Por Iñaki Urdanibia

Una singular mirada ante el Horror.

«Y la conciencia del hambre de mi juventud y del hambre en el mundo dan un fuerte sabor al pan que como. Voy haciendo camino, voy ligero de equipaje»

«¿Acaso quería escribir un libro? Nunca pensé en ser escritor. No, la verdad es que no quise escribir un libro, pero tenía el continuo afán de apuntar, en el libro de cuentas de mi padre y a modo de beneficios, gastos y pérdidas, algo sobre los hechos raros que me encontraba en el Trou [una taberna] o por la calle. Y me había decidido por los fracasados, aquellos que estaban por los suelos. Simplemente me pareció que, desde el semisótano, era más fácil calar el mundo. Voilà, esa era entonces toda mi filosofía»

Hablaba Joseph Roth de los judíos errantes, y los pintaba Marc Chagall, retratando su modo de vida, costumbres, comunidades y su importancia de cara a la constitución del pensamiento de Occidente, del mismo modo que años después Edgar Morin, de orígenes sefarditas él, subrayaba el peso y presencia de los judíos del occidente europeo en la creación del mundo moderno; Ahasvérus condenado a un vagabundeo eterno entre los continentes y los pueblos, basta pensar – como indica Enzo Traverso – en Albert Einstein, en el nombrado Chagall, en Elías Canetti o en Isaac Bashevis Singer, entre otros muchos. Pues bien, Fred Wanter (Viena, 1917 – 2006), su nombre original era Fritz Rosenblatt, se convirtió en prototipo de esta errancia propia de los judíos, al tiempo que acabaría convirtiéndose – según su propia expresión – en un cuentista jasídico; recurría igualmente a identificarse con la figura del schlemihl (leyenda en la que el personaje, de una candidez pasmosa, se mueve entre la figura del perdedor y la de la abismal soledad, lo cual supone a la vez una bendición), «se halla fuera de la sociedad, su patria no está en ninguna parte. Sufre los males de este mundo al tiempo que los disfruta. Es un ser lacerado y atormentado que, sin embargo, ha aprendido a contemplar su desgracia con distancia e incluso con alegría»; eso sí, una vida siempre acompañada, como lo fue la de Walter Benjamin hasta el fin de sus días, por el cheposito, personaje infantil que juega el papel del gafe; no está de más, indicar la coincidencia, con las debidas distancias, de Wander y Benjamin en lo que respecta a las esperanzas mesiánicas.

Nacido en una familia pobre, asistió en su ciudad natal a la escuela primaria y obligatoria durante tres años, para abandonarla después y convertirse en aprendiz en un comercio textil, desempeñando luego diferentes oficios (mozo de caballos, decorador, pintor). A raíz de la anexión de Austria por las fuerzas hitlerianas, se vio empujado a huir, haciéndolo por Suiza hasta ser posteriormente entregado a Francia; en la llamada zona libre, encabezada por el mariscal Pétain, fue detenido y enviado al campo de Drancy, de allí a Auschwitz y de este campo al de Hirschberg, en las montañas de Silesia, para finalizar en el de Buchenwald, de donde fue liberado en 1945 por las tropas norteamericanas. Todos los intentos por reencontrase con sus padres y hermana fueron vanos, ya que estos habían sido asesinados en Auschwitz. Volvió a Austria y allá se dedicó al periodismo y a la fotografía. Se afilió al Partido comunista austríaco, y contrajo matrimonio con Elfriede Brunner, quien tras la boda adoptó el nombre de Marie Wander. Juntos se trasladaron a la RDA, en donde se dedicó a escribir. Tras la muerte de su esposa volvió a contraer matrimonio con Suzanne, regresando ambos a Viena, aquejado de una grave enfermedad que le llevó a la muerte el 10 de julio de 2006, hace pues quince años. Su quehacer como escritor y editor de cuentos infantiles, teatro y narrativa fueron galardonados con diferentes premios (el Theodor Fontane en 1967, el Heinrich Mann en 1972, y varios más, hasta la concesión de un premio póstumo, en 2009, por el conjunto de su obra).

Su obra más celebrada, y traducida por acá por Teresa Rosas y editada por Galaxia Gutenberg en 2006, fue «El séptimo pozo», publicada originalmente hace cincuenta años, en 1971, y que él calificaba de novela aunque de hecho es una recopilación de relatos, en los que retrata a diferentes personajes que vieron su vida perturbada por el horror instaurado por las bestias pardasDice Ruth Klüger en el Epílogo del libro, Mis muertos son numerosos y locuaces: «la ficción permite un mayor distanciamiento que el mero relato de hechos: el yo puede retraerse, mantenerse en segundo plano, ser observador y no una víctima». El recurso a la ficción venía facilitada por su visión de que «sobre millones de muertos no se pude decir nada. Pero sobre tres o cuatro se podría narrar una historia», y dicho y hecho. Doce relatos componen el poliédrico libro, en el que los personajes son retratados con el detalle que denota la profesión del escritor, fotógrafo él, y éste les escucha y les deja relatar sus cuitas. En ellos vemos a los internados extenuados por el cansancio, ateridos del gélido frío, cosiendo, zurciendo, poniendo a secar la ropa, buscándose la vida para poder llevar una patata a la boca, gimiendo, llorando, rezando, y los harapos como habitual vestimenta, en un paisaje de la desolación en el que se codea con los muertos, paisaje en el que no obstante brilla la belleza de los árboles que provocan sentimientos de honda nostalgia. Mayores dañados que cuya vecindad con la muerte se antoja cercana como Mendel Teichman, o niños que se abrazan y se ayudan ante el horizonte de su vida futura; o un músico improvisado de nombre Pechmann, o el sastre De Groot, o un turco Tshukran bien casado en Francia, y también conocemos al hijo de un comerciante de alfombras de Lyon, Karel, o aquel otro cuya existencia gira en torno a las preocupaciones políticas, Pepé, o el resistente Jacques, y los jóvenes envejecidos por las penalidades de la vida como Tadeusz Moll o Joshko. Todos judíos , procedentes de toda la Europa ocupada por Hitler, llegados tanto del Este como del Oeste.

Unos personajes a los que se presta la palabra para que expongan la situación en la que se ven atrapados, en el permanente umbral de la muerte, soportando el frío, en presencia de patíbulos o cámaras de gas, en la ignominia del universo concentracionario, mas manteniéndose en los límites de la dignidad; precisamente es significativo el título de su obra autobiográfica: «La buena vida o de la serenidad ante el Horror», publicada por Pre-Textos en 2010. Tal obra concluye con las palabras con que inicio el presente comentario; también la cita que le sigue corresponde a dicha obra. Los protagonistas de las historias en su variedad muestran un amor a la vida y hallan hasta en su nefasta situación algunos rasgos de belleza en el paisaje, en sus montañas y árboles y la nostalgia por el schtetl perdido [término de yiddish que designa una asentamiento de tamaño variado (pueblo,ciudad o barrio)con elevado porcentaje de población judía]. Jóvenes y mayores alternan las voces y sus vivencias pasadas, siendo presentados por el narrador como respondiendo a la función que les define; podría decirse, en lamarckiano invertido (el órgano refleja o define la función), en este orden de cosas la función es definida por el órgano, siendo las botas altas y su modo de vestir las que representan a quienes detentan el poder sobre los detenidos, siendo estos últimos presentados en su singularidad, por la senda usada por Bertolt Brecht sin que ello quiere decir que nos hallemos ante una película de buenos, los detenidos, y malos, los guardianes, ya que de todo hay y mucho depende del lugar en que a cada cual le haya pillado la rueda de la vida. Y el horizonte de que al final morirán ellos, los victimarios, y no los que ahora son asesinados, ya que el futuro pertenece a los de abajo, a quienes no usan la fuerza más que para defenderse y no para someter a los demás. Sea como sea es del lado de las víctimas donde sitúa el centro de gravedad el escritor vienés, aun adoptando la postura de un notario que levanta acta de lo acontecido. Es como si las víctimas tuviesen nombre y apellidos mientras que los victimarios, los de las botas altas, son anónimos, casi intercambiables, con alguna excepción que destaca por su comportamiento realmente abominable, el Gallo Rojo. El eje bien/mal planeando en los comportamientos de los protagonistas y su acción, y las escenas de amistad y solidaridad que no faltan, con el pan compartido.

La obra autobiográfica nombrada avanza por los pagos de la singularidad, comenzando por su adorada geografía hexagonal, de Lyon a Paris, verdadera ville lumière para el escritor que halla allá un ambiente propicio para compartir con sus pares, desterrados, fracasados, parias, exiliados, refugiados; del desprecio y los insultos recibidos en Viena… «llegar a Francia y comprobar que el insulto y la vejación constantes había quedado atrás fue todo uno», y las distintas geografías y vivencias tanto de su país natal como de su pasajera estancia en Amsterdam o su paso fugaz por Suiza, y las peripecias propias de un ser indocumentado que ha de probar la prisión, y más tarde una variedad de campos germanos, una veintena, entre franceses y alemanes, según cuenta. Todos los avatares descritos con la distancia propia de un ser impermeable al desánimo y al resentimiento, al tiempo que bien pertrechado de una abierta sinceridad y de una indudable capacidad de reflexionar sobre lo padecido, y el silencio que todo lo invade interrumpido por los incesantes rumores, sobre la amenaza nazi, sobre la existencia de cámaras de gas, sobre el fin de la guerra, etc.; rumores que las más de las veces eran recibidos como leyendas de agoreros de distinto pelaje. Silencio que se interrumpió en los campos en donde las palabras tomaron la escena y los hechos pasaron a hablar con cruel claridad. La marca de la casa queda expuesta con nitidez: la dificultad de expresar lo vivido en aquellos infectos barracones, la dificultad para explicar el comportamiento de los verdugos (no están lejos las consideraciones acerca de la banalidad del mal del que hablase Hannah Arendt), y la capacidad de la mente humana para cicatrizar las heridas, para poder continuar con la vida, que es lo que hizo Wander tras la liberación del campo y su vuelta a Viena, y los recelos con los que fue recibido… y la vida en la RDA y las demenciales purgas estalinistas, etc., etc., etc. y… «esa actividad interior, esa alegría en medio del horror […] mi ánimo satírico fruto de la agudeza de la visión, de la amargura, la renuncia y, también, la misericordia: la única y verdadera herencia de nuestro antepasados golpeados, expulsados e itinerantes…».

Reducido al limbo debido a su pertenencia a las filas comunistas en la RDA a pesar de que sus posturas huían de cualquier ideología cerrada, su obra cobró, no obstante, amplitud y celebridad gracias a su singular retrato de las escenas de la Shoah, siendo considerada en su totalidad, al menos en las dos a las que me he referido, como autobiografía ficcionada, alejada, no obstante, de la primera persona, persona si es caso prestada a sus personajes, me refiero obviamente a los relatos; elaborada por medio de diferentes tanteos y tiempos, tras veinte años de silencio, hasta que el escritor fue hallando el modo de expresar la experiencia vivida. Una escritura en la que asoma la reivindicación de una utopía paria-disiaca, en la que el elogio del desarraigo, materializado en los exiliados, coincide en cierta medida con la visión de Hannah Arendt: seres fuera de los cánones habituales en lo referente al suelo patrio, a las convenciones sociales, etc., parias que son la figura del extranjero par excelllence, una vida en los márgenes, propia de los refugiados, que Arendt por influencia de Bernard Lazare venía a asimilar con la figura lazareana del rebelde, del anarquista; aspecto del que distaba Wander, en contraposición a su personaje de su texto autobiográfico Katia – como alter-ego del escritor – que era una paria resistente, distante en la medida de que subrayaba el carácter malgré eux de la colectividad de quienes se veían obligados a vivir de la ceca a la Meca, reivindicando, él, no obstante su identidad lábil, este lector de Albert Camus, y, más en concreto, de sus La peste o El extranjero; influenciado también por la vida y las enseñanzas de Henry-David Thoreau, salpimentadas con ciertas tonalidades orientales.