Por Iñaki Urdanibia.

Hay momentos en la historia en la que los tiempos parecen transcurrir más plenos e intensos; las circunstancias hacen que coincidan diferentes expresiones artísticas, cambios de costumbres y protestas contra el estado de cosas. No cabe duda de que algo de todo esto sucedió en los años sesenta: haz el amor y no la guerra en oposición a la guerra del Vietnam, el colorido de las flores en abundancia, las comunas hippies y los gigantescos festivales de música que concentraban a gran número de jóvenes que dejaban ir su espíritu lúdico. No le faltaba a la época una banda musical de altura: Grateful Dead, Bob Dylan, Jefferson Airplane… y no seguiré.

Pues bien, Joshua Furst (Colorado, 1971) usa el bisturí en su «Revolucionarios», publicado por Impedimenta. Realiza el autor un retrato nada complaciente de aquel ambiente cuya diseminación se contagia a la prosa, no es desde luego un retrato fijo, de la novela que se abre en diversas direcciones, tomando como eje la mirada del hijo de uno de los promotores del activismo contracultura, Freedom Snyder cuyo padre Lenny Snyder es la máscara tras la que se presenta Abbie Hoffman, destacada personalidad de aquel movimiento con sus luces y sus sombras.

El dispositivo que pone en marcha el torbellino son las entrevistas que un tal C.C. Clayton realiza al nombrado Freedom, Fred, años después de los años relatados, en donde este se explaya en la descripción de lo vivido en medio del mogollón al tiempo que no se priva de incidir en las no siempre armoniosa relación con su padre, relación que deja ver una tensión que balancea entre el amor y el odio; confirmando que no es oro todo lo que reluce, y que las apresuradas glorificaciones de aquellos momentos y de sus brillantes líderes, en concreto el señalado, tenían sus puntos débiles, que hacían que el barco mantuviese la navegación a pesar de las vías de agua que le afectaban de manera creciente.

Lenny se convierte en el centro de las páginas que narran historias en las que él es el perejil de todas las salsas. Asistimos así a episodios dispares que muestran bien el pulso de la época: el congreso del partido demócrata en 1968, el festival de Woodstock, a lo que se ha de sumar las diferentes provocaciones en algunos de los centros neurálgicos de la alta sociedad (me refiero a los de las finanzas y a otros centros de reunión ostentosa de los dueños del cotarro). El retrato del protagonista nombrado es el de un ser que se tambalea debido a la ingesta de drogas, personaje que vive al límite, siempre implicado en la acción y acelerado hasta el desbarre, lo que le hace caer en las redes de la enfermedad, no solamente propia de un intenso agotamiento sino con diagnóstico mediante de trastorno bipolar con sus momentos de euforia, de eutimia y de todo lo demás. Maniobrero donde los hubiese y guiado por el interés propio hasta el punto de convertir su ombligo en la brújula que le hacía cabalgar, como un caballo loco, por el ajetreado mundo. Tal galope por el lado oscuro, con sus momentáneos deslumbres, le condujeron a su posterior suicidio en 1989; no cabría decir de él que dejaba un bello cadáver aunque su muerte se la dio a edad, relativamente temprana, 52.

Los cameos de las luminarias de la época, gurús beats, músicos poetas, panteras negras, abundan, residiendo no obstante el eje de lo narrado a sincerar las vivencias de Freedom, que desde luego no fueron un camino de rosas, sino tiempos de abandono, de incomprensión, y de padecimientos, si en cuenta se tiene que ciertos comportamientos resultaban absolutamente inasumibles e incomprensibles para un muchachito que no iba a la escuela, porque ésta era un mecanismo de domesticación, y que era arrastrado por su padre a sentadas, a un ambiente en el que corrían las drogas lo que hacía que la estabilidad no fuese la moneda corriente ya que los cambios de domicilio y las huidas a causa de la persecución policial. Y en este hogar móvil conocemos a Suzy, la madre del chaval y víctima de continuas infidelidades y abandonos, que de hecho es quien le atiende ante la desatención de un padre ausente por sus permanentes ocupaciones (embarcadas podría decirse con más tino), y hasta la presencia de quien jugó el papel de padre putativo, el cantante protesta Phil Ochs, quien convertido en la voz de la crítica pacifista contra la guerra de Vietnam, y en el creador de himnos caros a los hippies, acabó derrotado, colgándose con su cinturón.

Mencionado queda un cierto deshilvane de las historias que a veces se encabalgan , mas en vez de en el debe tal vez ello ha de colocarse en al haber ya que éste refleje el caos que se vivía y que se retrata, aspecto que se expresa de manera especial en la descripción de la figura del padre que se ausenta, y que a pesar de ello se convierte en un verdadero imán para quienes le rodean; atracción fatal para estos últimos que eran despreciados y tratados malamente.

Tal vez el autor se escore al trazar el panorama vivido, más bien podría decirse padecido, y a su propio progenitor (podría decirse que en él de daba aquello de virtudes públicas, vicios privados, o por decirlo recurriendo al bestiario: paloma en la calle, lobo en casa, etxean otso, kalean uso) cosa que resultaría comprensible si en cuenta se tiene la infancia que se le hurtó.

Sabido es que tras el desfogue del carnaval se produce la vuelta a la normalidad (aplicando el mecanismo al título, la revolución, término tomado en préstamo de la astronomía: vendría a ser la vuelta completa de un astro hasta su estado inicial); en el caso del sueño hippie, y fenómenos adheridos, acabaron de tal manera y en la asimilación, y esta novela es la muestra del amargo desencanto sobre un sueño de verano que devino pesadilla, evitando citar a Goya, para algunos de sus protagonistas. A pesar de lo cual el autor finaliza diciendo: «Ah, y claro está, le doy las gracias a Abbie Hoffman – provocación, inspiración – por haber existido. Ahora más que nunca, necesitamos tu espíritu en el mundo»… el espíritu de la rebeldía frente al conformismo gregario.