Por Iñaki Urdanibia.

Destacado representante de “Biedermeierzen”, el romanticismo tardío europeo. La obra de un miniaturista.

Hay escritores que no habiendo sido valorados en su tiempo lo han sido tiempo después pasando a ser considerados como clásicos: es el caso del austriaco Adalbert Stifter (1805 – 1868); el trato recibido por este autor de lengua germano en el mercado editorial hispano no es que sea muy acogedor: alguna obra editada por Impedimenta y un par de ellas por la valenciana Pre-textos, que ahora publica con cuidada traducción de Carmen Gauger, en su integridad (antes había sido publicado tal título, por Cátedra mas únicamente con dos de las narraciones), la recopilación de novelas cortas que presentó en propio escritor en 1852: «Piedras de colores», compuesta de seis relatos: Granito, Piedra calcárea, Turmalina, Cristal de roca, Mica blanca y Calcita. Esta obra recibió, lo que no sucedió con otras de sus obras, el aplauso unánime.

El detallismo puntilloso, que tanto molestaba a Thomas Bernhard, provocó la admiración de Nietzsche, Thomas Mann, Franz Kafka, Robert Walser, Rainer Maria Rilke, Hermann Hesse, entre los más destacados; más tarde sería alabado por Peter Handke o Michel Foucault, y salta a la vista a lo largo de las más de cuatrocientas páginas por las que nos hace viajar el escritor, cuya vocación de escritor era compartida con la de pintor y profesor.

Las páginas del prefacio y de la introducción son el verdadero programa estético y ético del autor que se enfrentaba a quienes despreciaban su escritura por centrarla en cosas pequeñas, en objetos, en paisajes y en gente normal que en el mundo rural se movían; explica el título de la obra, cuyo carácter unificador temático es claro, recordando el coleccionismo de diferentes piedras y minerales que le atraían y que reunía en su niñez (precisamente los niños tienen un papel protagonista en las historias presentadas), y se extiende en sus valoraciones acerca de lo que habitualmente se considera grande y pequeño, invirtiendo los términos: así para él lo pequeño es hermoso y digno de ser valorado, mientras que lo que habitualmente se valora por su grandeza, las más de las veces no oculta sino bajeza («toda una vida llena de justicia, sencillez, superación de sí mismo, sensatez, eficiencia en la propia esfera, admiración de lo bello unido a una muerte serena y sosegada: todo esto lo considero grande; los poderosos movimientos del ánimo, la cólera que se descarga pavorosamente, el deseo de venganza, el espíritu fogoso ávido de actividad, que derriba, cambia, destruye y que en su exaltación a menudo acaba con la propia vida: eso no lo tengo por más grande sino por más pequeño, ya que esas cosas no son sino productos de fuerzas distintas y unilaterales, como las tempestades, los montes que escupen fuego, los terremotos»). No sería exagerado emparentar al escritor con cierto espíritu franciscano en lo que hace al amor a la naturaleza, la sencillez, la celebración de las montañas, los amaneceres… la vida, y la relación que tales pequeñeces, mantiene con la propia manera de ser de las personas. En tales líneas Stifter da muestra de extrema humildad (¿ejemplo de su acendrado cristianismo que había mamado desde su juventud?) al señalar que él no es un artista o poeta, que él no era quien para predicar ningún tipo de moral o virtud, y que tampoco se marcaba como meta escribir sobre lo pequeño o lo grandes, sino tratar de lograr la “sociabilidad entre amigos”, poniendo su escritura al servicio de un mundo mejor, alejándose de los falsos profetas y sus falaces promesas. El mensaje que puede extraerse de sus nouvelles, además de la celebración de la naturaleza, es la llamada a que la gente se comportarse de manera responsable con ella lo cual suponía de paso un respecto para sí mismos, aunque esto último sea pasado por alto por los seres humanos.

La sensación de serenidad y de quietud casan con la mirada bondadosa de los personajes que habitan sus paisajes alpinos, dejando las historias abiertas a la interpretación de los lectores, ya que como él se empeñaba en subrayar su discurso no tenía la pretensión de ser una prédica. No se puede negar no obstante que su lectura supone un empujón hacia la interiorización de lo exterior; su Cristal de roca, de manera especial, es una puesta en acto de los rasgos que han quedado apuntado, siguiendo sus postulados, al relacionar la fuerza de las montañas con la milagrosa salvación de dos muchachos que se habían extraviado en medio de la nieve en fecha señalada: Nochebuena. Las montañas que siempre han separado a los seres humanos, y que como componentes del paisaje son portadoras de peligros y milagros. La madre de los muchachos, Conrado y Susana, cambió a raíz de su matrimonio de lugar de residencia, sus hijos se ven atraídos por la otra parte de la montaña, allá en donde residen sus abuelos… y a pesar de ser conocedores del camino que han realizado no pocas veces, se pierden siendo hallados tiempo después de manera milagrosa. Las descripciones de los fenómenos atmosféricos y la escarpada orografía con su vegetación exuberante que pinta el escritor son dignos de un avezado pintos o escritor, tanto monta.

En las otras novelitas también asoma, como queda dicho, el protagonismo infantil: así en Granito, vemos a un ingenuo muchacho que habiendo cometido una travesura es acompañado por su abuelo a la montaña en donde éste le relata una historia tremenda sobre la epidemia de peste que tuvo lugar en la zona en otros tiempos. El sálvese quien pueda funcionó entre los adultos que intentaban salvar su pellejo desentendiéndose del de los demás, poniendo el contrapunto un niño que salvó a una muchachita. Piedra calcárea presenta a un sacerdote cuya conciencia del pasado no le deja en paz, dándose la causalidad que una aparatosa tormenta hace que un muchacho que anda por los alrededores acaba refugiándose en casa del cura; cuento en el que domina la blancura, como la piedra del título, en contraste con la negrura de la sotana del clérigo. En Turmalina, el autor nos sumerge en la intriga, y lo sitúa en ambiente urbano – es el único entre los recopilados que lo hace -, animado con inquietantes sones interpretados con flauta en la oscuridad de la noche, atenuada por la luz de la luna. Mica blanca nos ubica ante una espectacular tormenta de granizo, una niña en medio del bosque y los cuentos de hadas que cuenta la abuela acompañados de un aparatoso incendio, suponen un canto a la naturaleza desatada. Por último, Calcita, nos lleva a los tiempos finales de las guerras napoleónicas, y la llegada al castillo de un joven oficial del ejército enemigo del que se enamora una joven; no desmerece, desde luego, esta hermosa pieza con el resto de las presentadas.

La admiración de lo pequeño, lo que sucede todos los días (siempre que no suceda aquella irregularidad de la que hablase hipotéticamente David Hume), los vientos, las aguas, los cambios de color de los campos sembrados, los amaneceres, truenos y relámpagos… que en su repetición son pasados por alto por los humanos, o no tenidos en cuenta con la suficiente atención, son motivo dela mirada escrutadora de Stifter, que incide en el traspaso al comportamiento humano que en muchas ocasiones se ve sacudido por ramalazos de rabia, de alegría, de pasiones alegres y pasiones tristes, apostando Stifter – como queda dicho – por lo temperado, lo que se acerca más a la armonía que a los estallidos y desbordamientos. Queda expresado a lo largo de sus historias una invitación a la vida común basada en el respeto al otro y a la dignidad, a la naturaleza, actitud que – según su opinión – ha de regir en todos los niveles de la sociedad; «hay fuerzas que actúan para la subsistencia de toda la humanidad, que no deben verse limitadas por las fuerzas particulares, actuando, al contrario, de modo que limiten a éstas. La ley de esas fuerzas es la ley de la justicia, la ley de la moral, la ley que quiere que cada cual siga existiendo al lado del otro, respetado, honrado, libre de peligros, que pueda recorrer su superior trayectoria humana, se gane el amor y la admiración de sus semejantes, que se vea protegido como un tesoro, lo mismo que cada ser humano es un tesoro para todos los demás hombres»; si se exceptúa la forma, el mensaje tiene indudables de familia con las prescripciones kantianas.

El caso de este escritor celebrado en la actualidad como un destacado maestro de las letras austríacas me llama la atención ya que no habiéndose movido de su Bohemia natal (entre Viena y Linz) tenía una capacidad de describir los paisajes de los Alpes con mano diestra, cosa que por asociación de ideas me lleva a recordar a Kant quien sin haberse movido prácticamente de su Königsberg natal daba clases de geografía describiendo con absoluta minucia los más distantes lugares.

«En estos tiempos nadie a quien Dios haya dotado de fuerzas para dedicarse al arte, puede desanimarse y debe continuar trabajando con entusiasmo en las altas esferas animado por su espíritu, aunque sólo encuentre reconocimiento en los entendidos y el único premio radique en sí mismo», así se expresaba Adalbert Stifter y se mantuvo fiel a ello, contemplando el mundo real y sus reflejos en el mundo interno de los sentimientos.