forma de que la paz universal alcanzada tuviese un verdadero valor armónico y, como tal, deseable.
Las grietas ecológicas
Si El Sr. Gustafsson en persona, acababa con ciertos aires de derrota y de resaca tras la agitada década transcurrida, llena de esperanzas y en la que parecía tocarse la utopía con la punta de los dedos: así se leía, «casi sin darnos cuenta nos fuimos acostumbrando, a lo largo de los años sesenta, a vivir en Estados-policía, de modo que cuando tuvo lugar el cambio no nos apercibimos de ello, y ahora, como la cosa más natural del mundo, contamos con que se nos meta en la cárcel, se nos maltrate contra paredes de cemento, nada de esto nos extraña – para concluir páginas después, mostrando su bajo estado de ánimo – cegado de soledad y miedo en esta torre fría y lejana, aislado de todo cuanto hasta poco antes me había parecido cercano, asustado por mi propio pasado, asustado por el mundo obscureciente del futuro, exhausto después de uno de los días más largos de mi vida, vacilante como un astronauta en pleno espacio vacío, me apreté contra la nariz, en la obscuridad cerrada, ciego como un recién nacido…» y en el que me ocupado en este misma páginas parecía hacerse una especie de balance de los tiempos prometedores y el bajón posterior, en «Fiesta familiar», el centro de gravedad se desplaza hacia algunos alarmantes hechos que se dieron en su país. El protagonista principal es un extraño funcionario de un no menos extraño y misterioso ministerio, que va tomando conciencia por distintos datos que pasan por sus burocráticas manos, de que algo huele a podrido en… Suecia. El hombre tiene una sensibilidad a flor de piel debido a sus experiencias guerreras, su vivencia del desamor y, lo que más le escama, es que ve en el comportamiento del gobierno una clara tendencia a ocultar a los ciudadanos lo que realmente ocurre, que hace vislumbrar que tal vez se esté ante una de las mayores catástrofes ecológicas de la historia. Situación profética, si en cuenta se tiene que todavía no se había producido el escape nuclear de Chernobyl, que años después afectaría en gran medida a Suecia y lares cercanos, además de, obviamente, a la zona en la que estaba ubicada la central de marras.
Si la pentalogía de Gustafsson lleva por nombre las grietas del muro, aquí aparecen las grietas sustentadas por la mentira como forma de gobierno, lo que hace que el autor considere que la crisis representadas por las grietas, en este caso las ecológicas disfrazadas con alevosas mentiras, son de hondo calado, afectando a la civilización productivista occidental que atraviesa momentos de decadencia y vejez, de las que no parece poder escapar, lo que hace que el futuro para quienes vengan detrás puede ser realmente caótico. La postura del escritor es la de quien propone echar el freno sino se quiere descender hacia los bordes del desastre y la barbarie. Ello, no obstante, y el escritor es consciente de ello, debería suponer un giro radical a través del cual los intereses guiados por el beneficio y el egoísmo dejaran de ser los valores dominantes, para dejar paso a una sociedad más equilibrada y armónica… en la que se recuperen valores como la solidaridad y la ayuda mutua, con los que se pueda dar paso al amor, imposible en el contexto de esta sociedad del bienestar de palo… en el que las grietas del muro se acrecientan a ojos vista, anunciando una quiebra mayor.
(EGIN, 20 de junio de 1987)
Decadencia o comunidad
+ Lars Gustafsson
«El Sr. Gustafsson en persona»
Muchnik Editores, 1988).
Nada más abrir el libro del escritor sueco se lee, en exergo, una cita de Henri David Thoreau: «en la mayoría de los libros, el yo, o primera persona, se omite en éste se mantendrá»… más adelante la primera persona narrativa quedará subrayada por el propio escritor: «Toda la gente se llama a sí misma “yo”, y sólo hay uno con derecho a llamarse “yo”, y éste es el que está hablando en un instante concreto. “Yo”, por lo tanto, significa: el que habla»; aquí queda claro desde el título hasta el final quién es el que habla.
Lars Gustafsson es un escritor que no se deja leer con suma facilidad. La suya es una escritura reflexiva; en sus novelas el pensamiento y la filosofía toman carta de naturaleza. Sus texto son críticos, repletos de humor auto-crítico, de fina ironía y de verdades como puños. De ahí la incomodidad placentera que provoca su atenta lectura. Teniendo en cuenta la afición por el tenis del sueco, bien podríamos decir que nos encontramos ante un McEnroe de las letras; sin guardar las normas ortodoxas, sin respetar las formas versallescas y engoladas… Gustafsson va a por todas y no se corta a la hora de llamar a las cosas por su nombre: «desprecio la obsequiosidad blandengue, los artículos de periódico demasiado cautos, los éxitos baratos, la mala lógica, el lenguaje confuso, el sentimentalismo turbio, desprecio las mentiras públicas, desprecio el anti-intelectualismo, el odio a todo cuanto parezca pensamiento, y desprecio cuanto haya en mí que participe de todo esto …» (todo un programa). Con tales presupuestos, “el oficio de escritor” no es ningún camino de rosas para el sueco, sino que a veces se convierte hasta en una verdadera agonía: «pensar siempre duele, y yo siempre relaciono esto con cierta especie de dolor seco en el diafragma y, en consecuencia, gimo frecuentemente tan alto en el tren y en los aviones que viejas señoras amables se me acercan y me ofrecen tabletas calmantes que entonces no tengo más remedio que tomar, porque no podía explicarles la verdad sin exponerme al ridículo».
«El Sr. Gustafsson en persona» es la tercera entrega de la pentalogía del autor que Muchnik Editores está publicando; antes fueron «Muerte de un apicultor» y «Segismundo». En la presente ocasión, se toma como pretexto un viaje en avión, el 13 de octubre de 1969, cuando el autor contaba con 33 años – edad que el escritor considera algo así como el ecuador de su vida – después de visitar la feria del libro de Frankfurt am Main, con dirección a Berlín. Ya en el asiento del Boeing inicia su repaso, un balance podríamos decir, de su vida, de su niñez en la que los amigos le humillaban y le maltrataban, una adolescencia sumida en la oscuridad y en el imposible recuerdo; justo después de esta etapa es cuando comienzan a aflorar los recuerdos, adoptando perfiles diáfanos. Consigue una brillante beca y realiza sus estudios universitarios en Uppsala y Oxford. Ya para entonces habían comenzado sus primeros pinitos como escritor. Los motores del avión comienzan a bramar y nuestro hombre se siente como “una broma sin sentido”, como un verdadero homunculus medieval y al rato se encuentra apoyado en el hombro de una señora pelirroja, con grandes senos maternales… algo más tarde se encuentra apoyado en su mismas rodillas; observa a la pelirroja y una cicatriz que él atribuye a un posible bastonazo de la policía al reprimir alguna manifestación estudiantil, más adelante verá con agrado, al abrir el bolso su compañera de asiento, que es lectora de Horkheimer y Adorno, de Elias Canetti y de Luckács. La tal señora, Hanna Von Wallenstein (que ya asomaba en Segismundo), resulta ser profesora marxista de filosofía y es de la mano de ella – cual avezado Virgilio -como Gustafsson irá penetrando en su propia historia e irá recordando sus compromisos en aquella década prodigiosa de los sesenta.
El “pequeño-burgués incurable, incurable escéptico, hipocondríaco, lírico puro“ tenía innumerables amigos en todo tipo de células revolucionarias, guerrilleros de Goa, miembros del Frelimo, marxistas españoles, miembros de Alianza Anarquista de Malmo, de la Federación Revolucionaria de Oslo, Black Panters, etc., etc., etc. Y es que “nuestro rechazo general de la realidad existente, nuestra convicción general, profunda, obscura y terca, de la capacidad final del hombre, del intelecto, para crear historia, nos une a todos, nos transforma en amigos”. En aquel momento ya terminaban los sesenta, aquellos años en los que cambiaron nuestros sueños colectivos, en los que los hombres volvieron a encontrarse, en que los sueños parecían que comenzaban a marchar a la par que la misma realidad, época en la que se venció en Argelia y se luchaba en Vietnam, “época de asesinos, una época de asesinatos, una época sangrienta y aterradora, pero también una época de esperanza, una feliz época de abnegación…”, tiempos en los que resurgían con toda su potencia viejos escritos casi olvidados de Marx, Bakunin, Chernichevski…y otro “impresionante séquito de espíritus e ideas”, y como lugar destacado de aquel maravilloso sueño el mayo francés, “entonces cuando se juntaron sueño y realidad hasta tal punto que, por un momento, pareció que la vieja realidad iba a disolverse realmente, y surgir en su lugar, en medio de los tremendos garabatos que llenaban paredes y tapias y verjas, una sola y potente palabra alquímica que forzaría a la policía secreta a comenzar a prender fuego a sus papeles…”. Allí precisamente cuando el sueño apuntaba más alto, cuando el cielo parecía estar al alcance de la mano, allí se acabó todo. Gustafsson se pregunta qué pasa ahora que se han marchado los sesenta; y frente a la gramática del poder (“pues el poder es la única relación social realmente sólida a la que la sociedad se ha habituado”) alza una sintaxis de la resistencia. Entre estas enjundiosas reflexiones, irá intercalando el recuerdo de su propia persona y de su propia carrera profesional, como escritor, como docente, como filósofo… los innumerables libros que todo lo invaden: la influencia de Hegel, de Marx, de Kierkegaard (faltaría más siendo nórdico), de la novela francesa, etc. Tentaciones suicidas o de alcanzar un elegante status de misántropo salpican el transcurrir de la existencia del sueco.
Magníficas reflexiones, muy agudas y sagaces, en torno al fin de las ideologías, de la era del vacío, deudores de aquella época en la que “se renegó de Dios, se renegó del matrimonio, se renegó de las ideologías; pero lo más importante es que se llegó a renegar de la historia”, y sumidos en una forma de esquizofrénica vida social, poderes extraños ocupando nuestra vida normal y con potencias que nos explotan y que nos “han obligado a nosotros a refugiarnos en un páramo estéril, al que hemos dado el nombre de vida privada”. Y recorriendo de modo cuasi obsesivo todo el fluir del texto el dilema entre decadencia y comunidad, buscar la opción entre ambas y si no es posible el amor en esta sociedad “tenenos que crear un nuevo ser humano, un nuevo mundo” y para ello el continuo llamamiento a la autenticidad, a la honestidad: «¡Sople el viento cuanto quiera! ¡Manténte firme, no te sueltes! ¡Y, hagas lo que hagas, no reniegues jamás de ti mismo!».
(EGIN, 2 de agosto de 1988)
Tres novelas en una
+ Lars Gustafsson
«El tercer enroque de Bernard Foy»
Versal, 1988
Como tres novelas superpuestas en la misma, al modo de un hojaldre narrativo, Lars Gustafsson utiliza en este libro el método de la triple narración. Primero, una novela de espionaje, de la que a continuación se conoce al autor, que no es otro que un académico sueco, y para acabar la verdadera identidad del personaje asesinado en la primera parte. Tiempo, escritura, identidad, tres constantes en la escritura del sueco, que en esta ocasión se balancea entre Pynchon y Stanislaw Lem.
La novela es como un juego de muñecas rusas, cada una de las cuales conserva en su interior otras. Tres personajes con el mismo nombre: el uno es un rabino americano que casualmente se ve metido en un enrevesado asunto de espionaje a lo grande; el segundo es un académico sueco al borde de la total pérdida de su memoria, y el último, es un joven que provisto de un ordenador va escribiendo en la pantalla aquello que le dicta un enjambre que tiene por habitáculo su cráneo. De este modo el primer Bernard Foy es escrito por el segundo y éste a su vez por el tercero; narración en cadena. Tres tiempo diferentes y tres seres que además de la coincidencia en lo que hace a su nombre, avanzan por la vida a través de ciertos parecidos en los aconteceres vitales que les toca recorrer.
Es imposible en esta novela de Lars Gustafsson – como en casi todas las suyas – introducirse con rapidez en la lectura, a no ser que el lector esté predispuesto desde el inicio a dejarse llevar por el escritor. Se ha de partir del presupuesto de que uno va a participar en un juego y, en consecuencia, no se ha de extrañar si nota que de pronto que se le engaña y hasta cierto punto detecta que el escritor se está pitorreando del lector, ya que cuando al acabar la primera parte (El techo del mes de octubre es bajo) uno piensa que está en posesión de todos los datos para poder continuar con la lectura o si se prefiere para poder comenzar o entrar en el verdadero meollo del asunto, se ve sorprendido al ver que lo que hasta entonces se le ha relatado no es más que la ensoñación de un anciano al borde de la falta de riego, pero es que no se detiene ahí el juego sino que cuando uno después de observar abundantes coincidencias de este viejo poeta con el anterior rabino ya comienza a afianzarse en el dominio de la novela, se va a ver sorprendido todavía con otra parte que sigue a la segunda (Cuando los pétalos aún caían en primavera). En la tercera parte (La edad madura) se sabrá que la segunda no es más que la novela que ha escrito un joven escritor bajo tierra. De sorpresa en sorpresa somos arrastrados, de modo y manera que esta novela, reitero, sólo puede ser leída con la complicidad total y absoluta del lector. Nos encontramos atrapados en “una telaraña en otra telaraña. Un espejo que refleja otro espejo”. Tanto es así que no será extraño que el paciente lector se encuentre en algunos momentos con la verdadera duda de si está entendiendo bien lo que se le narra o si se encuentra sumergido en un verdadero agujero negro con las consiguientes pérdidas de cualquier noción espacio-temporal al uso o si se halla antes los saltos en el tiempo (y en sus respectivos mundos) de un ser con el seso desparramado. Esta banda de Moebius se desarrolla ante los ojos estupefactos del lector, que bien puede pensar que se trata del mismo personaje en tres tiempos y tres circunstancias completamente dispares, por los guiños del autor por ponerles algunos rasgos en común a los tres Bernard Foy a pesar de las llamativas diferencias de edades, de contextos y circunstancias: el uno de edad madura y rabino, el otro anciano y académico, el último un jovencísimo niño prodigio y autista. Frases y lugares comunes se repiten – con diferencias de matiz y ambientes – en los tres. Tres mundos compuestos por elementos finitos que se combinan para dar como resultado tres novelas en una . Quisiera señalar, no obstante, que a pesar de lo que haya dicho algún especialista (?) en esto de la crítica literaria, no pueden ser leídas como tres novelas diferentes e independientes ya que en la medida en que se separen las unas de las otras y se cambie el orden de lectura se pierde lo fundamental del ejercicio de lectura como juego o del juego como lectura. Está claro que las tres novelas se han de leer en el orden en que van colocadas, siendo ésta la única manera de poder entrar en harina e ir participando en el avanzar sorpresivo de la lectura. Otra cosa será que a uno le guste jugar a esto como le puede jugar o no gustar, jugar, pongamos por caso, al parchís, mas eso ya será otro asunto. De tal modo que así como en sus novelas pertenecientes a su pentalogía autobiográfica, y afines, uno puede variar tranquilamente el orden de lectura (¡qué remedio, teniendo en cuenta que se están traduciendo sin seguir el orden de publicación original!)en el caso que nos ocupa sería un empeño insensato, como insensata resulta la propuesta de hacerlo.
De todas maneras no nos encontramos ante un Gustafsson distinto al ya conocido si tenemos en cuenta sus constantes referencias a temas filosóficos, literarios y políticos, para mi consuelo, que hace que la novela resulte más llevadera y es que en esta medida, parafraseando al autor se puede decir que “no te aburrirás si sabes jugar”. El intento de Gustafsson es impecable; sin embargo, a mi modo de ver, podía haberse reducido en páginas, ya que la lectura puede resultar excesivamente larga, por lo amplio de su exposición, aspecto que puede convertir la lectura en algo tediosa al hacer perder el hilo y, en consecuencia, la vivacidad que todo juego ha de mantener, aunque bien mirado, y haciendo alusión al propio título del libro, hay juegos, como el ajedrez, que exigen mucha atención y mantenerse constantemente en vilo. Quizá el juego propuesto por el sueco es como aquella conversación que comenta uno de sus personajes que “se deslizaba de aquí para allá por cauces amenos y laberínticos, exactamente como debe mantenerse una buena conversación entre personas inteligentes”; quisiera reiterar, no obstante, que la excesiva extensión del libro hace que se le haya de prestar un atención tan continuada que, salvando las distancias, podrían recodar a aquel “hombre capaz de revivir en la memoria un día entero cuando se le antojaba. Y que, obviamente, necesitaba un día entero para hacerlo“.
(EGIN, 27 de diciembre de 1988)
El olor del infierno
+ Lars Gustafsson
«Olor a lana»
Muchnik Editores, 1988.
Una entrega más de la pentalogía, las grietas en el muro, del escritor sueco, de la que ya únicamente falta la publicación de un libro para su edición completa. Como es natural y en consonancia con el resto de los libros que componen esta magna obra, la afirmación cartesiana, cogito ergo sum, se ve transformada en sufro, luego soy, cogito deudor a todas luces a Arthur Schopenhauer. La acción en esta ocasión se desarrolla en un pueblo industrial sueco. Olor a lana y a madera húmeda, es el tono olfativo de los hechos que nos relata el tajante escritor sueco. En aquel pueblo un profesor de matemáticas, del que desde el principio sabemos que ha muerto en un accidente callejero, y un alumno que es un verdadero lumbreras, y que en opinión del profesor Lars Hedin, es un genio que llegará a cambiar el rumbo del mundo, son los principales protagonistas a través de los cuales iremos viendo el panorama de aquel pueblo. La reconversión industrial, el robo de motocicletas, las esnifadas de pegamento de alguno alumnos…
Son los tiempos de comienzo de la década de los setenta y las amplias protestas contra le guerra de Vietnam inundan el ambiente que se respira en las calles como en los comités que a tal efecto se han creado y proliferan en el medio estudiantil, en apoyo de los vietnamitas y en contra de los crímenes norteamericanos. Y es que Vietnam en aquellos tiempos era mucho más grande que lo que la gente creía. A la vez que se nos va contando la vida de los dos personajes nombrados, Gustafsson no pierde el tiempo y aprovecha para ajustar las cuentas a una serie de personajes cuyo comportamiento disgusta sobremanera al escritor sueco. Tres son sus bestias negras: los maestros, mediocres, quisquillosos, autoritarios, enamorados de la férrea disciplina; los militares, seres hechos para gritar: “¡Maaaaarch…!” y cuyo humanismo sólo se realizará plenamente con alguna guerrita de verdad, la manera más rápida de ascender de simple chusquero a algún grado de mayor relevancia; y los socialdemócratas, muestra del conformismo más acrítico que uno pueda imaginar, quienes por cierto – y eso sí que es la vida real – estrangularon una revista que Gustafsson dirigía BLM, revista literaria que cada día dejaba ver con mayor claridad sus inclinaciones políticas inconformistas. No se detiene , no obstante, en estos seres la crítica del escritor, ya que para él el problema es más amplio si cabe: lo que le disgusta es la sociedad en su totalidad tal y como hoy está organizada, situación que le lleva a preguntarse si“ ¿es posible, en términos generales, el amor en este tipo de sociedad, en esta época nuestra ?”, o dicho más explícitamente y con respuesta incluida: “para mí la sociedad es basura, es una sociedad brutal, fría, y sobre todo mendaz, que finge ser humana y jovial a pesar de que nadie tiene jamás por un solo instante la sensación de que alguien se responsabiliza de ella. Una sociedad embustera en la que lo único que realmente ocurre es que a la gente se la explota y se la empobrece cada vez más”.
Las páginas de los libros – y de éste en especial – De Gustafsson están compuestos de páginas para la reflexión. El autor a través de su relatos va plasmando un mosaico de la realidad social y sus miserias. El profesor de matemáticas piensa en la miserable realidad que le rodea y rumia las diversas soluciones que podrían darse a este impasse: organizarse una vida aislada de lo que le rodea, el suicidio como posibilidad de escape ante la asfixia del entorno, y la entrega a sus gustos predilectos: la música de Berlioz, Gesualdo y Monteverdi y las lecturas de Leibniz o Gödel. Y en todos sus persistentes momentos de cavilación la rebeldía ocupa un puesto esencial, rebeldía ante los desmadres que ve por todos lados: desde la destrucción del paisaje – a raíz de la salvaje industrialización y construcción de vías de comunicación, de la zona, de las relaciones feudales de una insólita brutalidad que reinan en la fundición de Ramnäs, que ha impuesto el terror entre los habitantes de aquellas tierras si osaban tocar sus montones de grijo, sus santas astillas, etcétera, de los militares de los que hemos dicho algo y de los socialdemócratas que también, muestran sus incapacidad de meterse con la sacrosanta corona o a los maestrillos quejicas a quienes dirige algunos pertinentes consejos que no puedo resistirme a citar: «el problema de la disciplina y todo eso que se dice de los jóvenes profesores temporeros que se derrumban y les da el hipo del susto o se derrumban directamente y hay que mandarlos a una clínica, yo no lo entiendo, la verdad. No tiene ningún mérito imponer orden en una clase. Lo que hay que hacer es. Simplemente, fascinarlos. Seducirlos. Cada hora que pasa hay que hacer algo sorprendente, algo verdaderamente sorprendente».
También resultan sugerentes a tope las reflexiones sobre la capacidad de engaño que tienen las actuales sociedades que hacen que parezca que la felicidad está ya hecha acto. Ahora la lucha es contra una especie de vaporosa niebla, no es como antes que parecía que el coco era visible y amenazante para todos. Esta capacidad de enredo que poseen las sociedades actuales, hacen que cada vez uno se sienta como más amarrado, como más cogido se halla uno por sí mismo. Y como metáfora social puede emplearse esta repetición que Gustafsson hace a lo largo de todo el libro sobre el infernal olor a lana húmeda (el olor del Hades) y es que “a ver si lo entienden: la lana tienes dos cualidades. Protege contra el frío contra el invierno, contra el invierno. Pero también encierra, aprisiona”. La labor del escritor sueco es la de quien hace que los puntos del asfixiante jersey se vayan soltando, horadando, creando huecos, agrietando el sólido tejido que parece hacer inquebrantable la prenda de abrigo y de sujeción, como si se una camisa de fuerza se tratase.
(EGIN, 28 de marzo de 1989 )
Un profesor sueco en Texas
+ Lars Gustafsson
«La historia del perro»
Akal, 2009.
201 págs./12 €.
+ Lars Gustafsson
«El Decano»
Akal, 2010.
184 págs./12 €.
Hacía tiempo que parecía reinar el más absoluto de los silencios de, y sobre, quien es considerado el más destacado escritor sueco contemporáneo, Lars Gustafsson, silencio que se ha roto con la publicación de su trilogía texana por la madrileña Akal. Larsson no escribe fuera del tiempo, y así si lo dejaba ver su pentalogía, titulada «Las grietas del muro», en la que dirigía su mirada sobre su tiempo y sobre su generación, en libros tan recomendables como «Muerte de un apicultor»; ahora asoma con su afilado ojo centrado en su patria de adopción, Texas, pues allá vive dando clases en la universidad; eso sí, tanto entonces como ahora haciendo bueno aquello que se leía en la novela recién nombrada: «los suecos somos más pacientes que otra gente», y es que la prosa del sueco avanza lentamente, tranquila, sin sobresaltos pero abarcando en profundidad los surcos por los que se desliza. La narración se ciñe a supuestos materiales encontrados, cuadernos, diarios, cartas, papeles al fin que recogen los avatares de la vida de otro, en sus relaciones con otros… «la voz que vais a oír a continuación es la suya, no es la mía…»
Con unos resabios de naderías, de absurdidades, fluyen las confesiones de esos protagonistas que escribieron sus cuitas sin ninguna intención de que nadie las leyese y menos las publicase. Una parlanchina peluquera («Windy habla»), un juez de quiebras de Texas («La historia del perro») y los secretos de un decano escritos por su confidente – y profesor de filosofía – Spencer C. Spencer («El Decano») son los tres pilares sobre los que se alza el retrato de unas vidas, con unas complejas redes de relaciones que se desplazan al pasado desde el disimulado presente, ocultando en su ser lo que no es, por permanecer ignorado u oculto. Vidas sobre las que sobrevuela la sombra del vacío, de la nada, de la incertidumbre que se genera en torno al bien y el mal, al paso del tiempo que va cargando a los humanos con un pesado bagaje tanto en lo que hace al cuerpo como a la mente, que funciona como un abierto archivo en el que se acumulan hechos acontecidos, posicionamientos mantenidos, y los distintos barnices que disimulan las fisuras que en le propio ser se ha podido ir creando.
Las referencias reflexivas, y más en concreto filosóficas, no faltan, nunca lo han hecho, en las novelas del sueco. En la primera de las entregas a las que me refiero el juez Caldwell mata a palos a un perro que hurgaba constantemente en su cubo de basura esparciendo los desechos en el jardín de un vecino lo que no podía suponer más que la certeza de enemistarse con él. A partir de entonces, como si de extrañas señales se tratasen, algunos acontecimientos coinciden haciendo que las dudas invadan la confusa cabeza del juez cuya vida monótona se ve entrecortada por incendios, inundaciones, la desaparición del perro de una librera, los recuerdos de las clases de filosofía moral que impartía un prestigioso profesor que no cesaba en su empeño por aclarar el argumento ontológico de san Anselmo; este profesor fue hallado muerto en el río, varias muertes más se suceden en un breve plazo de tiempo…cuestiones todas ellas que agitan las meninges del juez quien por otra parte va a enterarse del “secreto” pasado del profesor mencionado… ello hace que los pensamientos y preocupaciones del juez se vuelquen en las legislaciones nazis en lo referente al respeto debido a los animales, derechos que obviamente no se respetaban en las personas.
Si en el caso que señalo el humor irrumpe apuntando a señales de la época, y sus precedentes: los años de los hippies, las drogas, las preocupaciones ecológicas, etc. en el caso del Decano, puede verse la enorme huella dejada por las guerras de intervención del pasado: desde Corea hasta Vietnam, en esta última participó y fue herido el autoritario decano que se desplaza en silla de ruedas. En las notas que son halladas en el coche de Spencer C. Spencer, se habla naturalmente del decano y de las confidencias que éste le hacía constantemente ya que el anciano aun siendo un ser francamente extraño parecía sentir simpatía por el profesor de filosofía, como lo mostró al nombrarle a dedo decano adjunto y encargado de la financiación externa para investigación; del mismo modo sale a relucir el pasado del anciano, el de él mismo, y el de sus antepasados. También se habla de amor, de amores compartidos, de complicidades que se pactan en beneficio mutuo, aun a costa de la vida de algunas personas; dándose de una entrega a otra la sorpresiva aparición de protagonistas que se habían abandonado en anteriores historias. Por medio desfilarán unos variopintos personajes y unos enigmáticos lugares: pelmas arrogantes, escenas de pesca, una librería en la que confluyen distintos personajes e hilos que tienen indudable relación con ritos chamánicos… y lo narrado, en plural polifonía, se mueve entre la amenaza de la nada y el sueño, «esa arcaica materia escurridiza. Esa extraña sustancia que fluye por al alma. Ese río oscuro en cuyo fondo se ha escondido la infancia para no volver jamás. Ese que no quiere venir cuando lo llamo y que llega cuando no se lo he pedido. El sueño, ese resto de otra cosa que también vive en mí y de lo que nada quiero saber», en un escenario formado de tejemanejes, de zancadillas y apoyos interesados que reflejan el mundo – dejado de la mano de Dios – como «una máquina mortal».
(Publicado en GARA en mayo de 2010)
Con motivo del fallecimiento del escritor el 21 de abril de 2016, escribí el artículo al que se puede acceder con el enlace siguiente: https://kaosenlared.net/lars-gustafsson-las-grietas-en-el-muro/