Category: LARS GUSTAFSSON


Por Iñaki Urdanibia.

En esta segunda entrega, recopilo algunos artículos publicados sobre sus obras.

Entre la incertidumbre y el dolor

Un ex-maestro de escuela primaria de Vála Occidental, que se había jubilado anticipadamente, trasladándose a la paz del campo y dedicándose allí a la cría de las abejas, obteniendo provecho de la venta de la miel de ellas procedente, recibe allí por la primavera de 1973 una carta del hospital regional de Västerás; ante tal recepción: «una de dos. O esta carta dice que no corro ningún peligro. O tengo cáncer y me voy a morir. Y lo probable, naturalmente, es que sea eso lo que dice», ante la eventualidad de tal ingrata notificación hospitalaria opta por lo que él juzga la salida más inteligente: «No abrirla, porque así podré seguir abrigando una especie de esperanza». Así pues, y tras una sosegada deliberación, decide tomar el «sobre pardo de ventana en cuyo extremo superior, a la izquierda, dice bien claro: Hospital Regional de Västerás. Laboratorio central», y lanzarlo al fuego de la chimenea. A partir de entonces su vida se va a convertir en un camino de incertidumbre y de convivencia con los, en él, habituales dolores. Dolores sordos («curiosa tensión sorda en la parte posterior de la región renal»), ya que dichas sensaciones pueden tomar otras formas bien diferentes. El apicultor debido a su continuada conexión con el dolor, se convierte en un verdadero estudioso y especialista en tal tipo de sensaciones, las cuales a diferencia de lo que sucede con otro tipo de sensaciones no tienen correspondencia en el terreno idiomático, así «dos personas pueden ver el mismo color, pero no sentir el mismo dolor».

Tal es en síntesis el telón de fondo de las notas que el mismo apicultor dejó en sus cuadernos, frases escritas por este ser aquejado de un cáncer mortal que, poco a poco, se fue dejando sentir en su bazo. Reflexiones acerca de sus dolores constantes, de su vida en medio del ambiente campesino, de sus pasados amores, de su visión anarcoide y asocial de las estructuras que le rodean.

El autor de «Muerte de un apicultor» – quinta y última parte, independiente de las anteriores y primera y única, traducida al castellano comme d´habitude por Jesús Pardo, de una pentalogía sobre su tiempo y su generación – es el sueco Lars Gustafsson, presentado como como el «Borges sueco» por sus editores (Muchnik), escritor considerado como uno de los valores más sobresalientes, sino el más, de la contemporánea narrativa sueca.

Puestos a encontrar parentescos en la prosa de Gustafsson, varios son los nombres que se podrían barajar: Thomas Bernhard, Robert Musil, Borges, Nietzsche y también asoman algunos temas schopenhauerianos, por citar algunos de los parecidos e influencias más cercanos. Yendo por partes, y no estando en mi ánimo entrar en grandes profundizaciones, se podría afirmar que la «subjetivización» que se observa en los novelistas citados parte en gran medida, de los planteamientos de Schopenhauer y Nietzsche. Es decir, y ciñéndome al primero, el posicionamiento del autor de «El mundo como voluntad y representación » partiría, según él mismo señala en dicha obra, de que «tener espíritu filosófico es ser capaz de asombrarse de los acontecimientos habituales y de las cosas de todos los días, el plantearse como sujeto de estudio lo que hay de más general y más ordinario», de tal modo que al final, en su filosofía el objeto (el mundo) se reducirá al sujeto, y dentro de éste y como lugar privilegiado el cuerpo, siendo éste un objeto entre objetos además de voluntad. Cercana a estas posturas estarán las posturas del Nietzsche de «El nacimiento de la tragedia», quien intentando mantener, en una especie de vacío, al margen del pesimismo y el optimismo, y en cualquier ausencia de síntesis – o victoria final – verá una eterna permanencia entre la vida y la muerte, tomando el cuerpo humano (la «gran razón» como él mismo lo calificará) como verdadero modelo de sentido en la interpretación de la vida.

Tras este breve – y simplificador – excurso, se puede convenir en ver cómo tanto la prosa de Borges, Bernhard y Musil, al igual que la de Gustafsson, son deudoras de la influencia de los dos filósofos a los que he aludido. La creación de mundos ficticios e imaginarios tal caros al escritor argentino pueden encontrar paralelismo en las reflexiones Gustafsson (especialmente sus páginas dedicadas a aquella civilización que se ocupa directamente de la realidad sin ningún intermediario simbólico, o el capítulo dedicado al «adormecimiento de Dios», etc.). En las páginas – especialmente en las autobiográficas – de Thomas Bernhard, el detenimiento con respecto a los temas relacionados con el cuerpo y la salud son una constante temática igualmente presente a lo largo del libro del escritor sueco que comento. La desagregación del sujeto en el «Hombre sin atributos» de Musil, punto de encuentro de todos los saberes de su época, bajo la bandera del empiriocriticismo machiano (con el permiso de Vladimir Illich Ulianov), viene igualmente a la mente ante las lecturas de las páginas gustafssonianas, salvando, claro está, las distancias de extensión como de profundidad de la obra del escritor vienés, y, por supuesto, los aspectos geográficos.

Literatura que correspondería fielmente al ambiente de desesperación de una sociedad agonizante y que lleva al apicultor a decir que «lo único verdaderamente asocial que se me ocurre es que, por así decirlo, me he situado fuera de los niveles habituales de las pretensiones sociales».

(EGIN, 9 de diciembre de 1986)

Lars Gustafsson sigue

+ Lars Gustafsson

«Segismundo»

«Fiesta familiar»

Muchnik Editores, 1987/1988.

Sobrevolando por los pliegues de la historia

Si Gilles Deleuze apunta a que el pliegue es la figura propia de lo barroco (se anuncia una obra en la que el pensador francés liga el tema con Leibniz) – pli selon pli que diría Pierre Boulez, inspirándose en Mallarmé – el Segismundo, sobre las memorias de un príncipe polaco barroco reza el subtítulo, que trae a las páginas el escritor sueco se desenvuelve como pez en el agua de la historia, se pliega y despliega, cavilando sobre su propia existencia que se turna con su no existencia, lo cual le conduce a una especie de letargo del que al despertar se topa con los aconteceres históricos de diferentes épocas ya que ha de tenerse en cuenta que el príncipe guerrero, Segismundo III, murió en 1632, lo que no le impide al estilo del personaje de Virginia Wolf, volar por el tiempo (me refiero a Orlando , claro); «durante estos periodos me muestro yo tan real como el reseco esqueleto del rey Segismundo», lo que no impide que cuando el mundo se le antoja muy espeso e inaguantables se tome un reposo, renunciando a él, viviendo «sin vivir. Estoy despierto sin estar despierto. Escucho sin oír».

Dos ejes vertebran las historias que, a modo de collage, van irrumpiendo en la poliédrica novela: por una parte, recomenzamos. No nos rendimos que se complementa con sí existe el paraíso, lo único que queda es inventarlo. Con la tensión entre ambas el príncipe polaco asiste a diferentes periodos y acontecimientos históricos que le sorprenden tanto en lo que hace a los cambios paisajísticos provocados por el desarrollo de técnicas depredadoras de los humanos, de diferentes sistemas políticos – que van desde Rusia hasta la RDA – que muestran el rostro más impresentable de los humanos. Junto a esto pueden detectarse algunos visos de esperanzas en un futuro armónico para lo que han de darse unos sentimientos «grandes, claros, limpios e insolubles».

Si en cuenta se tiene el papel de alter-ego, con respecto al escritor, que juega el personaje, es natural que algunos temas asomen con fuerza: así el carácter no dogmático del marxismo, en la medida en que si uno se apoya en el marxismo de un Luckács, rechaza el de Benjamin y viceversa, y si casa con algunos de ellos no lo hace con Adorno, etc., por nombrar algunas de las referencias que utiliza el escritor, lo que hace que se hayan de tomar los textos de Marx en su propia letra, y andarse con tiento la hora de tomar como oro de ley las diferentes interpretaciones que se erigen en la verdad pura amén; se vislumbra, por otra parte, ante el infierno terrenal un horizonte que pueda retomar lo más aceptable y brillante del pasado de la humanidad: «yo soy de los que, al llegar a los treinta y siete años [téngase en cuenta que a la sazón era la edad de Gustafsson], comienzan a pensar que el mundo tiene que haber sido alguna vez infinitamente mejor de lo que es ahora, es decir, mitos de paraíso». Tampoco faltan las visita a cuestiones relacionadas con la literatura y otras expresiones artísticos, algunas disquisiciones epistemológicas, y cierta apuesta por un humanismo no doctrinario; responden algunas de las cuestiones apuntadas, de manera nada disimulada, al pensamiento del escritor.

Mención especial merecen las páginas en las que se pone en solfa al mismísimo dios, al tener en cuenta de que si éste existiese – como se afirma – en su bondad y omnipresencia no permitiría algunas bárbaras figuras históricas y sus nefastas actuaciones, como el general Franco, el presidente Nixon… ante lo cual: en vez de llevar a la humanidad al desastre más propio sería que propusiese una vuelta «a las costumbres silenciosas de los dioses griegos»… «si yo fuera bueno y omnipotente no habría habido un Sombreril y un Verdun, ni un Auschwitz y un Hiroshima, ni supresión de la rebelión de los cipayos y trabajo para niños en las minas inglesas en los años sesenta del siglo pasado». Trasluce en algunos párrafos la defensa de la historia y su zigzagueo, que parece haber sido arrinconada por los humanos…

El libro se convierte en un repaso en el que unos espejos reflejan otros en un juego laberíntico en el que nos la habemos con pintoras, flautistas, miembros de la policía y el ejército, liberales y burgueses… sin obviar que también hay espacio para un guerra galáctica… y los deseos y proclamas en favor de la paz, basada en la justicia, única forma de que la paz universal alcanzada tuviese un verdadero valor armónico y, como tal, deseable.

Las grietas ecológicas

Si El Sr. Gustafsson en persona, acababa con ciertos aires de derrota y de resaca tras la agitada década transcurrida, llena de esperanzas y en la que parecía tocarse la utopía con la punta de los dedos: así se leía, «casi sin darnos cuenta nos fuimos acostumbrando, a lo largo de los años sesenta, a vivir en Estados-policía, de modo que cuando tuvo lugar el cambio no nos apercibimos de ello, y ahora, como la cosa más natural del mundo, contamos con que se nos meta en la cárcel, se nos maltrate contra paredes de cemento, nada de esto nos extraña – para concluir páginas después, mostrando su bajo estado de ánimo – cegado de soledad y miedo en esta torre fría y lejana, aislado de todo cuanto hasta poco antes me había parecido cercano, asustado por mi propio pasado, asustado por el mundo obscureciente del futuro, exhausto después de uno de los días más largos de mi vida, vacilante como un astronauta en pleno espacio vacío, me apreté contra la nariz, en la obscuridad cerrada, ciego como un recién nacido…» y en el que me ocupado en este misma páginas parecía hacerse una especie de balance de los tiempos prometedores y el bajón posterior, en «Fiesta familiar», el centro de gravedad se desplaza hacia algunos alarmantes hechos que se dieron en su país. El protagonista principal es un extraño funcionario de un no menos extraño y misterioso ministerio, que va tomando conciencia por distintos datos que pasan por sus burocráticas manos, de que algo huele a podrido en… Suecia. El hombre tiene una sensibilidad a flor de piel debido a sus experiencias guerreras, su vivencia del desamor y, lo que más le escama, es que ve en el comportamiento del gobierno una clara tendencia a ocultar a los ciudadanos lo que realmente ocurre, que hace vislumbrar que tal vez se esté ante una de las mayores catástrofes ecológicas de la historia. Situación profética, si en cuenta se tiene que todavía no se había producido el escape nuclear de Chernobyl, que años después afectaría en gran medida a Suecia y lares cercanos, además de, obviamente, a la zona en la que estaba ubicada la central de marras.

Si la pentalogía de Gustafsson lleva por nombre las grietas del muro, aquí aparecen las grietas sustentadas por la mentira como forma de gobierno, lo que hace que el autor considere que la crisis representadas por las grietas, en este caso las ecológicas disfrazadas con alevosas mentiras, son de hondo calado, afectando a la civilización productivista occidental que atraviesa momentos de decadencia y vejez, de las que no parece poder escapar, lo que hace que el futuro para quienes vengan detrás puede ser realmente caótico. La postura del escritor es la de quien propone echar el freno sino se quiere descender hacia los bordes del desastre y la barbarie. Ello, no obstante, y el escritor es consciente de ello, debería suponer un giro radical a través del cual los intereses guiados por el beneficio y el egoísmo dejaran de ser los valores dominantes, para dejar paso a una sociedad más equilibrada y armónica… en la que se recuperen valores como la solidaridad y la ayuda mutua, con los que se pueda dar paso al amor, imposible en el contexto de esta sociedad del bienestar de palo… en el que las grietas del muro se acrecientan a ojos vista, anunciando una quiebra mayor.

(EGIN, 20 de junio de 1987)

Decadencia o comunidad

+ Lars Gustafsson

«El Sr. Gustafsson en persona»

Muchnik Editores, 1988).

Nada más abrir el libro del escritor sueco se lee, en exergo, una cita de Henri David Thoreau: «en la mayoría de los libros, el yo, o primera persona, se omite en éste se mantendrá»… más adelante la primera persona narrativa quedará subrayada por el propio escritor: «Toda la gente se llama a sí misma “yo”, y sólo hay uno con derecho a llamarse “yo”, y éste es el que está hablando en un instante concreto. “Yo”, por lo tanto, significa: el que habla»; aquí queda claro desde el título hasta el final quién es el que habla.

Lars Gustafsson es un escritor que no se deja leer con suma facilidad. La suya es una escritura reflexiva; en sus novelas el pensamiento y la filosofía toman carta de naturaleza. Sus texto son críticos, repletos de humor auto-crítico, de fina ironía y de verdades como puños. De ahí la incomodidad placentera que provoca su atenta lectura. Teniendo en cuenta la afición por el tenis del sueco, bien podríamos decir que nos encontramos ante un McEnroe de las letras; sin guardar las normas ortodoxas, sin respetar las formas versallescas y engoladas… Gustafsson va a por todas y no se corta a la hora de llamar a las cosas por su nombre: «desprecio la obsequiosidad blandengue, los artículos de periódico demasiado cautos, los éxitos baratos, la mala lógica, el lenguaje confuso, el sentimentalismo turbio, desprecio las mentiras públicas, desprecio el anti-intelectualismo, el odio a todo cuanto parezca pensamiento, y desprecio cuanto haya en mí que participe de todo esto …» (todo un programa). Con tales presupuestos, “el oficio de escritor” no es ningún camino de rosas para el sueco, sino que a veces se convierte hasta en una verdadera agonía: «pensar siempre duele, y yo siempre relaciono esto con cierta especie de dolor seco en el diafragma y, en consecuencia, gimo frecuentemente tan alto en el tren y en los aviones que viejas señoras amables se me acercan y me ofrecen tabletas calmantes que entonces no tengo más remedio que tomar, porque no podía explicarles la verdad sin exponerme al ridículo».

«El Sr. Gustafsson en persona» es la tercera entrega de la pentalogía del autor que Muchnik Editores está publicando; antes fueron «Muerte de un apicultor» y «Segismundo». En la presente ocasión, se toma como pretexto un viaje en avión, el 13 de octubre de 1969, cuando el autor contaba con 33 años – edad que el escritor considera algo así como el ecuador de su vida – después de visitar la feria del libro de Frankfurt am Main, con dirección a Berlín. Ya en el asiento del Boeing inicia su repaso, un balance podríamos decir, de su vida, de su niñez en la que los amigos le humillaban y le maltrataban, una adolescencia sumida en la oscuridad y en el imposible recuerdo; justo después de esta etapa es cuando comienzan a aflorar los recuerdos, adoptando perfiles diáfanos. Consigue una brillante beca y realiza sus estudios universitarios en Uppsala y Oxford. Ya para entonces habían comenzado sus primeros pinitos como escritor. Los motores del avión comienzan a bramar y nuestro hombre se siente como “una broma sin sentido”, como un verdadero homunculus medieval y al rato se encuentra apoyado en el hombro de una señora pelirroja, con grandes senos maternales… algo más tarde se encuentra apoyado en su mismas rodillas; observa a la pelirroja y una cicatriz que él atribuye a un posible bastonazo de la policía al reprimir alguna manifestación estudiantil, más adelante verá con agrado, al abrir el bolso su compañera de asiento, que es lectora de Horkheimer y Adorno, de Elias Canetti y de Luckács. La tal señora, Hanna Von Wallenstein (que ya asomaba en Segismundo), resulta ser profesora marxista de filosofía y es de la mano de ella – cual avezado Virgilio -como Gustafsson irá penetrando en su propia historia e irá recordando sus compromisos en aquella década prodigiosa de los sesenta.

El “pequeño-burgués incurable, incurable escéptico, hipocondríaco, lírico puro“ tenía innumerables amigos en todo tipo de células revolucionarias, guerrilleros de Goa, miembros del Frelimo, marxistas españoles, miembros de Alianza Anarquista de Malmo, de la Federación Revolucionaria de Oslo, Black Panters, etc., etc., etc. Y es que “nuestro rechazo general de la realidad existente, nuestra convicción general, profunda, obscura y terca, de la capacidad final del hombre, del intelecto, para crear historia, nos une a todos, nos transforma en amigos”. En aquel momento ya terminaban los sesenta, aquellos años en los que cambiaron nuestros sueños colectivos, en los que los hombres volvieron a encontrarse, en que los sueños parecían que comenzaban a marchar a la par que la misma realidad, época en la que se venció en Argelia y se luchaba en Vietnam, “época de asesinos, una época de asesinatos, una época sangrienta y aterradora, pero también una época de esperanza, una feliz época de abnegación…”, tiempos en los que resurgían con toda su potencia viejos escritos casi olvidados de Marx, Bakunin, Chernichevski…y otro “impresionante séquito de espíritus e ideas”, y como lugar destacado de aquel maravilloso sueño el mayo francés, “entonces cuando se juntaron sueño y realidad hasta tal punto que, por un momento, pareció que la vieja realidad iba a disolverse realmente, y surgir en su lugar, en medio de los tremendos garabatos que llenaban paredes y tapias y verjas, una sola y potente palabra alquímica que forzaría a la policía secreta a comenzar a prender fuego a sus papeles…”. Allí precisamente cuando el sueño apuntaba más alto, cuando el cielo parecía estar al alcance de la mano, allí se acabó todo. Gustafsson se pregunta qué pasa ahora que se han marchado los sesenta; y frente a la gramática del poder (“pues el poder es la única relación social realmente sólida a la que la sociedad se ha habituado”) alza una sintaxis de la resistencia. Entre estas enjundiosas reflexiones, irá intercalando el recuerdo de su propia persona y de su propia carrera profesional, como escritor, como docente, como filósofo… los innumerables libros que todo lo invaden: la influencia de Hegel, de Marx, de Kierkegaard (faltaría más siendo nórdico), de la novela francesa, etc. Tentaciones suicidas o de alcanzar un elegante status de misántropo salpican el transcurrir de la existencia del sueco.

Magníficas reflexiones, muy agudas y sagaces, en torno al fin de las ideologías, de la era del vacío, deudores de aquella época en la que “se renegó de Dios, se renegó del matrimonio, se renegó de las ideologías; pero lo más importante es que se llegó a renegar de la historia”, y sumidos en una forma de esquizofrénica vida social, poderes extraños ocupando nuestra vida normal y con potencias que nos explotan y que nos “han obligado a nosotros a refugiarnos en un páramo estéril, al que hemos dado el nombre de vida privada”. Y recorriendo de modo cuasi obsesivo todo el fluir del texto el dilema entre decadencia y comunidad, buscar la opción entre ambas y si no es posible el amor en esta sociedad “tenenos que crear un nuevo ser humano, un nuevo mundo” y para ello el continuo llamamiento a la autenticidad, a la honestidad: «¡Sople el viento cuanto quiera! ¡Manténte firme, no te sueltes! ¡Y, hagas lo que hagas, no reniegues jamás de ti mismo!».

(EGIN, 2 de agosto de 1988)

Tres novelas en una

+ Lars Gustafsson

«El tercer enroque de Bernard Foy»

Versal, 1988

Como tres novelas superpuestas en la misma, al modo de un hojaldre narrativo, Lars Gustafsson utiliza en este libro el método de la triple narración. Primero, una novela de espionaje, de la que a continuación se conoce al autor, que no es otro que un académico sueco, y para acabar la verdadera identidad del personaje asesinado en la primera parte. Tiempo, escritura, identidad, tres constantes en la escritura del sueco, que en esta ocasión se balancea entre Pynchon y Stanislaw Lem.

La novela es como un juego de muñecas rusas, cada una de las cuales conserva en su interior otras. Tres personajes con el mismo nombre: el uno es un rabino americano que casualmente se ve metido en un enrevesado asunto de espionaje a lo grande; el segundo es un académico sueco al borde de la total pérdida de su memoria, y el último, es un joven que provisto de un ordenador va escribiendo en la pantalla aquello que le dicta un enjambre que tiene por habitáculo su cráneo. De este modo el primer Bernard Foy es escrito por el segundo y éste a su vez por el tercero; narración en cadena. Tres tiempo diferentes y tres seres que además de la coincidencia en lo que hace a su nombre, avanzan por la vida a través de ciertos parecidos en los aconteceres vitales que les toca recorrer.

Es imposible en esta novela de Lars Gustafsson – como en casi todas las suyas – introducirse con rapidez en la lectura, a no ser que el lector esté predispuesto desde el inicio a dejarse llevar por el escritor. Se ha de partir del presupuesto de que uno va a participar en un juego y, en consecuencia, no se ha de extrañar si nota que de pronto que se le engaña y hasta cierto punto detecta que el escritor se está pitorreando del lector, ya que cuando al acabar la primera parte (El techo del mes de octubre es bajo) uno piensa que está en posesión de todos los datos para poder continuar con la lectura o si se prefiere para poder comenzar o entrar en el verdadero meollo del asunto, se ve sorprendido al ver que lo que hasta entonces se le ha relatado no es más que la ensoñación de un anciano al borde de la falta de riego, pero es que no se detiene ahí el juego sino que cuando uno después de observar abundantes coincidencias de este viejo poeta con el anterior rabino ya comienza a afianzarse en el dominio de la novela, se va a ver sorprendido todavía con otra parte que sigue a la segunda (Cuando los pétalos aún caían en primavera). En la tercera parte (La edad madura) se sabrá que la segunda no es más que la novela que ha escrito un joven escritor bajo tierra. De sorpresa en sorpresa somos arrastrados, de modo y manera que esta novela, reitero, sólo puede ser leída con la complicidad total y absoluta del lector. Nos encontramos atrapados en “una telaraña en otra telaraña. Un espejo que refleja otro espejo”. Tanto es así que no será extraño que el paciente lector se encuentre en algunos momentos con la verdadera duda de si está entendiendo bien lo que se le narra o si se encuentra sumergido en un verdadero agujero negro con las consiguientes pérdidas de cualquier noción espacio-temporal al uso o si se halla antes los saltos en el tiempo (y en sus respectivos mundos) de un ser con el seso desparramado. Esta banda de Moebius se desarrolla ante los ojos estupefactos del lector, que bien puede pensar que se trata del mismo personaje en tres tiempos y tres circunstancias completamente dispares, por los guiños del autor por ponerles algunos rasgos en común a los tres Bernard Foy a pesar de las llamativas diferencias de edades, de contextos y circunstancias: el uno de edad madura y rabino, el otro anciano y académico, el último un jovencísimo niño prodigio y autista. Frases y lugares comunes se repiten – con diferencias de matiz y ambientes – en los tres. Tres mundos compuestos por elementos finitos que se combinan para dar como resultado tres novelas en una . Quisiera señalar, no obstante, que a pesar de lo que haya dicho algún especialista (?) en esto de la crítica literaria, no pueden ser leídas como tres novelas diferentes e independientes ya que en la medida en que se separen las unas de las otras y se cambie el orden de lectura se pierde lo fundamental del ejercicio de lectura como juego o del juego como lectura. Está claro que las tres novelas se han de leer en el orden en que van colocadas, siendo ésta la única manera de poder entrar en harina e ir participando en el avanzar sorpresivo de la lectura. Otra cosa será que a uno le guste jugar a esto como le puede jugar o no gustar, jugar, pongamos por caso, al parchís, mas eso ya será otro asunto. De tal modo que así como en sus novelas pertenecientes a su pentalogía autobiográfica, y afines, uno puede variar tranquilamente el orden de lectura (¡qué remedio, teniendo en cuenta que se están traduciendo sin seguir el orden de publicación original!)en el caso que nos ocupa sería un empeño insensato, como insensata resulta la propuesta de hacerlo.

De todas maneras no nos encontramos ante un Gustafsson distinto al ya conocido si tenemos en cuenta sus constantes referencias a temas filosóficos, literarios y políticos, para mi consuelo, que hace que la novela resulte más llevadera y es que en esta medida, parafraseando al autor se puede decir que “no te aburrirás si sabes jugar”. El intento de Gustafsson es impecable; sin embargo, a mi modo de ver, podía haberse reducido en páginas, ya que la lectura puede resultar excesivamente larga, por lo amplio de su exposición, aspecto que puede convertir la lectura en algo tediosa al hacer perder el hilo y, en consecuencia, la vivacidad que todo juego ha de mantener, aunque bien mirado, y haciendo alusión al propio título del libro, hay juegos, como el ajedrez, que exigen mucha atención y mantenerse constantemente en vilo. Quizá el juego propuesto por el sueco es como aquella conversación que comenta uno de sus personajes que “se deslizaba de aquí para allá por cauces amenos y laberínticos, exactamente como debe mantenerse una buena conversación entre personas inteligentes”; quisiera reiterar, no obstante, que la excesiva extensión del libro hace que se le haya de prestar un atención tan continuada que, salvando las distancias, podrían recodar a aquel “hombre capaz de revivir en la memoria un día entero cuando se le antojaba. Y que, obviamente, necesitaba un día entero para hacerlo“.

(EGIN, 27 de diciembre de 1988)

El olor del infierno

+ Lars Gustafsson

«Olor a lana»

Muchnik Editores, 1988.

Una entrega más de la pentalogía, las grietas en el muro, del escritor sueco, de la que ya únicamente falta la publicación de un libro para su edición completa. Como es natural y en consonancia con el resto de los libros que componen esta magna obra, la afirmación cartesiana, cogito ergo sum, se ve transformada en sufro, luego soy, cogito deudor a todas luces a Arthur Schopenhauer. La acción en esta ocasión se desarrolla en un pueblo industrial sueco. Olor a lana y a madera húmeda, es el tono olfativo de los hechos que nos relata el tajante escritor sueco. En aquel pueblo un profesor de matemáticas, del que desde el principio sabemos que ha muerto en un accidente callejero, y un alumno que es un verdadero lumbreras, y que en opinión del profesor Lars Hedin, es un genio que llegará a cambiar el rumbo del mundo, son los principales protagonistas a través de los cuales iremos viendo el panorama de aquel pueblo. La reconversión industrial, el robo de motocicletas, las esnifadas de pegamento de alguno alumnos…

Son los tiempos de comienzo de la década de los setenta y las amplias protestas contra le guerra de Vietnam inundan el ambiente que se respira en las calles como en los comités que a tal efecto se han creado y proliferan en el medio estudiantil, en apoyo de los vietnamitas y en contra de los crímenes norteamericanos. Y es que Vietnam en aquellos tiempos era mucho más grande que lo que la gente creía. A la vez que se nos va contando la vida de los dos personajes nombrados, Gustafsson no pierde el tiempo y aprovecha para ajustar las cuentas a una serie de personajes cuyo comportamiento disgusta sobremanera al escritor sueco. Tres son sus bestias negras: los maestros, mediocres, quisquillosos, autoritarios, enamorados de la férrea disciplina; los militares, seres hechos para gritar: “¡Maaaaarch…!” y cuyo humanismo sólo se realizará plenamente con alguna guerrita de verdad, la manera más rápida de ascender de simple chusquero a algún grado de mayor relevancia; y los socialdemócratas, muestra del conformismo más acrítico que uno pueda imaginar, quienes por cierto – y eso sí que es la vida real – estrangularon una revista que Gustafsson dirigía BLM, revista literaria que cada día dejaba ver con mayor claridad sus inclinaciones políticas inconformistas. No se detiene , no obstante, en estos seres la crítica del escritor, ya que para él el problema es más amplio si cabe: lo que le disgusta es la sociedad en su totalidad tal y como hoy está organizada, situación que le lleva a preguntarse si“ ¿es posible, en términos generales, el amor en este tipo de sociedad, en esta época nuestra ?”, o dicho más explícitamente y con respuesta incluida: “para mí la sociedad es basura, es una sociedad brutal, fría, y sobre todo mendaz, que finge ser humana y jovial a pesar de que nadie tiene jamás por un solo instante la sensación de que alguien se responsabiliza de ella. Una sociedad embustera en la que lo único que realmente ocurre es que a la gente se la explota y se la empobrece cada vez más”.

Las páginas de los libros – y de éste en especial – De Gustafsson están compuestos de páginas para la reflexión. El autor a través de su relatos va plasmando un mosaico de la realidad social y sus miserias. El profesor de matemáticas piensa en la miserable realidad que le rodea y rumia las diversas soluciones que podrían darse a este impasse: organizarse una vida aislada de lo que le rodea, el suicidio como posibilidad de escape ante la asfixia del entorno, y la entrega a sus gustos predilectos: la música de Berlioz, Gesualdo y Monteverdi y las lecturas de Leibniz o Gödel. Y en todos sus persistentes momentos de cavilación la rebeldía ocupa un puesto esencial, rebeldía ante los desmadres que ve por todos lados: desde la destrucción del paisaje – a raíz de la salvaje industrialización y construcción de vías de comunicación, de la zona, de las relaciones feudales de una insólita brutalidad que reinan en la fundición de Ramnäs, que ha impuesto el terror entre los habitantes de aquellas tierras si osaban tocar sus montones de grijo, sus santas astillas, etcétera, de los militares de los que hemos dicho algo y de los socialdemócratas que también, muestran sus incapacidad de meterse con la sacrosanta corona o a los maestrillos quejicas a quienes dirige algunos pertinentes consejos que no puedo resistirme a citar: «el problema de la disciplina y todo eso que se dice de los jóvenes profesores temporeros que se derrumban y les da el hipo del susto o se derrumban directamente y hay que mandarlos a una clínica, yo no lo entiendo, la verdad. No tiene ningún mérito imponer orden en una clase. Lo que hay que hacer es. Simplemente, fascinarlos. Seducirlos. Cada hora que pasa hay que hacer algo sorprendente, algo verdaderamente sorprendente».

También resultan sugerentes a tope las reflexiones sobre la capacidad de engaño que tienen las actuales sociedades que hacen que parezca que la felicidad está ya hecha acto. Ahora la lucha es contra una especie de vaporosa niebla, no es como antes que parecía que el coco era visible y amenazante para todos. Esta capacidad de enredo que poseen las sociedades actuales, hacen que cada vez uno se sienta como más amarrado, como más cogido se halla uno por sí mismo. Y como metáfora social puede emplearse esta repetición que Gustafsson hace a lo largo de todo el libro sobre el infernal olor a lana húmeda (el olor del Hades) y es que “a ver si lo entienden: la lana tienes dos cualidades. Protege contra el frío contra el invierno, contra el invierno. Pero también encierra, aprisiona”. La labor del escritor sueco es la de quien hace que los puntos del asfixiante jersey se vayan soltando, horadando, creando huecos, agrietando el sólido tejido que parece hacer inquebrantable la prenda de abrigo y de sujeción, como si se una camisa de fuerza se tratase.

(EGIN, 28 de marzo de 1989 )

Un profesor sueco en Texas

+ Lars Gustafsson

«La historia del perro»

Akal, 2009.

201 págs./12 €.

+ Lars Gustafsson

«El Decano»

Akal, 2010.

184 págs./12 €.

Hacía tiempo que parecía reinar el más absoluto de los silencios de, y sobre, quien es considerado el más destacado escritor sueco contemporáneo, Lars Gustafsson, silencio que se ha roto con la publicación de su trilogía texana por la madrileña Akal. Larsson no escribe fuera del tiempo, y así si lo dejaba ver su pentalogía, titulada «Las grietas del muro», en la que dirigía su mirada sobre su tiempo y sobre su generación, en libros tan recomendables como «Muerte de un apicultor»; ahora asoma con su afilado ojo centrado en su patria de adopción, Texas, pues allá vive dando clases en la universidad; eso sí, tanto entonces como ahora haciendo bueno aquello que se leía en la novela recién nombrada: «los suecos somos más pacientes que otra gente», y es que la prosa del sueco avanza lentamente, tranquila, sin sobresaltos pero abarcando en profundidad los surcos por los que se desliza. La narración se ciñe a supuestos materiales encontrados, cuadernos, diarios, cartas, papeles al fin que recogen los avatares de la vida de otro, en sus relaciones con otros… «la voz que vais a oír a continuación es la suya, no es la mía…»

Con unos resabios de naderías, de absurdidades, fluyen las confesiones de esos protagonistas que escribieron sus cuitas sin ninguna intención de que nadie las leyese y menos las publicase. Una parlanchina peluquera («Windy habla»), un juez de quiebras de Texas («La historia del perro») y los secretos de un decano escritos por su confidente – y profesor de filosofía – Spencer C. Spencer («El Decano») son los tres pilares sobre los que se alza el retrato de unas vidas, con unas complejas redes de relaciones que se desplazan al pasado desde el disimulado presente, ocultando en su ser lo que no es, por permanecer ignorado u oculto. Vidas sobre las que sobrevuela la sombra del vacío, de la nada, de la incertidumbre que se genera en torno al bien y el mal, al paso del tiempo que va cargando a los humanos con un pesado bagaje tanto en lo que hace al cuerpo como a la mente, que funciona como un abierto archivo en el que se acumulan hechos acontecidos, posicionamientos mantenidos, y los distintos barnices que disimulan las fisuras que en le propio ser se ha podido ir creando.

Las referencias reflexivas, y más en concreto filosóficas, no faltan, nunca lo han hecho, en las novelas del sueco. En la primera de las entregas a las que me refiero el juez Caldwell mata a palos a un perro que hurgaba constantemente en su cubo de basura esparciendo los desechos en el jardín de un vecino lo que no podía suponer más que la certeza de enemistarse con él. A partir de entonces, como si de extrañas señales se tratasen, algunos acontecimientos coinciden haciendo que las dudas invadan la confusa cabeza del juez cuya vida monótona se ve entrecortada por incendios, inundaciones, la desaparición del perro de una librera, los recuerdos de las clases de filosofía moral que impartía un prestigioso profesor que no cesaba en su empeño por aclarar el argumento ontológico de san Anselmo; este profesor fue hallado muerto en el río, varias muertes más se suceden en un breve plazo de tiempo…cuestiones todas ellas que agitan las meninges del juez quien por otra parte va a enterarse del “secreto” pasado del profesor mencionado… ello hace que los pensamientos y preocupaciones del juez se vuelquen en las legislaciones nazis en lo referente al respeto debido a los animales, derechos que obviamente no se respetaban en las personas.

Si en el caso que señalo el humor irrumpe apuntando a señales de la época, y sus precedentes: los años de los hippies, las drogas, las preocupaciones ecológicas, etc. en el caso del Decano, puede verse la enorme huella dejada por las guerras de intervención del pasado: desde Corea hasta Vietnam, en esta última participó y fue herido el autoritario decano que se desplaza en silla de ruedas. En las notas que son halladas en el coche de Spencer C. Spencer, se habla naturalmente del decano y de las confidencias que éste le hacía constantemente ya que el anciano aun siendo un ser francamente extraño parecía sentir simpatía por el profesor de filosofía, como lo mostró al nombrarle a dedo decano adjunto y encargado de la financiación externa para investigación; del mismo modo sale a relucir el pasado del anciano, el de él mismo, y el de sus antepasados. También se habla de amor, de amores compartidos, de complicidades que se pactan en beneficio mutuo, aun a costa de la vida de algunas personas; dándose de una entrega a otra la sorpresiva aparición de protagonistas que se habían abandonado en anteriores historias. Por medio desfilarán unos variopintos personajes y unos enigmáticos lugares: pelmas arrogantes, escenas de pesca, una librería en la que confluyen distintos personajes e hilos que tienen indudable relación con ritos chamánicos… y lo narrado, en plural polifonía, se mueve entre la amenaza de la nada y el sueño, «esa arcaica materia escurridiza. Esa extraña sustancia que fluye por al alma. Ese río oscuro en cuyo fondo se ha escondido la infancia para no volver jamás. Ese que no quiere venir cuando lo llamo y que llega cuando no se lo he pedido. El sueño, ese resto de otra cosa que también vive en mí y de lo que nada quiero saber», en un escenario formado de tejemanejes, de zancadillas y apoyos interesados que reflejan el mundo – dejado de la mano de Dios – como «una máquina mortal».

(Publicado en GARA en mayo de 2010)

Con motivo del fallecimiento del escritor el 21 de abril de 2016, escribí el artículo al que se puede acceder con el enlace siguiente: https://kaosenlared.net/lars-gustafsson-las-grietas-en-el-muro/

 

Por Iñaki Urdanibia.

Acercamiento al escritor sueco con especial atención a su novela más célebre: «Muerte de un apicultor».

«Gustaffson es un gran poeta al evocar, con encanto áspero e inquietante, una realidad y una naturaleza como si no fuesen vistas por la mirada de un hombre, que las circunda de sentido y calidez, sino puestas en una desnudez absolut

(Claudio Magris)

Lars Gustafsson (Västeras, Suecia, 1936 – Estocolmo, 2016) fue un escritor de reconocido éxito tanto en su país natal como allende sus fronteras: así, además de ejercer como profesor de la historia del pensamiento en la universidad de Texas, Austin, (puesto que ocupó desde 1983 hasta su jubilación en 2006), obtuvo diferentes distinciones y premios (galardonado con el Premio europeo de ensayo en 1983; el Premio Nórdico de la Academia sueca en 2014, conocido como el pequeño premio Nobel, la medalla Goethe, premio Thomas Mann 2015, premio otorgado por la Academia Bávara de Bellas Artes, o el Premio Internacional Nonino en 2016, además de numerosas distinciones académicas; sin obviar su pertenencia al conjunto de eternos candidatos al Nobel). Tal vez fue en su propio país en donde sus posturas crearon cierto malestar, en el seno de algunos sectores de las élites intelectuales bien pensantes, por sus abiertas y afiladas criticas a la socialdemocracia gobernante y a sus concesiones a los abusos del capital y la corona; este compromiso rebelde, del que da cuenta en sus obras más autobiográficamente transparentes, le llevó, a la vejez viruela, a apoyar y a afiliarse al partido pirata sueco, el mismo año de su fundación, al volver de Texas e instalarse en las cercanías de la capital sueca en 2006, destacando por su participación junto a tal partido en las elecciones de 2009. Sus inicios en la escritura se dieron, impulsados por un claro intento de buscar una lógica a la existencia, partiendo del hecho de que ésta está constituida de momentos separados sin que haya nada que los una; tales primeros pasos los dio en la prensa, ocupando el cargo de redactor jefe de la revista Bonniers Litterära Magasin (BLM) de 1962 a 1972, suponiendo tal cargo el estar al tanto de todo lo que sucedía en la sociedad sueca y en las de fuera de sus fronteras; el año 68, con su espíritu de revuelta, supuso una fuerte sacudida que hizo que su revista adoptase, de manera creciente, unos tintes radicales y críticos que disgustaban a sus compatriotas, en especial a aquellos que defendían el poder. Él cuenta así su despertar y el de algunos de sus compatriotas: «había al principio de los años sesenta una especie de crisis, de ambigüedad, de ironía fácil. Después los acontecimientos de París, América, las protestas contra la guerra de Vietnam han marcado la literatura, hemos experimentado el sentimiento de que la sociedad sueca no era lo que se creía, que existían mentiras, en el sentido moral del término, que existían fisuras en el muro, como yo he tomado como título a una serie de cinco novelas; hay grietas en el cemento, se notan filtraciones, resonancias. Es la verdad, bueno, no, no la verdad, se trata más bien, de verdades que no cesan de filtrarse, como humedades en el muro». […] La literatura sueca, la novela sobre todo, fue la primera en criticar el modelo de desarrollo de Suecia, como una utopía, como un mito, que ha partido mal, y que igualmente ha llegado mal […]. En la década del 68, el periodo de las fisuras, se ha inspirado en primer lugar en la mentira y después se ha pasado a decir a los otros: “sois mentirosos”» (1).

Entre sus obras cabe destacar « Olor a lana » (1973 / Muchnik Editores, 1988), «El sr. Gustafsson en persona» (1971/Muchnik Editores, 1988), «Fiesta familiar» (1988 / Muchnik Editores, 1989), «Segismundo» (1976/Muchnik Editores, 1987), «El tercer enroque de Bernard Foy» (1986 / Versal, 1988), «El extraño animal del norte» (Anaya & Mario Muchnik, 1992), «La tarde de un solador» (1991/Anaya & Mario Muchnik, 1996), o en colaboración con Agneta Blomqvist: «Imágenes de Suecia» (2013/Nórdica Libros, 2018), y, muy en especial, «Muerte de un apicultor» (1978/ publicada en castellano en 1986 por Muchnik Editores y recatada posteriormente por Nórdica en 2006), novela en la que se plantean algunos problemas existenciales en torno al dolor, la vejez y la muerte, con una potente carga metafórica, en la que más adelante me detendré. Esta fue la novela que le lanzó a la fama y, sin lugar a dudas, la más celebrada y representativa de su quehacer; así explica el propio autor el encaje de esta obra que cerraba las cinco reunidas bajo el nombre de las grietas en el muro: «es la quinta y última parte, independiente de las anteriores, de una pentalogía sobre mi tiempo y mi generación, a la que he dado el título genérico de LAS GRIETAS EN EL MURO. En la primera parte, El señor Gustafsson en persona, presento al narrador. La segunda, La lana, trataba del campo en los años setenta. En Fiesta de familia me situé en el centro mismo y describí los círculos del poder. Segismundo es la novela de los subconscientes colectivos de nuestro tiempo, sus sueños y sus pesadillas. Ahora, por fin, se trata de un cuerpo, sólo de un cuerpo. Las luces se van apagando, una a una – como en la Sinfonía del Adiós, de Haydn -, el círculo se va reduciendo y al final no se ve otra cosa que en el fondo esencial de la cuestión: un ser humano».

Aunque a veces recurrir a marcar divisiones, etapas, etc. en las obras literarias y en otras, resulta realmente problemático, simplificador y como tal discutible, sí me aventuro a señalar ciertas agrupaciones temáticas en su obra: 1) en primer lugar, está la pentalogíagrietas en el muro, compuesta por las cuatro novelas ya nombradas, a la que se ha de añadir La muerte de un apicultor, en la que se repasa, de un modo sui generis, los tiempos que le tocaron vivir al escritor y a sus coetáneos, en su Suecia natal; a éstas podría añadirse La tarde de un solador, por ciertos parecidos de familia con la recién nombrada; son tiempos de decadencia, de dolor, que quedan reflejados en los avatares existenciales del apicultor y también en los de solador. Ciertas coincidencias se dan entre ambos personajes: son ancianos, jubilados, y con diferentes problemas de salud (en el caso del segundo acrecentados por su afición al alcohol). El caso del solador es particular ya que éste se dedica, siempre lo ha hecho, al trabajo ilegal, al negro, huyendo de cualquier control o de los papeles exigidos por la administración, se dedica a las chapuzas. Estamos en Uppsala a comienzos de los ochenta y el negocio de la construcción esta en auge, lo que hace que surjan trabajos por doquier. Uno de ellos, es ofrecido a nuestro hombre, por un amigo, que acude sin esperar al lugar que cree haber entendido y comienza la tarea en aquel edificio extraño, semi-abandonado sin haber hallado ningún contratista, patrón, ni nada de nada… Él es un hombre de los que trabaja a conciencia y así trata de enmendar escrupulosamente las chapuzas de quienes anteriormente habían iniciado el trabajo dejándolo inacabado por lo que parece al ser despedidos. Un día Torsten Bergman cuando acude a un almacén a conseguir material para la labor, se encuentra con un antiguo colega de obras, Stig, y más tarde aparecerá en escena un tal Alfred, formando un trío singular; con el primero, vuelve a la tarea, aunque el gusto por el jarro, y otras relaciones a las que se ha de sumar que el colega es un redomado sinvergüenza, hace que las cosas no funcionen como previsto, al tiempo que surgen ciertas complicaciones y alguna confusión de gran calado que hace temer que el trabajo realizado haya sido en balde… metáfora de la trivialidad de la vida, de la derrota de un hombre venido a menos, que coincide con las promesas incumplidas de un socialismo que lo que intentaba buscar más que el bienestar de los ciudadanos, y su liberación de las energías físicas y mentales, era la mera permanencia en el gobierno. 2) Existen algunas otras novelas que se mueven en un balanceo entre el disloque (a lo Thomas Pynchon) con la ficción cercana o tomando inspiración en las obras de de Stanislaw Lem: en este grupo podría incluirse El tercer enroque de Bernard Foy (de la que doy cuenta en un artículo al final) y su El extraño animal del norte, en la que se sumerge en las aguas de la ciencia ficción, por los bordes del nihilismo y con la alargada sombra de Wells, Potocki, y más directamente del nombrado Lem, al que Gustafsson rinde abierto homenaje con esta novela. La acción se desparrama por bien distantes lugares y asoman algunas constantes lemianas como la duplicidad de personalidades, cambios temporales, idas y venidas, y algunas situaciones biológicas extrañas. Gustafsson se discute a sí mismo sobre la marcha y sobre las decisiones que va tomando a la hora de narrar las, un tanto chirenes, situaciones; tal vez quepa señalar un par de cosas: desde luego sus historias no alcanzan la vena imaginativa de su maestro y ciertas tendencias a dar salidas buenistas, propias de un militancia casi fuera de lugar, a las confusas situaciones no resultan muy logradas que se diga; 3) Cabría hablar de sus obras situadas en EEUU (de un par de ellas doy cuenta en los artículos publicados finales) a la que cabe añadir (además de las dos reseñadas: El Decano,Historia con perroWindy habla que puede ser considerada como una novela de exilio. En ella irrumpe todo un desfile de variopintos personajes (un juez, un decano que se ve en la tesitura de elegir entre ir a la guerra de Vietnam o irse de vuelta a su país de origen, Suecia… claro guiño autobiográfico). Todo ello es narrado por una locuaz peluquera que da título a la novela, por cuyas hábiles manos pasan los anteriormente nombrados, hablándonos de lo divino y de lo humano, viendo a través de las historias las luces y las sombras que conviven el el campus universitario, etc. del otro lado del charco; no negaría Lars Gustafsson, la pertinencia de la reflexión con la que concluye su Fermentación su compatriota August Strindberg : «pronto se iba a comprobar que la educación lo había inutilizado socialmente, y, cuando se negó a ser marginado, la duda, nació en él, y se preguntó si la sociedad de la que, con todo, formaban parte la escuela y la Universidad, no tenía igualmente la culpa de su educación, y también algunos vicios que habría que erradicar». Podría sumarse a esta clasificación, una guía – digamos que – turística, escrita a cuatro manos, con su mujer: Imágenes de Suecia, obra en la que además de atender a las diferentes geografías del país, se habla de sus fiestas, sus diferencias, sus comidas, los tiempos de su niñez, la historia y, como no podía ser de otro modo, la literatura, No faltan el señalamiento de los cambios que han transformado el país, las reconversiones y renovaciones urbanísticas y algunas luchas que lograron poner freno a algunos desmadrados desmanes… y el dolor expuesto, con cifras, de que Suecia ha talado más bosques que el propio Brasil, según el informe del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) a pesar del que los gobernantes suecos firmaron, en 1992, la Declaración de Río de las Naciones Unidas, en la que se comprometían a proteger la biodiversidad,… ¡y no sigo!

En fin, se puede afirmar sin exagerar de ninguna de las maneras que su amplia y variada producción (narrativa, poesía, crítica, ensayos…) ha hecho que se le considere el más sobresaliente representante de las letras suecas contemporáneas.

Riguroso observador de la vida, del mundo y de los seres que la pueblan, siguiendo el método de Carl von Linneo («existe entre los suecos una gran concentración en el objeto, una tradición que viene de Linneo, el contemporáneo de Buffon. Hay que desarrollar el ojo para observar minuciosamente la naturaleza: es una cosa que se me ha dicho cuando era pequeño [tras poner un ejemplo de coincidencias de opinión con el Nobel de 2011, Tomas Tranströmer, añade] Probablemente es un buen principio para formar poetas. […]. Si el cogito de Descartes es el método francés, nosotros tenemos nuestro propio método sueco»)… sus compañeros de paseo por los campos texanos le conocían por su interés por los pájaros, dándose la circunstancia de que allá en donde ellos veían pájaros, sin más, él distinguía la especie y les daba el nombre con la puntería propia de un avezado ornitólogo [la confirmación de que cuánto más se sabe de una materia se es más consciente de las carencias se puede ver en la obra escrita con su esposa, Imágenes de Suecia: «se oyen muchos pájaros y, como es habitual, me enfado por reconocer solo a unos pocos»]. Esa capacidad de observación se trasladaba igualmente a la observación de la sociedad como queda plasmado en sus escritos; eso sí, sin pretensiones totalizadoras y omniexplicativas en torno a un eje estructurador, sino siguiendo el flujo de imágenes, hechos, y acontecimientos, pues todo fluye y se superpone en la vida, en el pensamiento, y tal carácter derivante ha de ser respetado en la escritura si se quiere ser fiel a lo que acontece, Lars Gustafsson dixit.

«Muerte de un apicultor» (1978/1986)

«Cuando se está al borde la tumba, se vuelve para mirar hacia atrás y se dice: he sufrido a menudo, pero he amado. Soy yo quien ha vivido y no un ser falso creado por mi orgullo y mi aburrimiento»

(Alfred de Musset)

La novela, considerada como la más importante en la creación del escritor, cierra, como ya he señalado, la pentalogía agrupada bajo el título de Las grietas en el muro. El conjunto trata de trazar el panorama de su país en los sesenta y los setenta; sus palabras ya han quedado recogidas en las anteriores líneas.

En la novela se recogen los apuntes reunidos en diferentes cuadernos, en base a los que se dejan ver las reflexiones y recuerdos (imaginados, rememorados…) de un anciano enfermo, en fase terminal debido a un incurable cáncer; el carácter fragmentario de la escritura está presente en la novela, del mismo modo que lo está en varias de sus obras. Cuando la oscuridad se va adueñando de todo, y solo queda el cuerpo, los límites de la existencia se van acercando y solo queda un ser humano, Lars Lennart Westin, un apicultor, que desempeña su labor en una zona aislada, apenas urbanizada, en el borde de un lago. La resistencia a aceptar la cercanía de la ineluctable muerte le conduce a quemar los papeles con el fatal diagnóstico que le habían entregado en el hospital. Entre dolores y dudas (algunas veces provocadas por él mismo a modo de una fuite en avant, que calme su incertidumbre) se va desgranando, de una manera dispersa, que responde al hallazgo de las notas encontradas, que como es obvio no conservan ningún orden cronológico, ni de ningún otro tipo. Son la expresión del estado del sujeto que lo ha experimentado y escrito. Una lección de vida al borde de la muerte… con unas hondas reflexiones, marca de la casa gustafssoniana, en torno a la desconfianza en el Yo (que más que a una abeja se asemeja a un enjambre que a su vez se asemeja al haz de percepciones del que hablase David Hume para definir el sujeto; pueden verse en concreto las páginas 53, 93 o 203, en especial), y en el lenguaje, posturas en las antípodas de la afirmación de Strindberg: «todo cuanto sé – ¡y es tan poco! – deriva del Yo, como punto central. El cultivo de ese yo, pero no su culto, se impone, pues, como el fin supremo y último de la existencia».

Queda claro con lo dicho que no estamos ante un libro de intriga, sino que la diseminación toma el pulso de un ser que se agarra la vida («recomenzamos, no abandonamos nunca») y que nos cuenta su estado presente del mismo modo que tira de moviola para hacernos conocer momentos pasados en un desorden provocado por la asociación de ideas que se da en su mente y que nos arrastra de unos hechos a otros; esta tenacidad recorre, como un mantra, la totalidad de la novela mas no al modo de una jaculatoria sino como expresión del tenaz deseo de agarrase a la vida. Este aparente desorden no puede atribuirse a ninguna forma de descuido por parte del autor sino que se adivina que es un estilo que responde a un mecanismo sabiamente guiado por éste. Concluiré dejando la palabra alguien que de estas cosas, de las letras, sabe cantidad, Alberto Manguel: «Lars Gustaffson en su conmovedora novela, La muerte de un apicultor, hace hacer a su narrador, Lars Lennart Westin, que está a punto de morir de cáncer, una lista de formas artísticas en función de su nivel de dificultad. En primer lugar vienen las artes eróticas, seguidas de la poesía, del drama y de la pirotecnia, y en fin el arte de construir fuentes, el de la esgrima y el de la artillería, Mas hay una forma de arte que no halla su lugar: el de soportar el sufrimiento. Tenemos relación con una forma de arte único, dice Westin, cuyo grado de dificultad es tan elevado que no existe nadie capaz de practicarlo. Westin, sin duda, no había leído el Quijote. Don Quijote es, lo he descubierto con alivio, la elección ideal para soportar el sufrimiento. Abriéndolo poco más o menos en cualquier lugar mientras que yo esperaba ser auscultado, pinchado, drogado, me di cuenta de que la voz amiga del caballero español erudito me reconfortaba asegurándome que todo acabaría bien». No es por puntualizar al argentino, ni por dudar de la eficacia de su quijotesco remedio, pero sí me parece de recibo subrayar, como más atinado, que la postura de Westin se sitúa más en las cercanías del dicho de Schopenhauer: sufro, luego existo, que a cualquier otra cosa.

¿Autobiografía o metáfora?

Salta a la vista la coincidencia del nombre del protagonista con el del autor, Lars, además de que igualmente coincide sus edad, ambos nacidos en 1936. Esto pudiera dar por pensar que, teniendo en cuenta las otras entregas de la pentalogía – alguna de ellas escrita con un yo narrativo que es inequívocamente el del escritor – Gustafsson hablase de sí mismo, del dolor provocado por la enfermedad, un cáncer en estado avanzado, mas no hay, al menos yo no tengo, noticia alguna que dé cuenta de tal enfermedad en el caso del escritor sueco. Así las cosas, lo más pertinente resulta considerar que lo que el autor trata de expresar, por medio de esa enfermedad y por el dolor que tal provoca en el protagonista, un estado de decadencia, de resaca y desánimo tras los años en los que las cosas parecían que iban a cambiar en la dirección de una sociedad más justa e igualitaria, una especie de repliegue al estilo del Cándido volteriano que desencantado de las alabanzas del mejor de los mundos predicado por Pangloss, se refugia en su jardín… El fracaso de las esperanzas anteriores y el consiguiente desánimo, que ya se expresa, de modo tibio, en algunas de las entregas anteriores, cobra en esta novela – al igual que en la del solador – dimensiones más amplias y claras; son los años en los que el escritor asfixiado por la presión que sobre él ejercen los sectores bien pensantes y gobernantes de su país, opta por exiliarse al otro lado del charco, para instalarse como profesor en la universidad de Austin, en Baltimore («Tenía que vivir o escapar. Ya no me era posible negar la grieta», se lee en la página 191 de su El Sr. Gustafsson en persona, que parece estar en las antípodas de lo que se lee en la páginas 89: «¡Sople el viento cuanto quiera! ¡Manténte firme, no te sueltes! ¡Y, hagas lo que hagas, no reniegues jamás de ti mismo»); se puede vislumbrar, en la supuesta contradicción, una unión entre la búsqueda de un refugio para escapar del agobio al que se veía sometido, sin que ello supusiese la renuncia a su pensamiento crítico. Así pues, me atrevo a mantener la interpretación de que más allá de la letra, se haya la metáfora de un estado de alma… del mismo modo que al de Bilbo le dolía España, a Lars Gustafsson le duele Suecia y, por extensión, las miserias de este mundo; lo que ya me resulta más traído por los pelos, a mi modo de ver, es la propuesta que hacen los últimos editores del sueco, en las solapas de la novela de la que nos ocupamos, acerca de una interpretación de decadencia colectiva, materializada en la pérdida de prestigio del paraíso vendido por la socialdemocracia nórdica, crítica que desde luego queda expuesta de manera más explícita en algunas de sus novelas que en ésta en la que ni se nombra a la dichosa socialdemocracia (2), si bien también es cierto que algunas pullas sí que son lanzadas contra la burocracia, contra el desarrollismo que da al traste con el paisaje y los extensos bosques, contra una sociedad que funciona de arriba a abajo por medio de órdenes y decretos que exigen genuflexa obediencia, y la clase media como sostén del modo de vida nórdico, mostrando al tiempo, eso sí, un tono de resistencia, repetido como un mantra a lo largo de la novela: Empezamos de nuevo, no nos rendimos. En este orden de cosas no está de más la elección de las abejas como posible metáfora en el sentido que en su estricta organización producen algo tan dulce como la miel, al tiempo que también pueden picar produciendo grandes molestias… paralelo que, sin rizar rizo alguno, puede aplicarse a los lazos de amistad que crean las comunidades basadas en la rebeldía, que también son capaces de picar al poder, a los poderes que oprimen a los ciudadanos; similar en su poder binario al pharmakon griego que curaba y/o mataba según las dosis. De los cínicos – hoy no toca – que emulaban el comportamiento de los perros: besando la mano de sus amos, y ladrando o mordiendo a sus enemigos.

Ateniéndonos a la letra y corriendo el riesgo de repetirme: puede considerarse el libro como un manual de resistencia, de convivencia con el dolor, y ahí es en donde algunas claves filosóficas cobran neta pertinencia; en primer lugar, la novela relata la experiencia de Lars Westin, antiguo profesor divorciado que vive con su perro y su abejas en la península bella y retirada de Västmanland. A través de sus cuadernos, entramos en un mundo de sufrimientos físicos, con sus subidas y bajadas, sus puntos álgidos, sus ritmos, sus grados y volumen sonoro, y los esfuerzos que ha de realizar el protagonista por evitar tomar medicamento alguno; ha decidido no hacer caso a las noticias que le llegan del hospital. Él se agarra a la vida, tal y como le llega y hasta se aventura a dudar de que la enfermedad sea tan grave, ya que en tal caso no podría pegarse las caminatas que se pega con el perro. En una palabra, aprende a vivir con el mal (con el dolor) que se presenta en especial a la noche… mas él considera que estos dolores le hacen sentir su cuerpo, pues al fin y a la postre él es un cuerpo… En la medida en que el dolor aumenta, recuerda sus amores, sus años de infancia, llegando a la conclusión de que el arte de soportar el dolor no es más que eso: un arte, como la música, la poesía, el erotismo y la arquitectura, aunque es tal su complejidad que poca gente llega a saber torearlo; él, sin embargo, sí que se habitúa a convivir con él, aun considerando que dicho mal/dolor viene del exterior… No está lejos la anotación de Cesare Pavese en sus diarios: «aceptar el dolor significa dominar una alquimia para transmutar el fango en oro». Ante tales hechos narrados, es, reitero, en donde surgen algunas referencias filosóficas a las que, sin entrar en mayores, quisiera referirme.

Conste que ante la disyuntiva que se plantea entre Montaigne (la filosofía como aprender a morir) y Spinoza (la filosofía como aprender a vivir), yo me quedo con la segunda, y conste, también, que no pretendo ser lúgubre, ni fúnebre, metiéndome por estos pagos, simplemente me permito dar algunas referencias por si a alguien le interesan este tipo de reflexiones que son propias y exclusivas de ese ser para la muerte del que hablase Martin Heidegger. Me conformaré con transcribir, en nota a pie de página, algunas significativas citas, y proponer una sucinta bibliografía al respecto (3) .

No quisiera concluir la lectura de la novela, no obstante, pasando por alto uno de sus capítulos, Cuando Dios despertó, que vale por sí mismo como para quedar grabado en la mente lectora, aunque se incluya como simplemente adosado al resto de las historias personales. Si en otras de sus novelas quedaba subrayada su condición de no creyente, asumiendo la anunciada muerte de Dios, y se subrayaba lo incomprensible que resultaba creer en un ser omnipotente y bondad absoluta que se mantenía impasible y silencioso ante los desastres del mundo (lo que se ha subrayado en distintas situaciones problemáticas que han conducido a creyentes a dejar de creer o al menos a poner seriamente en duda la existencia del tal creador que se dejaba ganar la tostada por el mismísimo diablo), que hizo decir al otro, que respondía al nombre de Stendhal, que la única excusa que tenía Dios era su no-existencia, nítida postura de Gustafsson como puede comprobarse, por ejemplo, en las páginas 165 166 de su Segismundo: «la verdad es que tengo mis objeciones por lo que se refiere a dios, el bueno y omnipresente. Si yo fuera bueno y omnipotente no me atrevo a asegurar que todo sería ideal… pero no me privaría de poner cuernos de toro en la frente del general Franco y nariz de tótem al presidente Nixon… pero creo poder garantizar que si yo fuera bueno y omnipotente no habría habido un Sombreril y un Verdun, ni un Auschwitz y un Hiroshima, ni supresión de la rebelión de los cipayos y trabajo para niños en las minas inglesas en los años sesenta del siglo pasado…», o todavía en la página 395 de El enroque…: «yo veo lo místico, lo grandioso, en la falta de significado de la vida. Dios no quiere nada, porque si Dios hubiese querido algo, se habría realizado hace mucho tiempo. Dios sólo se representa a sí mismo» (tampoco faltan andanadas hacia la Iglesia y su labor domesticadora, fomentando el espíritu gregario y paciente en el más acá, para mejorar el más allá). En esta ocasión, se ve a un Dios creador, devenido madre, que despierta de su letargo y hace caso de las preces de los humanos, después de siglos de silencio y falta de respuesta a los ruegos… lo cual resulta tan increíble que provoca una epidemia de locura, al verse un mundo al revés, en que los valores dejan de ser los habituales para acercarse más a un estado de armonía. Gustafsson en ese terreno no tiene dudas, ni pirrónicas, ni metodológico-cartesianas, lo tiene claro y no podría dar por buena aquella aseveración de Strindberg en su Infierno: «desde la infancia he buscado a Dios, y a quien en cambio he encontrado ha sido al diablo».

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Notas

(1) El compromiso del autor queda reflejado además de en su militancia en los años sesenta y posteriores en su apoyo al partido pirata en las elecciones suecas en 2009; ahí va pues un significativo poema:

Sobre el buen gobierno

Artesiska brunnar castesianska drömmar, 1980

[Tomado de Poesía Nórdica, antología de Francisco J. Ruis. Ediciones de la Torre, 1995.]

Las piedras del molino han de moler; cuando se acaba la molienda

comienzan a pulirse mutuamente, implacablemente,

con un chirriante sonido que es difícil de soportar

Tiene que haber un enigma, siempre tiene que haber

algo que quepa entre las piedras. Y aún mejor

si está allí sin que se mencione su nombre.

En las ciudades cada vez más ocupadas, tarde por la noche,

resuenan entre superficies de azulejos o de metal ligero

gritos de rabia o desesperación, el ruido chirriante

de la piedra cuando roza desnuda contra otra piedra,

y alguien rompe con sus manos una puerta de cristal,

de manera que los trozos se ríen alegremente por el suelo

pero el suelo era igual, casillas blancas y negras, por el otro lado.

Uno de los lados es sólo la imagen del otro.

Cuando el molino se muele a sí mismo se oye claramente el ruido,

lejano estrépito, una tormenta de piedra se acerca,

ráfagas de aire podrido y polvo de piedra recorren las habitaciones

en un mundo subterráneo donde vuela un pájaro encerrado

por laberintos de túneles bajos, sin día ni noche.

Allí donde no hay gobierno, no tiene salida el pájaro,

Allí donde no hay Enigma, existe en su lugar el Poder.

Y refleja todos los sonidos en paredes demasiado brillantes.

El buen gobierno proporciona buenos regadíos, canales,

por donde el agua fluye rápida y transparente,

sobre piedras unidas artísticamente, sin algas,

pozos profundos donde las grandes carpas blancas

que ya no ven, se esconden en las tinieblas

y de nuevo se ven lanzadas a su sensatez

cuando alguna vez son izadas en el cubo. El buen gobierno

deja que las carpas sigan viviendo en los pozos, las golondrinas

bajo los aleros, los campesinos junto a sus campos,

los viejos leñadores en sus bosques, los libros

siguen impunemente en las estanterías, y en el bosque

nadie castiga a las setas, un buen gobierno

muestra su buena voluntad también con esas plantas diferentes,

esas que surgen del subsuelo, tanteando

con dedos blancos o marrones, sombreros arrugados,

cubiertas de viscosidades o secas y con aromático perfume,

con cabezas que son blandas membranas fetales

y sin embargo lo bastante duras para perforar la corteza de la tierra.

El filósofo Mo Ti veía el gobierno como una geometría,

un dibujo de campos en torno a cada pozo,

tierra común, la tierra privada, la tierra de los gobernantes

los campos de los soldados y de los jueces, la totalidad

organizada en un conjunto en equilibrio natural,

bajo los largos y flameantes estandartes de seda,

adornados de dragones que mueven sus alas

cuando llega el viento. Mo Ti era un bufón, ¡olvídenlo!

Allí donde hay un modelo hay sólo vacío.

Lo sabemos ahora. Sabemos que el Enigma crece en nosotros

y surge rompiendo lentamente la corteza de la tierra,

como las blandas y extrañas setas en el bosque.

Todas las puertas se construyen para poder cerrarse.

Todas las puertas se construyen para poder abrirse.

¿Quién cierra? ¿Quién abre? ¿Quién pregunta?

Todo buen gobierno empieza en el yo, en las tinieblas,

en el enigma que hay en cada ser humano.

Se extiende desde la oscuridad del pozo,

donde no puede ver ni oír nada,

hasta el horizonte, y sabe que sigue a los navíos.

Sabe que no sabe nada. Así gobierna el Enigma:

Aquellos que no estén dispuestos a todo respecto a sí mismos

no pueden tener tolerancia para con los demás.

Bodino vio el sangriento caos de las guerras de religión europeas,

y eligió, volviendo la cara para no ver, el absolutismo:

Mejor, decía, un verdugo, un hacha, una sentencia

que un horizonte por donde vague el humo de los incendios,

como quiere el viento, pero olvidó lo más importante:

Que nunca podremos regalar lo que nunca ha sido nuestro.

No somos nosotros los que queremos la libertad. Hay algo,

oscuro y sorprendente, en nosotros, que la quiere,

y la quiere más cuando menos lo esperamos. Llega

siempre inoportunamente. Algo oscuro e impreciso

que hay en nosotros quiere ser siempre otra cosa.

El ser humano. La pieza que no encaja

en ningún rompecabezas. Sobre todo no en el propio.

Y en ello consiste la libertad:

que algo en nosotros siempre quiere otra cosa.

El buen gobierno es el que nos ha olvidado.

Encerrados en este dulce olvido

crecemos como crecen las setas;

con humildad y sin límites, hondamente

bajo las calladas sombras de los árboles.

(2) Transcribo algunas frases que dan cumplida cuenta de la situación que escamaba al escritor, que le empujaba buscar otros horizontes menos hostiles: «Tanto más grande se volvió el poder de la mentira abierta. Esto comenzó a modo de pequeñas fisuras, irregularidades, distancias microscópicas entre el mundo que se habla y el mundo existente… Hacía mucho tiempo que la prosa normal había perdido su papel como lengua del realismo, de los conocedores, de los entendidos. Los que realmente sabían, los que participaban en el poder y la influencia, hablaban la lengua administrativa, con sus misteriosas abstracciones y abreviaciones, una lengua que podía volver negro lo blanco… y las prácticas promovidas por las reformas universitarias de los años sesenta, en nombre del conocimiento universal, en realidad, fueron limitaciones del conocimiento, que era al mismo tiempo la clave de la libertad, de las luces, de un futuro mejor, menos impersonal» (El señor Gustafsson…,p. 47) «Hemos aprendido a hablar con la gramática del poder… y mientras los plumíferosculturales de los grandes rotativos hablan de repulsión y desprecio de mi egocentrismo obscuro y semi-liberal… Nuestro rechazo general de la realidad existentes, nuestra convicción general, rotunda, obscura y terca, de la capacidad del hombre, del intelecto, para crear historia, nos une a todos, nos transformamos en amigos» (El Sr. Gustafsson… pp. 31 y 32).

«En la prensa, los profesores conservadores sumisos igual que ahora, a fines de lo sesenta, llamados urgentemente a cumplir su deber cívico de críticos, se reían de mis charlas de los periódicos, recién publicadas en libro…» (Ibidem, p. 65). Completando la panorámica, pueden leerse en su Olor a lana: «y tú, cabo primero, no eres un odioso militarista, eso lo sé yo tan bien como tú. Tú lo que eres es socialdemócrata… y nunca se te ocurriría ponerte a hablar mal de la Corona. Como tampoco se te ocurriría ponerte a hablar mal de la socialdemocracia…» (p., 105) «Rehúsa rendirse. No se entrega» (p., 39), mas todas estas pinceladas retratan el estado de cansancio y desánimo del escritor; o «Para mí la sociedad es basura, es una sociedad brutal, fría, y sobre todo mendaz, que finge ser humana y jovial a pesar de que nadie tiene jamás por un solo instante la sensación de que alguien se responsabiliza de ello, o de ella. Una sociedad embustera en la que lo único que realmente ocurre es que a la gente se le explota y se la empobrece cada vez más» (p., 131); o unas páginas después, en la 148: «En torno a nosotros se pudría una vieja monarquía, cambiaba los tipos, los ideales, se ahuecaban las condiciones eternas de la realidad, se aclaraba la tierra, se reducía el poder más y más a círculos invisibles que ninguno de nosotros podría haber podido romper»; o en la página 244 de su El tercer enroque de Bernard Foy: «En pleno sistema de reforma igualitaria socialdemócrata, al cual, según observadores, sólo competía el dinero para gastos menudos de los hijos del sistema… sancionado prejuicios, consiguiendo siempre disfrazar dicho prejuicios y puntos de vista descaradamente conservadores con una capa de radicalismo casi peligroso».

(3) Sin ninguna pretensión de exhaustividad me permito transcribir algunas citas de pensadores cuyos aires de familia con el espíritu del protagonista de la novela saltan a la vista:

Estoicos:

«Hay lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros. Depende de nosotros la opinión, la tendencia, el deseo, la aversión, todas nuestras obras propias en una palabra; no dependen de nosotros el cuerpo, la riqueza, los testimonios de consideración, los altos cargos, todas las cosas que dependen de nosotros son naturalmente libres, sin impedimento, sin traba; las que no dependen de nosotros son frágiles, esclavas, fácilmente impedidas, propias de otro. Recuerda esto: si tomas por libres las cosas naturalmente esclavas, por propias tuyas las cosas propias de otro, conocerás el impedimento, la turbación, la aflicción, acusarás a los dioses y a los hombres; pero si tomas por tuyo solamente lo que es tuyo, por propio de otro lo que es, efectivamente, propio de otro, nadie te forzará jamás ni te impedirá, no dirigirás a nadie acusación ni reproche, no harás absolutamente nada contra tu voluntad, nadie te molestará; no tendrás enemigos, porque no sufrirás ningún perjuicio» (Epicteto, Manual, I, 1-3 ).

«Bueno o malo son calificativos que el estoico aplica sólo a la acción moral, en cuanto realiza una elección acertada o no. Las demás cosas, al margen, pues, de la virtud y el vicio, son consideradas como “indiferentes” (adiáphora) moralmente, aunque se admite que de ellas las unas son preferibles (proegména), como, por ejemplo, la salud y la riqueza, y otras, las contrarias rechazables. Sin embargo, aquéllas que no están totalmente en poder del obrar humano, aunque el hombre tienda a conseguir las preferibles y evitar las rechazables, no son un definitivo bien, sino algo ventajoso, desde un punto de vista vital. La salud o la riqueza no hacen al sabio mejor moralmente, ni más feliz, que la enfermedad o la pobreza que puedan tocarte en suerte…» (Carlos García Gual/ María Jesús Imaz. La filosofía helenística: éticas y sistemas. Editorial Cincel, 1987; p. 143)

«Son otros los golpes que alcanzan al sabio, pero sin quebrantarlo: el dolor corporal, el debilitamiento, la pérdida de sus amigos y de sus hijos, las desdichas de su patria cuando sufre guerra. El sabio siente esas cosas, no lo niego, puesto que no le prestamos la dureza de la piedra o del hierro. No hay ninguna virtud en soportar lo que no se siente» (Séneca. De la constancia del sabio, 10 )

Schopenhauer

«Los goces son y no dejan de ser negativos. Creer que nos hacen felices es una ilusión abrigada por la envidia, para su propio castigo. En cambio los dolores son sentidos positivamente; de ahí que su ausencia sea el criterio de la felicidad de la vida. Si a un estado carente de dolor se agrega la ausencia de aburrimiento, entonces se ha alcanzado en lo esencial la felicidad terrenal; todo lo demás es quimera» (Parábolas, aforismos y comparaciones. Edhasa, 1995; p. 14).

«Una ojeada general nos muestra que los dos enemigos de la felicidad humana son el dolor y el aburrimiento. Cabe observar además que, en la medida en que logramos alejarnos de uno de los dos, nos acercamos al otro, y a la inversa, de modo que nuestra vida representa realmente una oscilación más o menos fuerte entre ellos. Eso procede del hecho de que el dolor y el aburrimiento se encuentran mutuamente en un antagonismo doble, uno extenso y objetivo, y otro interno o subjetivo. Externamente, en efecto, las penurias y las privaciones alumbran el dolor, a la inversa, la seguridad y la abundancia alumbran el aburrimiento…» (Ibidem, pp. 27-28).

«El dolor no brota de no tener. Brota de querer tener y, sin embargo no tener. Lo primero, el querer tener, es, por tanto, conditio sine qua non de la eficacia de los segundo como dolor. La cumbre del estoicismo, como ética de la razón pura, o la suma prudencia vital, es desembarazarse lo más posible, a partir de esa intelección, del querer. La suma prudencia vital es para la manifestación de la voluntad, para el individuo, lo que para la voluntad misma es su propia inversión, su negación». (Ibidem, p. 47).

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Hay algunas obras de distinto enfoque y género que tratan de los temas de la vejez, la enfermedad y la muerte; ahí van unos cuantos títulos sin ninguna pretensión de ofrecer una bibliografía amplia :

Améry, Jean. «Revuelta y resignación. Acerca del envejecer». Pre-Textos, 2001.

Argulloll, Rafael. «Davalú o el dolor». RBA, 2001.

Beauvoir, Simone de. «La vejez». Edhasa, 1983.

Jankélevitch, Vladimir. «La muerte». Pre-Textos, 2009.

Lessing, Doris. Diario de la buena vecina. Edhasa

Si la vejez pudiera. Edhasa

Nussbaum, Martha C. / Levmore, Saul. «Envejecer con sentido. Conversaciones sobre el amor, las arrugas y otros pesares». Paidós, 2017.

Ocaña, Enrique. «Sobre el dolor». Pre-Textos, 1997.

Sádaba, Javier. «Saber vivir». Libertarias, 1984.

«Saber morir». Prodhufi, 1991.

Sontag, Susan. «La enfermedad y sus metáforas». Muchnik Editores, 1980.