Por Iñaki Urdanibia.

Una obra de lírica que cala hondo.

Si el otro decía que la poesía es un arma cargada de futuro, en el caso de Juan Carlos Mestre puede hablarse de una poesía cargada de pasado, en la onda del Angelus novus de Paul Klee, comentado por Walter Benjamin; un ángel, agitado por la tormenta, que mira hacia atrás, observando las ruinas que ha dejado la historia a su paso: ruinas de ciudades, ruinas humanas alzando montañas de cadáveres, como si de un nuevo Sinaí se tratara. Esa es la mirada que expresa la lírica del poeta que no se abandona a la repetitiva labor habilidosa de los hábiles juntapalabras sino que no escribe en balde… haciendo buena aquella duda que asaltaba a Albert Camus, y a algunos otros, de cómo escribir de lindas flores en los oscuros tiempos actuales («se acabaron las palabras bonitas»). Y entre las ruinas se oye la voz de los perdedores, de las víctimas de la barbarie, de las víctimas que Mestre toma en préstamo solidario, para que la pérdida no caiga en el olvido, asumiendo un compromiso cívico, sin sentirse expulsado de la ciudad como decretaba Platón, sino inmerso en ella, si dedicarse a entretener al personal con ilusas milongas. El material del recuerdo le sirve como arco que lanza flechas emancipadoras, o al menos resistentes, hacia el futuro.

En «El museo de la clase obrera» (Calambur, 2018) se han ausentado las mayúsculas, los signos de puntuación y hasta los versos han desaparecido, nos quedan las palabras y lo que ellas expresan, con llaneza, deslizándose por escenas cotidianas, de la naturaleza, con su fauna y su flora, entreveradas con referencias a nombres propios de poetas (Arthur Rimbaud, Friedrich Hölderlin, León Felipe, René Char, Wilde, Scott, Homero, Whitman, …), pintores (Joan Miró, Diego Rivera, Henri Rousseau,… ), personajes políticos (Hitler, Kurt Waldheim, el montañés del Kremlin que dijese el perseguido y destrozado Ossip Mandelstam… y Antonio Gramsci tomando casamatas), músicos y clásicos (Richad Wagner, Lao Tse…) y a geografías varias, rurales y urbanas. Y las páginas van desgranando ideas, historias, con una banda sonora que es el ruido del mundo y sus habitantes, el rumor lírico que balance las palabras y las frases yuxtapuestas y dispuestas para el paladeo – más cerca de ciertos devaneos jazz o Edgar Varese que de los clásicos considerados más clásicos -, mas o hace falta ni decirlo, que nadie ha de llevarse a engaño pensando que va a degustar caramelitos de fresa o cucharadas de chantilly; y la libertad toma la página, no solo en lo que hace a su reivindicación, política y social, sino también en lo que se refiere a lo estilístico, lo léxico, ortográfico y sintáctico, convirtiendo la travesía en una lúcida y lucida muestra de poesía libre, de verbo libre que no se deja aprehender por los corsés propios de la sociedad bien pensante y de las cánones que tratan de imponer los comisarios de la cosa… llegando la rebeldía con respecto a lo consagrado a concluir el libro con una índice que no es un índice al menos al modo acostumbrado sino que se convierte en sugestiva guía que nos descubren algunos significados y simbolismos que en la lectura podían habernos pasado desapercibidos al ser poseídos por la marcha propia de una particular banda de Moebius, pero con el inevitable revés alterno que hace que dos se convierta, o sea, uno, y el borbotón de palabras que parecen haberse disputado con el fin de tomar presencia…

Y los gritos de libertad – siempre hay motivos para hablar alto, para reclamar justicia y avisar que llega el lobo, que al final llegó con sus afiladas uñas, aviones y tanques), las llamadas a la ayuda mutua, a la solidaridad, al amor entre iguales, allá en donde anida la resistencia contra el capital y a la opresión, y la permanente huida de las rejas de las distintas formas de ortodoxia escolástica, y la denuncia de la renuncia a recordar…1909, 1936, 1946-1947, y los judíos, apátridas y despojados, huyendo de los arios fabricantes de cadáveres, de los que hablase Hannah Arendt. Los hechos se suceden, se amontonan en una diseminación entrelazada que, no obstante, hace que la atención lectora se mantenga, y que se haya de mantener en la rumia que provocan las adosadas descripciones e imágenes que nos arrastran, envueltos por olores y sabores que salpimientan la prosa lírica o la lírica en prosa… acompañando a la indignación que reclama la fusión, entre iguales, los republicanos de soledades solidarias, ante la infamia del mundo y de no pocos de sus habitantes seducidos por las brillantes luces del karaoke ambiente que son el reclamo del reino de la estupidez.

Y el lenguaje de las ruinas se deja oír a través de las palabras de Juan Carlos Mestre, en la asamblea de la rebeldía, allá en donde el yo se confunde con el nosotros, plasmado en aquel cogito camusiano: me rebelo, luego somos.

N.B.: A la hora de elegir una ilustración para el artículo he dudado entre el atormentado ángel de Klee nombrado en el texto o el ángel sonriente de la catedral de Reims, sereno y no angustiado por lo que le rodea, tal vez cercano a la ataraxia, ángel que dio enigmático juego a Robert Antelme; al final sumergido en las profundidades de la redundante duda he optado por recurrir a las sabias margaritas de mi jardín..