Por Iñaki Urdanibia.

Un escritor checo retrata la situación de la época con disparada imaginación.

«Las obras de Kratochvil constituyen el mayor evento en la literatura checa desde 1989»

(Milan Kundera)

Cualquiera que se haya acercado a libros de literatura checa habrá detectado a las primeras de cambio que los tonos irónicos y humorísticos toman la página hasta cuando se trata de los problemas más serios: empezando por Jaroslav Hasek, y siguiendo con Brohumil Hrabal, Ivan Klima o Milan Kundera (el caso de Kafka merece capítulo aparte), Jirí Kratochvil cumple con creces lo afirmado en su «Buenas noches, dulces sueños», recién publicada por Impedimenta que ya había editado anteriormente un par de novelas más del escritor nacido en Brno en 1940. En su vida también se da una coincidencia con respecto a algunos otros escritores – estoy pensando en Klima – que fueron proletarizados hasta los bordes del lumpen- por los gobernantes del país y hubieron de buscarse la vida recurriendo a la figura del miloficios; en el caso de Kratochvil trabajó como gruista, vigilante nocturno de una granja avícola, telefonista; anteriormente había trabajado como archivista, profesor, etc.

Como señalaba, nada más abrir la novela que comento, el humor está servido y el delirio (de lirium = fuera del surco) también. Son tiempos duros, la ciudad está destruida y algunos bombarderos se empeñan en destruirla más; las fuerzas en lucha son varias y así la destrucción cobra más presencia si cabe: los alemanes al borde de la derrota, los rusos adueñándose del país y los norteamericanos tratando de desalojar a los nacionalsocialistas y a su impuesto Protectorado. Estamos en 1945 y en la ciudad reina el hambre y la falta de alimentos, agua, sin luz ni electricidad, y todo tipo de artículos, y como sucede en estos casos el trapicheo y el estraperlo se apoderan de la estación de la ciudad que es en donde se realizan los intercambios… como en una desesperada subasta unos ofrecen pan o tocino, por ejemplo, a cambio de alguna joya o algún mueble que han rescatado entre las ruinas. En tal concurrido lugar se van a encontrar dos de los protagonistas del libro: un singular personaje, Kosta, que colecciona obras de arte, pinturas más en concreto, y a cambio ofrece todo tipo de alimentos que sorprendentemente posee gracias a algunas artes un tanto chapuceras, por no decirlo de alguna manera más tajante; consigue los vales y alimentos destinados a un hospital del que es dueño, y Kuba que se hace amigo del primero, cuando este le propone conducirlo a conocer algunos misteriosos lugares, además de convencerle para tomar contacto con los americanos que según asegura tienen un remedio para curar todo un cúmulo de enfermedades, el doctor Penicilin es el responsable de tal estupendo invento que dará salida a numerosos problemas de salud. Precisamente la acumulación de pinturas son llevadas a cabo para que posteriormente puedan servir de moneda de cambio del descubrimiento del docto doctor.

La ciudad es un caos total, los cadáveres descomponiéndose bajo las ruinas o siendo enterrados en los parques y jardines de la urbe (en tal labor de enterrador se verá embarcado Jindrich); los vagones de los tranvías abandonados se habían convertido en viviendas improvisadas, las casas habían cambiado de dueño en la medida de que habían cambiado los gobernantes: unos las habían arianizado, otros nacionalizado… todos, al fin y a la postre, las habían birlado a sus auténticos dueños. Los detenidos – judíos muy en especial, sin olvidar a los gitanos – han sido desposeídos de sus casas y los posteriores ocupantes desean que los antiguos propietarios no vuelvan… casas tomadas en propiedad por los ciudadanos, por miembros de la Gestapo o, más tarde, por militantes de los comités dichos revolucionarios; «la ciudad se encontraba en el tiempo cero en una especie de esclusa que la elevaba por completo y no tardaría demasiado en dejarla caer a esa aún innombrable (¡solo en apariencia innombrable!) realidad». Quienes han podido volver de la deportación, habiendo dejado allá, en los campos de la muerte, a sus parientes, como Jindrich, tras algunos tiras y aflojas con los actuales – digamos que – inquilinos, puede entrar a su antiguo domicilio y allá encuentra algunos enseres, ropas, etc. suyos y de su familia, haciendo una estricta limpieza de todo lo que pertenecía a los ocupantes de la Gestapo o que aun siendo suyo pensaba que había usado por ellos; hasta algún fusil fue hallado en el desván, que habría pertenecido a los temibles francotiradores, última manada de Hitlerjugend, que atemorizaban a la población, pues «el terror era un remolque largo y negro que tiraba del ejército de Hitler en su retirada»; recuperada la propiedad heredada de sus padres, el hombre se siente incapaz de negociar con ella, y mostrando sobradas muestras de solidaridad convierte la vivienda en una pensión gratuita para gente sin domicilio, exponiéndose a que la casa se vea despojada de los objetos y alimentos que en la bodega tenía La ciudad empezaba a respirar algo de libertad lo que se traducía en el cambio del nombre de las calles, y «hasta un perro que andaba por allá por allí, como alguien reconoció con alegría, había dejado de ladrar su wau wau alemán para volver a un bonito checo: haf, haf»

Desde su llegada a la estación se encuentra con una gitana a la que no conoce pero que a cambio ella parece conocer todos los detalles suyos y de su familia, como si enviada fuera por el destino; la señora le conduce por diferentes pasadizos entre las casas agujereadas y tras presentarle a un par de gatas, ordena a una de ellas, Kanka, que conduzca al recién llegado, cosa que ella hace con plena fidelidad y eficacia; comportándose cual celoso Virgilio o Dante por aquellos inframundos, franqueando las nuevas fronteras espaciotemporales. Los tonos, por supuesto en coyuntura absolutamente distante en el tiempo y diferentes en los protagonistas y demás, se asemejan en ciertos momentos a los de Mijaíl Bulgákov en su El Maestro y Margarita.

Mientras el recién llegado avanza en compañía de su guía – gata parlante – por distintos lugares sin un rumbo excesivamente programado, la pareja ya nombrada continua su impenitente peregrinación en búsqueda de la poción mágica, el caos del que se da cuenta, y en el que nos vemos envueltos en deriva libre y diseminada, no solo afecta a la población checa pues todo esto sucede un 30 de abril de 1945, al mismo tiempo que en Berlín el führer, el de los bigotes, ponía fin a su infecta existencia. Y muchos encuentros azarosos con antiguos conocidos, fotógrafos, domadores de osos… que dan lugar a nuevas historias que se van adosando en un patchwork de vivaces historias. Enterradores, coleccionistas de mariposas, bodas de enanos de circo, funambulistas, payasos, domadores, carteles, espectáculos… Desde que se abre la sesión, por la primera página, no hallaremos descanso y las historias plenas de imaginación nos empaparán hasta lo más hondo del alma lectora, al tiempo que el foco se abre hacia el futuro y, por medio de la nebulosa de Orfeo, también hacia el pasado de persecución y muerte

La prosa del checo resulta contagiosa al transmitir el caos de un modo que sintoniza a las mil maravillas y que hace que el caos narrado nos penetre por medio de la variedad de las historias que se entreveran. Suele emparentase al escritor checo con el posmodernismo y con el realismo mágico, etiquetas que ciertamente no se ha de rizar rizo alguno para darlas como completamente acertadas y plasmadas en esta su novela que hemos leído, que se comporta de manera abierta y con una desbordante fantasía que convierte la confusa realidad en más real si cabe ya que nos conduce al subsuelo de la razón, allá en donde los límites entre sueño y vigilia se tornan borrosos, y en donde la tragedia se codea con la comedia quedando salpimentada con el esperpento.