Por Iñaki Urdanibia

No juzgo exagerado afirmar que la imagen juega un papel esencial en las historias de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), así se podía constatar, al menos, en una de sus anteriores novelas*, y en esta igualmente. En la presente ocasión, en su «Anoxia», editada por Anagrama, la fotografía se apodera de las páginas.

Dolores Ayala propietaria de un establecimiento de fotografía, en horas bajas y en descenso creciente, que había puesto en marcha con su marido, Luis, que falleció en trágico accidente de automóvil hace diez años, recibe un encargo realmente curioso: fotografiar a un muerto el día de su entierro. Dolores acepta el encargo que le va a llevar a conocer al anciano que le ha realizado el encargo, Clemente Artés, haciendo que la historia, las historia mejor, se vayan desplegando a través de la relación mentada. Se nos dan a conocer los avatares de la vida del anciano, conocemos su casa-taller, con la acumulación de fotos de muertos y cantidad de dagerrotipos, además de todos los utensilios propios para desarrollar el relevado, etc. Dolores estrecha la relación con el singular anciano que le presta un álbum de fotografías de los instantes de la muerte, de la duración de ésta, y los diferentes tipos de muertos según la toma y la expresión que muestra en cierto sentido diferente aura, ya que existe un más allá de la imagen; de eso, o algo similar, había discutido a menudo con su difunto marido, que no se cansaba de defender que las fotografías expresaban mucho más que los que se veía.

Esta dedicación le vale a Dolores no pocas disputas con Teresa, su cuñada, que ve en el comportamiento del anciano algo extraño y le repatea que su cuñada se preste al juego. Piensa que tal actividad no le viene bien an absoluto ya que le remueve los recuerdos del pasado, en especial la trágica experiencia vivida con el accidente mortal de Luis. Sí que es cierto que esta cercanía con la muerte le lleva a recordar sus tiempos de infancia cuando se dieron algunos fallecimientos: el de su abuela y el de una tía… y la muerte poco menos que ocultada a ella, que era una niña de nueve años y no era conveniente que viera a sus seres queridos en tal estado.

Dolores acompaña a Clemente en sus trabajos y va siendo aleccionada en la manera de desenvolverse a la hora de captar al difunto, y acerca de cómo relacionarse con los familiares, en esta forma de duelo. Por medio se van filtrando lecciones de la evolución de las técnicas fotográficas, sus diferentes pasos y el desmarque de las corrientes espiritistas que no hacían sino engañar al personal; hay algunos dispositivos o métodos utilizados, según cuenta el anciano, que provocan el rechazo y la repugnancia de Dolores, ya que se trataba de hacer ingerir al moribundo algún veneno que provocaba alguna pose deseada al fotógrafo… el anciano le calma subrayando que se trataba de mera experimentación al modo que la usan los científicos, ya que al fin y a la postre, el fotógrafo es un mago, un alquimista, mas también un científico.

Al anciano le sirve un señor que responde al nombre de Ivan, llegado a Murcia desde su balcánica tierra natal; Clemente Artés también ha vivido en el extranjero, en Marsella, que es en donde, precisamente, aprendió el oficio en un establecimiento que varió el rumbo al fallecer el dueño, convirtiéndose en manos de sus hijos en una tienda que relegaba la fotografía, para dar mayor cabida a la venta de diferentes bártulos. Clemente era fotógrafo y no vendedor lo que le empujó a volverse a su país, con su mujer Gisèle, que poco pudo disfrutar de la nueva vida, ya que falleció al poco de llegar. Ambos habían tenido un hijo, Eric, que había hecho su vida en Marsella. Dolores y Luis también tuvieron un hijo, Iván que está en edad de cursar estudios universitarios. Y los muertos que interfieren en la vida de los vivos haciendo que pueda decirse que los muertos que vos fotografiáis gozan de mucha salud, o al menos de presencia, algunos muertos inquietos que no cesan de incordiar.

Entre foto y foto, entre explicaciones técnicas y su práctica, que vienen a ser la vida del anciano y la tabla de salvación de Dolores, ante el negro e incierto panorama que la amenaza, vamos conociendo la vida de ambos personajes, y avanzando entre los límites entre la vida y la muerte, en un escenario que, coincidencias de la vida y de la climatología, es dominado por grandes inundaciones y con la muerte de no pocos peces en las aguas del Mar Menor, precisamente por falta de oxígeno, anoxia. El escenario murciano ya palpitaba en su anterior novela: El dolor de los demás, en la que también irrumpía la muerte, provocada… el escritor convertido en cronista y en detective que trataba de explicarse el asesinato cometido por su mejor amigo.

La palabra que da título al libro, Anoxia o falta de oxígeno viene a ser como la desaparición del pneuma, del que hablaban los estoicos, el aliento, el soplo vital, el alma que cuando desaparece la luz de la vida se apaga, al igual que para otros, de diferentes lares, el perder la sombra era el anuncio de la visita de la dama de negro… y la sombra de los Susan Sontag, Roland Barthes o Walter Benjamin planeando sobre las páginas.

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( * ) Además del enlace que conduce al comentario a una de sus anteriores novelas, entresaco de tal artículo en el que se hablaba de varias novelas, el apartado dedicado a la suya: El instante de peligro.

A la sombra de Walter Benjamin – Kaos en la red

Una novela premiada

La cita de Walter Benjamin, en exergo, que abre la novela finalista del Premio Herralde 2015, « El instante de peligro» de Miguel Ángel Hernández (Anagrama, 2015) marca el tono: « articular históricamente el pasado no significa conocerlo «como verdaderamente ha sido». Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro».

Un profesor universitario, Martín Torres, convencido de que la universidad ha dejado de ser un templo del conocimiento para convertirse en un mero espejo de la burocracia y la exigencia de los intereses de la producción, recibe ciertos materiales fílmicos de una artista, Anna Morelli, que pretende recomponer por medio de las imágenes en un balanceo entre la identidad y la memoria. El profesor desencantado tanto en lo profesional como en lo amoroso, acepta la invitación de participar en el proyecto de la artista nombrada; para ello ha de desplazarse a un campus norteamericano. Su mente se mueve, como un alocado péndulo, entre la inutilidad del arte, frente a sus compañeros de centro universitario, y los interrogantes que la tarea encomendada le origina en unos momentos en los que la sequedad creativa parece acosarle por todas las esquinas, y muy en concreto en el nivel personal.

Su labor va a consistir – según sus propias palabras – en « imaginar una historia posible, poner, como decía Walter Benjamín, palabras a las imágenes que han perdido su pie de foto», y su empeño le va a conducir a tratar de hallar huellas del pasado y «las energías revolucionarias de los objetos» que observa en los materiales que le han sido entregados y que intenta comprobar in situ, para enlazar el paso del tiempo, las sombras pretéritas, y entroncar con la presencia desparecida en el torbellino del devenir.

En el desempeño de su tarea dos obstáculos se le cruzan de manera constante: sus cuitas personales (sus amores y sus sueños) que le asaltan y las relaciones con los diferentes colegas, muchos de ellos creyendo todavía en lo que hacen y convencidos igualmente de los criterios de utilidad y eficacia que parecen haber invadido los pagos académicos.

Con referencias constantes al pensador alemán , a veces explícitas y otras como simples guiños, avanza la historia, con cameos del quehacer de los Warhol, Warburg, Barthes y con amplias dosis de reflexiones sobre el arte, sus creadores y la multiplicidad temporal, que influye – junto a los avances de reproducción técnica – en la heterocronía…

Interesantes lecciones, por medio del género narrativo, las que se reciben en las historias, reflexiones y rumias del profesor de historia del arte.