Por Iñaki Urdanibia.

«Pasé un trabajo tremendo porque todo lo que ponía en blanco y negro me salía en alejandrinos, endecasílabos, y cosas de ésas. Tú sabes, me encantaría escribir boleros…».

Hubo un lince, dedicado a la crítica literaria que al publicarse «El otoño del patriarca» señaló, con osado atrevimiento, que la novela era un absoluto fracaso, obviamente no se refería a lo comercial ya que la publicarse en el mercado hispano por Plaza y Janés, en 1975, hizo una primera tirada de trescientos (300000) mil ejemplares, teniendo en cuenta el éxito de «Cien años de soledad», colocándose el libro, al poco de su aparición, en los primeros puestos de las listas de ventas; más tarde vinieron más matizadas opiniones y desde luego la novela pasó a ser considerada una de las mejores novelas del autor colombiano, sino la mejor (así Carmen Martín Gaite); no me atrevería a decir tato, pero ambas son dos grandes novelas. No cabe duda de que el libro lleva la marca de la casa (colorismo marcado por la vegetación y zoología propia de la zona y ampliamente utilizada por el escritor; situaciones propias del nivel onírico, mágico o mítico) al tiempo que conserva su originalidad, y una constante vena poética que se plasma en una prosa poética de altura.

En lo que hace al retrato del Patriarca, el escritor no dirige su foco hacia rasgos habitualmente usados en las obras del estilo, sino que se centra en la soledad del tirano; ya no se convierten las víctimas en el centro de atención sino que es el propio envejecido tirano, que ha vivido obsesionado en que su gobierno, y en especial su figura, quedasen ensalzados por las celestiales alturas, repasa en sus últimos tiempos, los fracasos, las apuestas no excesivamente bien hechas, y ve cómo la soledad está provocada no sólo por el vacío de los ciudadanos y los funcionarios de su mandato, sino por su alejamiento de lo que realmente sucedía en su país, en la isla caribeña en la que se ubica su gobierno y se sitúan los hechos.

Abrir la novela y toparse con una explosión festiva del verbo, con una amplia gama léxica y unas imaginativas metáforas que se encadenan sin el reposo de un punto y aparte, es todo uno; una potente y lírica avalancha de historias, las más de las veces chirenes, que entrecruzan la bestialidad y arbitrariedad del poder con el tono de esperpento rizado hasta los límites de lo imposible, haciendo que hasta las situaciones y hechos más trágicos y brutales se vean rebajados, o reforzados según se mire, por el salvaje humor que acompaña las historias de un descarnado sarcasmo. Como si la prosa estuviese empapada de vaselina sintáctica, se pasa de una persona gramatical a otra en lo que hace a la voz narrativa, repartiéndose la primera del plural a la tercera del singular o a la primera que van adoptando los diferentes personajes que saltan a la página, resultando una narración coral polifónica, que supone que la lectura haya de mantenerse atenta…

En el comienzo entramos en la guarida del poder, en donde todo era un enorme caos, en donde las gallinas y las vacas campaban a sus anchas en medio de los despachos y los papeles revueltos. Allá boca abajo y con el brazo a modo de almohada como en él era hábito a la hora de dormir, hallamos al patriarca, con sus partes comidas por los gusanos y los gallinazos, si se exceptúa su testículo herniado que había adquirido el tamaño del corazón de una res (ya desde su nacimiento parece que tenía el tamaño de un higo). Si el palacio presidencial – por catalogarlo de algún modo – estaba en esta desordenada situación, la cosa no era nueva como de ello dejasen constancia los escasos visitantes a quienes fue concedida la ocasión de entrar allí: vacas a las que ordeñaba y cuidaba el propio patriarca, gallinas a su bola, paralíticos, vagabundos, tísicos y leprosos que junto a los rosales esperaban la ayuda del que todo lo podía y ordenaba, el patriarca, y la peña de concubinas rondando por el patio.

Imposible dar cuenta de la infinidad de situaciones absurdas que provocan, sin remedio, la carcajada, y que pueblan las páginas del intenso libro: las singulares relaciones – digamos que – sexuales del patriarca del que casi no sabe su nombre ni él (aparece una vez el nombre de Zacarías), relaciones establecidas a la brava y sin desvestirse con la colección de concubinas que pululaban por el palacio, amén de otras “conquistas” que lograba al pasar y que suponían graves desgracias para los esposos de las elegidas, ya que previendo que serían enemigos de por vida eran liquidados ipso facto; un enamoramiento loco, de una tal Manuela Sánchez con su olor a regaliz, hace que a ella le colme de regalos de los más alucinado y estrambótico un día sí y otro también: desde cambiar todas las casas del barrio en el que ella vivía – esta casa fuera, esta otra hay que cambiarla de sitio, a esta que se le suban dos alturas… – con el fin de acomodar el lugar a la belleza de la dama, o tras haber consultado a los astrónomos le ofrece como regalo el paso de algún cometa, y hasta de un eclipse… con la mala fortuna que éste se contagia a la dama que desaparece sin dejar ni rastro. O cómo caído en desgracia quien había sido su militar de mayor graduación, y confianza, Rodrigo de Aguilar, es presentado ante los comensales, cocinado en una fuente y servido al resto del estado mayor. Por no hablar de Leticia Nazareno, su único amor verdadero al que había secuestrado, mujer que fue la primera y única en lograr que se desnudase al entregarse al sexo, desprendiéndose de su ropa, sable y condecoraciones, y sus espuelas de oro…para que no la lastimase; fue ella – con la que al final se casó y tuvo un hijo, Emanuel, nombrado general de los ejércitos, en activo, al punto de nacer – la que le enseñó a leer y a escribir, lo que también da lugar a situaciones chuscas que provocan la carcajada irremediable, como cuando paseando con un ministro holandés de finanzas comienza, repentinamente, a cantar y recitar algunos de los ejemplos de los ejercicios de lectura y aprendizaje; más tarde, pidiendo al flipado ministro que le acompañe en sus cánticos ; la mujer y el hijo murieron a causa de un atentado ante lo que el patriarca organizó una escabechina de la mano de su temibles jefe de policía, José Ignacio Sáez de la Barra, quien luego, por cierto, también caería en desgracia. De su santa madre, Bendición Alvarado, de sus orígenes y de su vida, entregada al cuidado de sus gallinas y sus pavos, y en una pobre vivienda de los suburbios, en la creencia de que era pobre, mientras que su hijo – sin ella saberlo – ponía a su nombre todos los bienes, propiedades y ganancias…hasta el momento de su muerte, que da lugar a un tira y afloja entre el poder patriarcal y los poderes eclesiásticos de cara a canonizar a la pía dama… supuestos milagros y testimonios se acumulan, mas el abogado del diablo vaticano no ve las cosas claras lo que va a dar lugar a la declaración de guerra con la Santa Sede, y la expropiación, expulsión y persecución de todos los religiosos, curas, obispos, monjas, en medio de unos lucrativos negocios de estampitas, reliquias y demás mandangas supuestamente sacras, que habían pertenecido a la difunta…Tensión, con las fuerzas vaticanas, que por otra parte provoca el enfurecimiento de la muchedumbre que apoya la santificación de la madre del patriarca, que es elevado al rango de dios: capaz de cambiar el clima, evitar o provocar las lluvias según conveniencia, cambiar los relojes de hora o quitar fiestas o proponer otras nuevas según le viniese en gana; sin obviar los mecanismos tramados para que siempre tocase la lotería al número apostado por el patriarca, negocio que va a suponer la salvaje eliminación de los niños cantores, siguiendo la política propia del dictador: los supervivientes siempre suponen un peligro, de modo que lo mejor es quitarlos de en medio. Tampoco resulta baladí el relato de la muerte, por atentado, de quien sacado de la nada, de los medios impostores, fuese ascendido a doble del patriarca, Pedro Aragonés, que la gente tomó como que había sido, en realidad la muerte del todopoderoso, mas que al verlo otra vez vivo… sonaron las campanas a gloria, los cánticos fueron entonados ensalzando a quien al tercer día resucitó, como Cristo. Y… cien mil historia más, entre olores, sabores y vivos colores.

El patriarca encerrado en sus aposentos, no se entera de lo que realmente pasa en el país pero interviene en todo, sin apresurarse al estar convencido de su absoluto poder y de la duración eterna de su dominio; él, del que no se sabía con exactitud su edad, ya que su reinado, desde la derrota de los godos, logrado con el apoyo de los gringos, parecían inamovible y eterno. La soledad y el ensimismamiento del anciano – que suponen una permanente lucha contra sí mismo -, y que todo da por pensar que pasa de los cien años, cada vez son mayores, lo que no quita para que sus decisiones se sucedan, y los decretos brutales e increíbles también; siempre, eso sí, temiendo que a su alrededor, hasta entre los personajes supuestamente más fieles, especialmente entre ellos, se tramase el pan de la traición alimentado por las ansias de usurpar el poder que a él le pertenecía desde tiempo inmemorial, y recuperar así los privilegios a los que él había puesto fin… al apostar por los pobres.

Una magnífica novela en la que Gabo puso en marcha un verdadero dispositivo narrativo que funciona bien engrasado, a pesar de los cambios de narrador, y de los tiempos referidos, y con una brillantez que deslumbra en su luminosidad, su humor y su crítica despiadada, empujando las cosas a los acantilados del absurdo del poder omnímodo y sin cortapisas…y la atmósfera, que nos es contagiada es la propia que conduce a decir: algo huele a podrido, más bien todo, en la isla regida por el tiránico patriarca, en su persona, en su casa, en… todo lo que toda, y en Midas invertido, convierte en mierda lo que toca.

Una novela con un cadencioso ritmo musical, un animado colorido caribeño, un verbo desbordante y un torrente imaginativo que deja ver la obra más trabajada, y tal vez más lograda, del escritor colombiano.