Category: JEAN AMÉRY


Por Iñaki Urdanibia.

Continuación de la presentación realizada en el artículo anterior.

Aviso para navegantes: teniendo en cuenta las distintas fechas de publicación de los artículos que siguen, al reunirlos pueden saltar a la vista ciertas repeticiones o “fusilamientos”

Jean Améry, la Ilustración apasionada

Viajó a Salzsburgo, alquiló una habitación de hotel – Hotel Österreichischer/Corte Austriaca – y allá ingirió una fuerte dosis de somníferos. La decisión de «levantar la mano contra sí mismo» sobre la que tanto había pensado y escrito fue puesta en práctica el 17 de octubre de 1978.

No era, desde luego, la alegría de la fiesta Hans Mayer. Según sus propias palabras, solo el tiempo de la infancia y la bucólica juventud escapaba a la seriedad que había revestido su vida, forzada por los acontecimientos y circunstancias que se amontonaron sobre su persona y también sobre otras claro, pero nuestro hombre era una persona de una sensibilidad extrema y desde joven fue conducido a tomarse la vida en serio, muy en serio. Por de pronto, él, que nunca se había preocupado de su judeidad, ni se había sentido como tal, la descubrió en 1935 cuando estando leyendo la prensa en la sala de un peluquero vienés vio un artículo sobre las leyes raciales de Nuremberg, y comprendió que podrían aplicársele a él, pues el estado nazi era el representante legítimo del pueblo alemán y era el que decidía acerca del carácter ario o no de los los habitantes de tierras germanas, y otras. Decía Hannah Arendt que respondía como judía cuando era atacada como tal, lo mismo podría aplicársele a nuestro hombre, o al mismo Primo Levi…  «judíos por obligación».

Quien hasta entonces había cursado estudios de filosofía y letras, sin culminarlos, y que habiendo sido empleado en una librería/editorial había comenzado a frecuentar los cursos de los componentes del círculo de Viena, deviniendo un abanderado de las posturas positivistas, ademas de un sesudo crítico literario al devorar todos los libros que caían en sus manos que eran muchos y de calidad; pues bien, como decía, Mayer hubo de tomar las de Villadiego dejando su ciudad natal con motivo de el Anschluss (anexión/incorporación de su país a Alemania) para desplazarse a Bélgica, en 1938, que es donde cambiaría de nombre, en 1955, pasando a llamarse Jean Améry (jugando con las letras de su nombre original y afrancesándolo) como queriendo romper amarras con su patria. Este también fue el momento en que se implicó con las redes de la Resistencia belga, al ser arrestado por la Gestapo fue deportado al campo bearnés de Gurs, de donde logró escapar. Volvió a tomar contacto con la Resistencia y fue detenido otra vez por los alemanes que tras torturarlo brutalmente le llevaron al campo de Auschwitz, en donde estuvo confinado, hasta ser trasladado a otros campos, ante la cercanía del ejército rojo… hasta la liberación por los británicos del campo de Bergen-Belsen meses después de la liberación de Auschwitz.

Así como otros – Robert Antelme, Primo Levi o David Rousset – que habían pasado por tal experiencia concentracionaria dieron testimonio en caliente, él tardó veinte años para entregar sus «tentativas de superación de una víctima de la violencia» en su libro «Más allá de la culpa y la expiación» (1966). Tras la salida del lager, vuelve a Bélgica, a Bruselas más en concreto, en donde comienza a escribir como ensayista y crítico literario hasta el final de sus días (ejemplar en este orden de cosas es un excelente libro firmado con su verdadero nombre con significativo título: «Historia maldita de la literatura. La mujer, el homosexual, el judío». Taurus, 1975). Indudablemente la experiencia del nacionalsocialismo le va a dejar una honda huella y va a suponer un giro radical en sus preocupaciones a la hora de escribir. «En Auschwitz no nos hemos hechos más sabios, siempre que por sabiduría se entienda un saber positivo sobre el mundo: nada de cuanto comprendimos en el interior del campo nos habría sido imposible comprenderlo también fuera; nada se nos transformó en una guía práctica. Tampoco en el campo hemos llegado a ser más “profundos”, suponiendo que la fatal profundidad sea una dimensión espiritualmente definible. Salta a la vista, creo, que en Auschwitz ni siquiera nos hemos hecho mejores, más humanos, más filantrópicos ni más maduros moralmente. No se puede ser testigo de los crímenes del hombre deshumanizado sin cuestionar todas las nociones sobre la dignidad innata del ser humano. Del campo salimos desnudos, expoliados, vacíos, desorientados-y tuvo que pasar mucho tiempo antes que reprendiésemos el lenguaje cotidiano de la libertad. Por cierto, todavía hoy lo contamos con malestar y sin verdadera confianza en su validez».

La reflexión sobre lo padecido, sobre su propio existir – la huella del existencialismo sartreano se va a dejar notar en sus análisis y en sus referencias autobiográficas – va a pasar a constituir el eje de su quehacer que no sirve sólo a modo de terapia o aclaración propia de Améry consigo mismo – que también – sino que adquieren un nivel más generalizable o universalizable a la hora de enfocar aquellos años oscuros, enfocados por una mirada que vivió todo aquello en primera persona, y con una lucidez extraordinaria y apasionada. Desde sus dolorosas reflexiones sobre la tortura como proceso de despersonalización, el rapto de lo germano por los bárbaros pardos, y la deshumanización programada en el campo de exterminio, situación para la que los intelectuales estaban peor preparados, y el padecimiento del exilio, son expuestos en la obra ya citada, sus cavilaciones no van a cesar, así sobre el paso del tiempo en «Revuelta y resignación. Acerca del envejecer» (1968) o sobre el suicidio, «Levantar la mano sobre sí mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria» (1976), siempre utilizando un “yo” narrador que es «sustituido en ocasiones por un “tú” crítico-polémico o también por un “él” distanciador», pues si Améry nombrase a Primo Levi como «el que perdona» – siendo puntualizado por éste en un magnífico texto, «El intelectual en Auschwitz» recogido en «Los hundidos y los salvados» – la verdad es que desde luego él no perdonaba a quienes habían dirigido aquella masacre brutal («A diferencia de Levi no soy un perdonador y no tengo ninguna comprensión con respecto a los señores que formaban parte del “personal dirigente” de Auschwitz»), pero es que no se perdonaba ni a sí mismo como puede verse en su texto autobiográfico «Años de andanzas nada magistrales» (1971), en especial al recordar las veleidades de juventud cuando flirteó con cierto sabor campestre prefascista.

La obra de Améry se convierte así en el análisis genealógico de la constitución de su yo como sujeto – sujetado – por las circunstancias que fueron acumulándose en su vida, experiencias difíciles de asumir y soportar por un solo sujeto y por una única vida; podría hablarse de un exceso de realidad, y qué realidad, y su escritura da cuenta de todo ello entreverándose con una naturalidad increíble lo autobiográfico, con lo ensayístico y lo literario, y hasta lo novelístico, ahí está su soberbia novela ensayo «Lefeu o la Demolición» (1974). Y en toda su escritura la lucidez deslumbrante asoma con fuerza en todas sus páginas pues la rumia del pensador no es de superficie sino que está trazada desde las mismas vísceras, marcadas como queda dicho por la atroz historia padecida de aquellos tiempos dominados por la ignominia. Améry en el epicentro del huracán siempre mantuvo la cabeza muy alta, sin caer en la desesperanza, ni el desánimo, aun sin disimular para nada su angustia, y plasmándola con palabras «desnudas y rugosas», siendo consciente de que la Ilustración, con sus bellos principios, había sido negada por los hechos y era de un insensato e irresponsable orgullo hacer propaganda de la Europa como cuna y culminación de tales principios luminosos: el desastre vivido y la decadencia posterior estaba en las antípodas de las promesas de les philosophes des Lumières, pero por ello en vez de renunciar Améry no cesa en su afán combativo por abrir paso a una ilustración empujada por los sentimientos y por la pasión, y no solo por la autosuficiente razón, una ilustración apasionada que lucha por hacerse hueco en el conformismo complaciente de los ganadores, que se arrogaban el monopolio de la verdad. «Auschwitz es el pasado, el presente y el futuro de la humanidad o al menos de su parte llamada “civilización occidental”».

«Uno estuvo allí, en un estado de relativa lucidez intelectual, como testigo y actor, durante aproximadamente cuatro décadas», y excavando como avezado arqueólogo de su propia existencia – comenzada en Austria en 1912 – nos entrega una obra que es una vida entera.

Jean Améry, resentir, resistir

+ Jean Améry

«Lefeu o la demolición»

Pre-Textos, 2006.

+ Jean Améry

«Años de andanzas poco magistrales»

Pre-Textos, 2006.

Tres célebres judíos suicidados, marcados por la presencia bárbara de los nacionalsocialistas, y los dos últimos más concretamente por las huellas que tales bárbaros dejaron en sus cuerpos y sus almas, defendían – en líneas generales – un cierto humanismo ilustrado; Stefan Zweig no resistió mucho y puso fin a sus días en 1972, en Brasil, en donde permanecía cuando los nazis se anexionaron su patria, Primo Levi se arrojó por el hueco de la escalera del portal de su casa turinesa, del quinto piso, en 1987, Hans Mayer puso fin a sus atormentados días en un hotel de Salzburgo en 1978. (Dejo de lado, para evitar los excesivos tonos necrológicos a Kurt Tuckolsky que puso fin a su vida en 1935 o a Walter Benjamin que ingirió la dosis mortal de morfina en 1940 en Port-Bou). Si el primero fue tachado de traidor por algunos de sus colegas comprometidos, los otros dos mantuvieron entre ellos serias diferencias en lo que hace a la valoración de los hechos sufridos en Auschwitz: Mayer llamaba a Levi el que perdona, el italiano disgustado con el calificativo se situaba en las antípodas a la hora de enjuiciar la experiencia concentracionaria, como lo dejó claro en su Los hundidos y los salvados, al considerando que las posturas del austríaco-belga eran resentidas , desesperanzadas, y que llevaban a un callejón sin salida; al criticado, por su parte, las posturas del italiano le parecían de una blandenguería indefendible. No cabe duda de que los posicionamientos de Améry (nombre que había adoptado Mayer, alterando el orden las letras de su nombre y afrancesando su nombre y apellidos) eran nítidos y claros, tanto en su Más allá de la culpa y la expiación – escrito viente años después de los hechos – en que se mostraba radicalmente combativo contra los asesinos y torturadores, además de incidir en lo incurable de las heridas sufridas, llagas en la que hurgó más todavía en sus gélidas y lúcidas reflexiones sobre el suicidio y la vejez. No era la alegría del huerto, no, Hans Mayer.

Nacido en 1912 en Austria, y tras haber cursado estudios de letras, vio cómo su país era anexionado por los alemanes, lo que le llevó a refugiarse en Bélgica y cambiar de nombre para no dejar rastro de sus orígenes lingüísticos germanos; desde entonces siempre firmó sus escritos con tal nuevo nombre adoptado (y a pesar del rechazo de la lengua alemana, siguió escribiendo en tal idioma). Detenido por los alemanes fue llevado al campo bearnés de Gurs de donde logró escapar, volviendo a Bélgica para unirse a la resistencia. En 1943, fue detenido otra vez por la Gestapo, siendo torturado brutalmente para finalizar dando con su huesos en Auschwitz. Ya luego tras recuperar la libertad, todo sería escritura en la que además de publicar brillantes ensayos críticos de literatura (recuerdo una libro publicado hace una treintena de años por Taurus en el que detenía su afilada mirada en la figura de las mujeres, los judíos y los homosexuales en distintas obras literarias), todas las obras restantes son ensayos (si se exceptúan un par de novelas y las entregas autobiográficas); [no se ha de olvidar que el inventor del género, Michel de Montaigne, tomó la palabra essais del latín esse, que significa ser; o también se puede buscar el origen del término en sais-je, lo que yo sé], ensayos en los que se cruzan retazos de su propia vida, en algunos casos lo literario, y las hondas reflexiones sobre temas vividos en su ajetreada existencia, pretendiendo con ello dar cuenta del verdadero ser de los asuntos tratados, de la visión que él tenía sobre ellos.

Resistir

En una de las dos novelas que escribió, el protagonista Lefeu coincide en algunos aspectos esenciales con el propio escritor: haber sufrido por su condición de judío y haber padecido en propia carne, o en las de su familia, la experiencia de los Lager. Tal personaje, que es pintor, vive en un inmueble del centro de la capital del Sena y el barrio va a ser demolido, ante la aparente conformidad de los inquilinos de aquellas casa, el artista se mantiene firme en su decisión de seguir viviendo en donde había habitado y había pintado, manteniéndose en sus habituales formas de vida y en sus cánones artísticos, aun manteniendo que «no hay bienes que sean sagrados ni valores artísticos que sean eternos», tampoco está dispuesto a ser pasto de la decadencia, de la demolición y de la anulación de todo tipo de normas en aras de un negocio creciente y de una nihilización de la existencia. La metáfora es obvia, y la novela exige la atención del lector pues es un híbrido de géneros, eso sí perfectamente ligados.

Examen de una vida

Inquietante hasta los topes es la obra que se puede considerar una de las entregas de su autobiografía, con todas las puntualizaciones que se quiera por la peculiaridad del modo de escritura y de estilo, en la que repasa su existencia, especialmente en lo que hace a los años que van de los treinta hasta los años finales de los sesenta; el autor no tiene piedad ni para consigo mismo, si bien el yo que ha vivido pasa a ser secundario con respecto a los tiempos, a los contemporáneos, y a las ideas de la época. Verdadero capítulo de culpas en el que Améry repasa sus juveniles compromisos con posturas protofascistas (sangre, tierra, raza), sueño dogmático del que fue despertado por la bestia parda, quien con sus garras le dejó grabado su empeño por orientar su quehacer – juzgando que era por otra parte la única salida para la dañada humanidad – en pro de un humanismo ilustrado, haciendo que todo lo que supusiese obstáculo a tal añorada meta fuese siendo dejado de lado por él, y vilipendiado sin pelos en la lengua. Así ahí quedan los dardos contra ciertas tendencias tecnicistas dentro de su admirado neopositivismo, la aceptación y admiración del existencialismo sartreano hasta que el autor de «La náusea» derivase por algunas posturas que no gustaron en absoluto al austriaco, lo cual le llevó a una ruidosa ruptura de Améry con el maestro francés y también con cualquier forma de izquierdismo; qué decir del surgimiento del estructuralismo que con su «anti-humanismo teórico»ponía en solfa el sacrosanto sujeto, postura que obviamente le supo a cuerno quemado… Desde luego, Jean Améry no se casaba con nadie, ni – como queda dicho – consigo mismo, dicho lo cual, haya algunas referencias laudatorias al sionismo y al subsiguiente Estado, o algunos zarpazos recién nombrados que hacen que en algunos momentos la lectura resulte, al menos para servidor, incómoda… si bien la comodidad no es la materia prima de la que está hecha su prosa toda que es como una feroz y desasosegante voz de la conciencia.

Geografías de la huida

+ Jean Améry

«Lugares en el tiempo»

Pre-Textos, 2011.

157 págs. / €..

No era ningún espíritu nómada , ni que fuera un culo inquieto lo que hizo que la vida de Hans Mayer (1912-1978) – rebautizado por él mismo con el nombre de Jean Améry – fuese movimiento permanente, sino las circunstancias de su existencia que le llevó a correr de un lado para otro tratando de evitar caer en manos del enemigo, huyendo hasta de su propio idioma pues éste, aun siendo el de Goethe, había sido pervertido por los ideólogos del III Reich. El escritor vienés despertó a su condición de judío debido a la anexión de su país por las hordas pardas. De allá se fue a Bélgica en donde cambiaría de nombre posteriormente, tras la guerra, y en donde fue detenido y sometido a torturas por la temible Gestapo. De Gurs se escapó y más tarde fue encerrado en Auschwitz de donde fue liberado coincidiendo con la liberación del campo; allá coincidió con Primo Levi al que llegó a calificar como «el que perdona». Desde entonces toda la vida de este superviviente del «naufragio» fue un combate, guiado por el deber de memoria, contra los culpables del desastre vivido… hasta que «levantó su mano contra él mismo» en un hotel de Salzburgo.

El libro que ahora se presenta recoge las intervenciones radiofónicas que el escritor mantuvo dando cuenta de varias estaciones, de distintos escenarios de su vida: Viena, Colonia, Amberes, Gurs, Bruselas, Zurich, Londres, París, son los lugares retratados desde la óptica del testigo que rememora el lujoso modo de vida en un floreciente y exquisito balneario en donde disfrutaban los miembros de la corte del emperador del imperio austro-húngaro y lo asocia con el hundimiento de dicho imperio, o la visión de quien busca refugio atravesando clandestinamente fronteras , o del escapado del campo bearnés lo que le da ocasión para hablarnos de su periplo por tierras galas; en el caso belga nos es presentada una ciudad en tiempos de ocupación, mientras que de las tres últimas se da cuenta en los momentos posteriores a la finalización de la guerra. Viene a ser así el libro una afilada y crítica mirada que traduce una toma del pulso de los tiempos vividos. Paisajes habitados por humanos de quienes quedan, aunque la primera persona sea la dominante, reflejados los sentimientos y las duras vivencias en aquellos «tiempos oscuros». Es el yo de un perseguido, de un exiliado, de un testigo, que en vez de quedarse en sus cuitas personales extiende su mirada en abanico hasta un sujeto plural que era el que pasaba hambre, frío y miserias sin cuento; lo subraya la introductora del libro: «la biografía del autor desaparece tras la realidad de los lugares y los acontecimientos de la época» y así, al desaparecer el «héroe» toman la escena las cosas. El escritor se convierte en el cedazo a través del que se filtran todos unos años que él malvivió en absoluta sintonía con la mala vida a la que se vieron sometidos los europeos en general, aunque algunos menos que otros (los suizos, por ejemplo).

Un expresionista cuadro de lo observado, pintado con unas certeras pinceladas por un ser convertido en «judío errante» y sumido en una enorme soledad en su pertinaz lucha contra tirios y troyanos.

Jean Améry, la ilustración apasionada

«El campo de concentración era el laboratorio en el que la Gestapo aprendía a desintegrar la estructura autónoma de los individuos […] el fenómeno concentracionario debería ser utilizado por todas las personas que quieren comprender lo que pasa en una población sometida a métodos análogos a los que eran utilizados por el sistema nazi».

(Bruno Bettelheim. SobrevivirCrítica1981)

«Auschwitz es el pasado, el presente y el futuro de la humanidad o al menos de su parte llamada “civilización occidental”»

(Jean Améry. «Más allá de la culpa y la expiación»Pre-Textos, 2004)

El 31 de octubre de 1912 nació en Viena, de padre judío y madre católica convertida al judaísmo, Hans Mayer, quien luego devendría, por decisión propia, forzada por las circunstancias y por su dolor con respecto a su lengua materna, Jean Améry. No fue, desde luego, la alegría de la fiesta Hans Mayer. Según sus propias palabras, solo el tiempo de la infancia y la bucólica juventud escapaba a la seriedad que había revestido su vida, provocada por los acontecimientos y circunstancias que se amontonaron sobre su persona y también sobre otras claro; pero nuestro hombre era una persona de una sensibilidad extrema y desde joven fue conducido a tomarse la vida en serio, muy en serio. Por de pronto, él que nunca se había preocupado de su judeidad, ni se había sentido como tal, la descubrió en 1935 cuando estando leyendo la prensa en la sala de un peluquero vienés vio un artículo sobre las leyes raciales de Nuremberg, recién promulgadas, y comprendió que podrían aplicársele a él, pues el estado nazi era el representante legítimo del pueblo alemán y era el que decidía acerca del carácter ario o no de los germanos. Decía Hannah Arendt que respondía como judía cuando era atacada como tal, lo mismo podría aplicársele a Primo Levi, o a nuestro hombre… «judíos por obligación».

Quien hasta entonces había cursado estudios de filosofía y letras, sin culminarlos, y que habiendo sido empleado en una librería/editorial había comenzado a frecuentar los cursos de los componentes del círculo de Viena, deviniendo un abanderado de las posturas positivistas, ademas de un sesudo crítico literario al devorar todos los libros que caían en sus manos que eran muchos y de calidad; pues bien, como decía, Mayer hubo de tomar las de Villadiego dejando su ciudad natal con motivo de la Anschluss (anexión/ incorporación de su país a Alemania) para desplazarse a Bélgica, en 1938, que es donde cambió de nombre pasando a llamarse Jean Améry (jugando con las letras de su nombre original y afrancesándolo) al tiempo que entró en crisis con respecto a su idioma vehicular a la hora de escribir, como queriendo romper amarras con su patria. Este también fue el momento en que se implicó con las redes de la Resistencia belga, siendo arrestado, cuando repartía propaganda entre las tropas invasoras, por la Gestapo y deportado al campo bearnés de Gurs, de donde logró escapar. Volvió a tomar contacto con la Resistencia belga y fue nuevamente detenido por los alemanes que tras torturarlo brutalmente en la fortaleza de Breendonk, le llevaron al campo de Auschwitz, en donde pasó un año en el campo de Auschwitz III- Monowitz, trabajando en la fabrica de IG-Farben (la misma en la que había ejercido de químico-es un decir- Primo Levi) siendo evacuado posteriormente a Buchenwald y finalmente al siniestro lager de Bergen-Belsen, hasta la liberación en enero de 1945 por el ejército rojo.

Así como otros – Robert Antelme, Primo Levi o David Rousset – que habían pasado por tal experiencia concentracionaria dieron testimonio en caliente, él tardó más de veinte años para entregar sus «tentativas de superación de una víctima de la violencia» en su libro «Más allá de la culpa y la expiación» (1966 / Pre-Textos, 2001). En este híbrido de literatura y ensayo, aborda el papel de los intelectuales en los campos, llegando a la conclusión de que éstos estaban peor preparados que el común de los detenidos para poder conllevar las penalidades del siniestro lugar: por una parte, ya que les faltaba fuerza y habilidad para desenvolverse en los trabajos manuales y prácticos, a lo que había de sumarse, por otra parte, el tipo de educación recibida. que no les preparaba para vivir entre tramposos y seres violentos… Añadía más inri a las dificultades de adaptación la finura a la hora de plantearse las situaciones y cavilar sobre ellas, haciendo que uno se sintiera más raspado por las situaciones vividas que quienes no estaban acostumbrados a analizar los hechos que les sucedían o les rodeaban. La obra deja asomar, todo hay que decirlo, una definición de los intelectuales absolutamente escorada hacia las humanidades, literatura, filosofía, etc.; igualmente rezuma en sus reflexiones, un dolor enorme – él que era de cultura germánica – ante la usurpación de todos los grandes maestros de las letras y las artes por parte de los verdugos alemanes.

Améry nunca negó la herida que había sufrido al ser torturado, herida profunda que le hacía sentir «que ya no podía ver el mundo como su hogar». Dolor que venía a sumarse al sufrido anteriormente al sentirse un extraño con respecto a cualquier tipo de comunidad (la vienesa, la judía…) que había permanecido casi impasible ante la amenaza creciente de ruptura de la civilización que traducía una «pérdida de confianza en el mundo», lo que le llevaba a considerar que los pilares ilustrados y liberales de la civilización occidental no estaban demasiado arraigados en la sociedad como para poderse sentir vacunados contra la reaparición de la barbarie. Hasta podría decirse que su implicación en la resistencia fue, tal vez, un intento desesperado por recuperar la identidad de una comunidad ausente o perdida, con sus lazos de compañerismo y solidaridad.

Con el fin de luchar contra esta situación de falta de defensas, Améry no se cansó de proponer la obligación de que libros sobre Auschwitz pasasen a formar parte de las lecturas obligatorias en los centros de enseñanza superior como necesaria formación para los tiempos posteriores a la Shoah.

Su palabra se convirtió infatigable en la propia de una víctima que no pide compasión sino justicia y si ésta no llega, sólo el resentimiento sería el arma que le quedaría ante la pasividad de una sociedad enferma y olvidadiza. Si para el autor de «la genealogía de la moral» el resentimiento era la base de la moral judeo-cristiana, para Améry – el propio título de su obra esencial supone un guiño inversor del «más allá del bien y del mal» – el resentimiento era la única manera de mantener presente aquel pasado, en lucha permanente contra el olvido y frente a la minimización de los hechos, forjado de ignominia, que no debía ser considerado como un mero accidente sino como una señal de un grave rompimiento histórico.

Tras la salida del lager, volvió a Bélgica, a Bruselas más en concreto, en donde comenzó a escribir como ensayista y crítico literario hasta el final de sus días (ejemplar en este orden de cosas es un excelente libro firmado con su verdadero nombre, con significativo título: «Historia maldita de la literatura. La mujer, el homosexual, el judío». Taurus, 1975/traducción en Taurus). Indudablemente la experiencia del nacionalsocialismo le va a dejar una honda huella y va a suponer un giro radical en sus preocupaciones a la hora de escribir. «En Auschwitz no nos hemos hecho más sabios, siempre que por sabiduría se entienda un saber positivo sobre el mundo: nada de cuanto comprendimos en el interior del campo nos habría resultado imposible comprenderlo también fuera; nada se nos transformó en una guía práctica. Tampoco en el campo hemos llegado a ser más “profundos”, suponiendo que la fatal profundidad sea una dimensión espiritualmente definible. Salta a la vista, creo, que en Auschwitz ni siquiera nos hemos hecho mejores, más humanos, más filantrópicos, ni más maduros moralmente. No se puede ser testigo de los crímenes del hombre deshumanizado sin cuestionar todas las nociones sobre la dignidad innata del ser humano. Del campo salimos desnudos, expoliados, vacíos, desorientados – y tuvo que pasar mucho tiempo antes que reaprendiésemos el lenguaje cotidiano de la libertad. Por cierto, todavía hoy lo hacemos con malestar y sin verdadera confianza en su validez».

La reflexión sobre lo padecido, sobre su propio existir-la huella del existencialismo sartreano se va a dejar notar en sus análisis y en sus referencias autobiográficas- va a pasar a constituir el eje de su quehacer que no sirve sólo a modo de terapia o aclaración propia de Améry consigo mismo – que también – sino que adquiere un nivel más generalizable o universalizable a la hora de enfocar aquellos años oscuros, enfocados por una mirada que vivió todo aquello en primera persona, y con una lucidez extraordinaria y apasionada. Desde sus dolorosas reflexiones sobre la tortura como proceso de despersonalización, el rapto de lo germano por los bárbaros pardos, y la deshumanización programada en el campo de exterminio, situación para la que los intelectuales – como queda dicho – estaban peor preparados, y el padecimiento del exilio, son expuestos en la obra ya citada, sus cavilaciones no van a cesar, así sobre el paso del tiempo en «Revuelta y resignación. Acerca del envejecer» (1968/hay traducción en Pre-Textos, 2001) o sobre el suicidio, «Levantar la mano sobre sí mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria» (1976/Pre-Textos, 1999), siempre utilizando un “yo” narrador que es «sustituido en ocasiones por un “tú” crítico-polémico o también por un “él” distanciador», pues si Améry nombrase a Primo Levi como «el que perdona» – siendo puntualizado por éste en un magnífico texto, «El intelectual en Auschwitz» recogido en «Los hundidos y los salvados» – la verdad es que desde luego él no perdonaba a quienes habían dirigido aquella masacre brutal («a diferencia de Levi no soy un perdonador y no tengo ninguna comprensión con respecto a los señores que formaban parte del “personal dirigente” de Auschwitz»), pero es que no se perdonaba ni a sí mismo como puede verse en su texto autobiográfico «Años de andanzas poco magistrales» (1971/Pre-Textos, 2006), texto en el que se ve la dureza del pensador para consigo mismo, en especial al recordar las veleidades de juventud cuando flirteó con cierto sabor campestre prefascista.

La obra de Améry se convierte así en el análisis genealógico de la constitución de su yo como sujeto – sujetado – por las circunstancias que fueron acumulándose en su vida, experiencias difíciles de asumir y soportar por un solo sujeto y por una única vida; podría hablarse de un exceso de realidad, y qué realidad, y su escritura da cuenta de todo ello entreverándose con una naturalidad increíble lo autobiográfico, con lo ensayístico y lo literario, y hasta lo novelístico, ahí está su soberbia novela- ensayo «Lefeu o la Demolición» (1974/Pre-Textos, 2006). Y en toda su escritura la lucidez deslumbrante asoma con fuerza en todas sus páginas pues la rumia del pensador no es de superficie sino que está trazada desde las mismas vísceras, marcadas como queda dicho por la atroz historia padecida de aquellos tiempos dominados por la ignominia. Améry en el epicentro del huracán siempre mantuvo la cabeza muy alta, sin caer en la desesperanza, ni el desánimo, aun sin disimular para nada su angustia, y plasmándola con palabras «desnudas y rugosas», siendo consciente de que la Ilustración, con sus bellos principios, había sido negada por los hechos y era de un insensato e irresponsable orgullo hacer propaganda de la Europa como cuna y culminación de tales principios luminosos: el desastre vivido y la decadencia posterior estaba en las antípodas de las promesas de les philosophes des Lumières, pero por ello en vez de renunciar, Améry no cesa en su afán combativo por abrir paso a una ilustración empujada por los sentimientos y por la pasión, y no solo por la autosuficiente razón, una ilustración apasionada que lucha por hacerse hueco frente al conformismo complaciente de los ganadores, que se arrogaban el monopolio de la verdad.

Un grito a favor de la memoria y contra el olvido de «uno [que] estuvo allí, en un estado de relativa lucidez intelectual, como testigo y actor, durante aproximadamente cuatro décadas», y excavando como avezado arqueólogo de su propia existencia-comenzada en Austria en 1912- nos entrega una obra que es una vida entera. Vida de la que por cierto hay una lograda biografía de la alemana Irène Heildeberger-Leonard: «Jean Améry, revuelta en la resignación» (Universitat de Valéncia, 2010).

Vida de compromiso airado que quedó truncada a resultas del persistente dolor del «naufragio»: viajó a Salzsburgo, alquiló una habitación de hotel – Hotel Österreichischer/ Corte Austriaca – y allá ingirió una fuerte dosis de somníferos. La decisión de «levantar la mano contra sí mismo», sobre la que tanto había pensado y escrito, fue puesta en práctica el 17 de octubre de 1978, confirmando con tal acto la calificación que de él había hecho Primo Levi, «el filósofo suicida»; el italiano seguiría su senda nueve años después en un abril de 1987. En la tumba de ambos supervivientes, conciencia trágica de la Ilustración desdichada, consta su número de matrícula concentracionaria

N.B.: A fuer de sincero añadiré que en los últimos tiempos este intelectual adoptó algunas posturas que, a mi modo de ver, suponen un giro hacia posturas menos plausibles. Su admiración por el existencialismo sartreano fue abandonado y el apoyo del autor de «Crítica de la razón dialéctica» a las movilizaciones de mayo del 68, y otras, hicieron que Améry le criticase duramente. También es de subrayar su enfurecida crítica a las posturas anti-sionistas de la izquierda radical europea, muy en concreto de la francesa; crítica en la que la amalgama salía a relucir haciendo que las posturas anti-colonislistas contra la política del Estado de Israel – del que él era un acérrimo defensor – fueran encasilladas por el pensador como “anti-semitas”, y como tal asimilables a los posicionamientos cercanos al fascismo… crítica absolutamente injusta y desmedida ya que es obvio que no es lo mismo la judeofobia o el anti-judaísmo, que el anti-semitismo, que el anti-sionismo, o que el anti-colonialismo, como lo han mostrado algunos «judíos-gentiles» como, por ejemplo, Edgar Morin en su soberbio ensayo: «Le monde moderne et la question juive» (Seuil, 2006 / Hay traducción castellana en Nueva Visión, 2007).

Viena 1933, tiempos de zozobra

+ Jean Améry

«Los náufragos»

Pre-Textos, 2014.

Hans Mayer ( Viena, 1912- Salzburgo, 1978), que transformó su nombre afrancesándolo, tras moverse en el seno de las redes de la resistencia belga al nazismo, vivió una existencia francamente intensa: huyendo de las peste parda con motivo de la anexión de su país (Anschluss), se refugia en Belgica, allá es detenido por los alemanes en 1940, se escapa del campo de Gurs y, de nuevo, entra en la fracción germanoparlante de la resistencia belga, siendo detenido y torturado otra vez por la Gestapo antes de ser trasladado a Auschwitz en 1944. Tras la guerra se instaló en Bruselas y dedicó su vida a escribir sobre su experiencia – torturas y encierro, y cavilaciones sobre el suicidio – además de dedicarse a la elaboración de obras de crítica literaria de primera importancia. Además de los ensayos, también escribió algunas obras narrativas, que reflejan en gran medida su entrega autobiográfica «Años de andanzas poco magistrales», esto puede observarse en su novela «Lefeu o la demolición» en la que el protagonista es un judío que ha sufrido por su condición y que ha padecido las “bondades” de los lager, manteniendo luego una postura resistente ante los atropellos del llamado progreso urbanístico (decadencia brillante); igualmente en la novela que ahora se publica vemos, es el año de 1933, a un sujeto que es judío, Eugen Althager, que no tiene trabajo y que mantiene unas relaciones con una joven, Ághata, que le paga el alquiler de la casa además de dedicarse a amarle perdidamente siempre que el aburrido intelectual estuviese de humor para corresponder a la chica, y quien, de la noche a la mañana en medio de su confusión mental observa cómo en la calle, junto a la universidad, se maltrata sin piedad a unos seres indefensos, mientras él mira sin chistar a pesar de que es consciente de que pertenece al mismo grupo religioso de los atacados; por singulares circunstancias de la vida la mujer abandona a nuestro hombre que se ve sumido en una creciente soledad y en una maraña de ideas dispares y variopintas relaciones (recuperando y luego alejándose de un amigo de juventud), confusión que va a hacer masa con los acontecimientos que se desarrollan con una velocidad de vértigo: llamadas a la huelga general y a la revolución que son respondidas a sangre y fuego por la brutal represión policial, en un escenario en el que los desmanes racistas aumentan en un fatal torbellino en el reino de la imbecilidad que va imponiendo los valores guerreros y arrinconando los grandes principios de libertad, humanidad…

El hombre se ve sumergido en aquel panorama en el que la crisis de valores, espirituales, sociales y políticos parece haberse adueñado del país, y en consecuencia de algunos seres con los que se codea. El desbrujule le puede, y la conciencia, cual incesante pepitogrillo, le corroe por los infames comportamientos que observa y le conduce a interrogarse de continuo sobre el sentido – o la falta de sentido – de la existencia y por el camino para poder sobrevivir ante tanta ignominia y poder salir de aquel intrincado laberinto. Eugen se balancea entre la duda, la culpabilidad y un cierto espíritu auto-crítico que del mismo modo que lo hacía el propio Améry, como lo relata en el libro autobiográfico antes mentado y como puede verse en la biografía del autor escrita por Irène Heildeberger-Leonard: «Jean Améry, revuelta en la resignación» (Universitat de Valéncia, 2010). Si alguien habló de los «judíos por obligación» (ejemplar en este orden de cosas aquello que dijese Hannah Arendt de que ella respondía como judía cuando era atacada como tal; o la teorización de Jean-Paul Sartre que afirmaba que los judíos eran creación de los anti-semitas en la medida que al atacar delimitaban y fortalecían al grupo) aquí asistimos a un caso explícito…

La escritura del autor es una hibridación entre la narrativa, propia de una novela, junto a las rumias y reflexiones cercanas al ensayismo, lo que exige una atención lectora ante las hondas cavilaciones del protagonista de la historia.

Jean Améry, el filósofo de Auschwitz

De tal manera se ha catalogado a Hans Mayer, que, nacido en Viena el día 31 de octubre de 1912, cambió de nombre forzado por las adversas circunstancias que vivió su país al ser anexionado por las autoridades nacional-socialistas; el Anschluss supuso un giro absoluto en la vida de este joven, y de otros muchos claro, al hacerle tomar conciencia de un aspecto que a él nunca le había preocupado anteriormente : su condición de judío. Algo parecido a lo que le sucediese a Hannah Arendt que – como ella misma afirmase – se veía obligada a responder como judía cuando era atacada como tal, o a Primo Levi, o a muchos otros «judíos por obligación», cuyas posturas vienen a confirmar aquella aseveración sartreana de que son los anti-semitas los que crean a los judíos. Quien hasta entonces había estudiado y abandonado los estudios académicos para trabajar entre otros empleos en una librería que también se dedicaba a labores editoriales, veía cumplidos en parte sus afanes lectores, si bien insatisfechos por su enorme ansia de saber, con las labores que desempeñaba, ocupación que era compaginada con la frecuente asistencia a los cursos que en aquellos años impartían en la universidad austríaca los más prominentes e innovadores representantes del Círculo de Viena. El contagio de los aires positivistas marcó al joven que durante toda su existencia no hizo otra cosa que reivindicar el conocimiento y la educación como ineludibles métodos para emancipar a la humanidad, posturas que le ubicaban en la senda de la Ilustración, mas alejado de cualquier optimismo progresista, ya que lo que le tocó vivir hizo que se convenciese que no se podía cantar victoria de una vez por todas, amén de que la tarea de ilustrar a los humanos era una lucha permanente y sin fin, ajena a cualquier tipo de complacencia.

La llegada de la bestia parda al poder, como queda señalado, forzó a Hans Mayer a escapar, y en Bélgica es en donde buscó refugio, y en donde más adelante cambiaría de nombre, adoptando el de Jean Améry (jugando con las letras de su nombre original de modo que quedase afrancesado). Este pseudónimo que es con el que realmente ha pasado a la historia del pensamiento le vino provocado con el fin de desmarcarse de su originaria identidad, al comprometerse con la resistencia antifascista, además de que quería huir de su idioma materno (el de Kant, Goethe o Schiller) que había sido usurpado / monopolizado por la barbarie germana.

Su implicación resistente le supuso detenciones varias: la primera, cuando repartía propaganda entre las tropas invasoras. Trasladado a diferentes centros de reclusión, acabó con sus doloridos huesos en el campo bearnés de Gurs, de donde escapó volviendo a Bélgica para unirse nuevamente a las redes de la resistencia. Esta segunda vez no tuvo tanta suerte y la detención por parte de la Gestapo, le valió terribles sesiones de tortura en la fortaleza de Breendonk de donde le llevaron al campo de Auschwitz en donde pasó un año, más concretamente, en el lager de Auschwitz III – Monowitz, trabajando – es un decir, y lo digo ya que aquella fábrica de caucho sintético no llegó a elaborar ni un gramo de tal producto – en la fábrica de IG-Farben (la misma en la trabajó de químico el italiano Primo Levi). De allá fue evacuado posteriormente a Buchenwald, para concluir su experiencia concentracionaria en el siniestro stalag de Bergen-Belsen, de donde fue liberado en enero de 1945 con la llegada del Ejército Rojo.

Nunca ocultó Jean Améry la incurable herida provocada por la hondura de la sufrida. Por una parte, la tortura tras la cual, según sus palabras, nadie podía ya ser capaz, tras haberla padecido, de «sentir el mundo como su hogar»; por otra, la empresa de deshumanización impuesta, y sufrida, en el siniestro campo de Auschwitz suponía para él, y para los demás, según su opinión, una llaga imborrable. La que se convertiría en su obra mayor, «Más allá de la culpa y la expiación» (1966), mantenía precisamente que los intelectuales estaban peor preparados que el resto de internos para poder soportar ya que la falta de costumbre en lo que hace al trabajo manual les situaba en dificultades mayores, a lo que había de añadirse que el hábito de analizar lo que les acontece les convertía en seres más sensibles y menos impermeables al dolor que se les infringía; allá ya se dejaba ver el suicidio como salida del doloroso impasse.

El testimonio de este superviviente tardó una veintena de años en ver la luz, al contrario de otros que narraron el infierno vivido justo después de salir de él (Robert Antelme, Primo Levi y David Rousset, los primeros). La diferencia entre su testimonio y el de los otros destaca por la fusión que se da entre literatura y reflexión en las «tentativas de superación de una víctima de la violencia»; la forma ensayo predomina sin ignorar la importancia de la literatura, ocupando la primera persona y lo concreto de lo vivido su inevitable lugar, no pudiendo mantener, como era su propósito inicialmente, la distancia «prudente y distanciada» y una «caballerosa objetividad», para dar cabida a la confesión personal provocada por las largas cavilaciones; manteniendo en alto la bandera del odio contra los verdugos, aspecto que le enfrentaba con Primo Levi que era catalogado por él como «el que perdona». Resulta así el ensayo de una claridad y una cercanía ejemplares que destaca frente a los intentos de filosofar sobre la Shoa de otros filósofos de profesión que aun sin pretenderlo han visto sus pensamientos abocados al campo de la abstracción; ahí están los Adorno, Lévinas, Jankélevitch, Lacoue-Labarthe o Jean-François Lyotard.

Toda su vida fue una absoluta entrega a alertar sobre los peligros de no valorar en su debida medida las atrocidades organizadas precisamente en el país de la Afklärung, país de gran nivel cultural que se vio sacudido por aquella oleada de brutalidad; para ello precisamente dedicó gran parte de su actividad a dar testimonio y a luchar por el asentamiento y la profundización de los valores del humanismo ilustrado.

Su compromiso airado se fue a pique debido al persistente dolor del «naufragio»: viajó a Salzsburgo, alquiló una habitación de hotel – Hotel Österreichischer/ Corte Austriaca – y allá ingirió una fuerte dosis de somníferos. La decisión de «levantar la mano contra sí mismo» (tema al que dedicó clarividentes páginas), el 17 de octubre de 1978, confirmó la etiqueta que le dedicó Primo Levi, «el filósofo suicida», nueve años después, en abril de 1987, le seguiría él.

Jean Améry , lector crítico y comprometido

El intelectual austriaco-belga somete a una lectura crítica «Madame Bobary» de Flaubert y la interpretación de la novela por Sartre

Hans Mayer había nacido en Viena en 1912, de donde se escapó a raíz de la anexión (Aunschluss) de Austria por la bestia parda germana, para entonces ya había cursado en su ciudad natal estudios, inacabados, de filosofía y literatura. Fue ya en su país de refugio, Bélgica, en donde cambió de nombre pasando a llamarse, como se le conoció, Jean Améry. En Bélgica se implicó con la resistencia contra el nazismo, siendo detenido en un par de ocasiones, en una de ellas fue llevado al campo bearnés de Gurs de donde logró huir. De vuelta en Bélgica volvió a implicarse en la lucha antifascista lo que hizo que fuese detenido por la Gestapo, y tras ser torturado brutalmente dio con sus huesos en diferentes campos de concentración (Auschwitz, Buchenwald, Bergen-Belsen). De esta experiencia dio cuenta en su imprescindible Más allá de la culpa y la expiación, en donde se reúnen diferentes ensayos, sobre la tortura, sobre su judeidad (él que era de orígenes familiares judíos, no practicantes)… bajo el denominador común de la nula importancia que tiene la cultura en tal situación, ya que los intelectuales – según afirmaba – estaban peor preparados que otros para resistir las infames condiciones de vida que se estilaban en tales lugares de encierro, llegando a defender que la única salida a tal problema era el suicidio (tal asunto condujo a Primo Levi a mantener una postura radicalmente crítica con él, en su Los hundidos y los salvados). Su tajante afirmación, no obstante, no perduraba tras la liberación de los campos; es decir, si era así su valoración acerca de la nulidad de la cultura, ya en la calle todo el resto de su vida, dedicada al periodismo, a la escritura y a la agitación social, la literatura jugó un amplio papel en su quehacer hasta el punto de poder considerarse que ésta era una provisional tabla de salvación para mantenerse agarrado a la vida.

La literatura y algunos de sus más destacados autores y textos le sirvieron de agarradero, utilizándolos con sus ejemplos y enseñanzas para sacar lecciones y ejemplos de cara a la actualidad. No hay más que ver el título de algunas de sus obras para constatar, en paralelo, la utilización de algunos títulos elegidos: así en la obra citada en el párrafo anterior se observa el deje nietzscheano, al igual que en otras puede palparse el goetheano, etc. Amén de esto ahí están sus ensayos sobre obras clásicas (pueden verse unos ejemplos de lo que digo en el libro firmado por Hans Mayer, «Historia maldita de la literatura. La mujer, el homosexual, el judío»), además de sus citas en otras obras y su propia obra narrativa (Lefeu o la demoliciónLos náufragos, etc.).

Ahora se presenta el que fue su último libro publicado el mismo año en que levantó la mano contra sí mismo (título de uno de sus libros, centrado en el suicidio), en octubre de 1978; había ido a recibir un distinguido nombramiento a Salzburgo, cuando se dirigió a un hotel en donde puso fin a sus días. Parecía que el destino irremediable que había anunciado en la obra antes citada pasaba de la potencia al acto dieciséis años después, si en cuenta se tiene que el texto nombrado se publicó originalmente en 1966. El libro del que hablo, el último, es «Charles Bovary, médico rural» (Pre-Textos, 2017). El personaje flaubertiano ya tiene quien le defienda, y es que Améry se presenta, siempre al lado de las víctimas, como él mismo fue, como fogoso abogado defensor del personaje citado, al que según su opinión, tanto su autor, Gustave Flaubert, como su comentador Jean-Paul Sartre, no habían tratado como era debido, obviando que según su punto de vista era un médico del alma .

Para afrontar dicha tarea, el autor va a recurrir a su estilo propio en el que no resultan discernibles los límites, del ensayo, de la narrativa, en una fusión entre crítica literaria y literatura crítica, y su labor deconstructora, casi podría hablarse de demoledora como la que rodeaba a su personaje de ficción, alter-ego suyo, Lefeu, su empresa es la propia de un buldozzer, empeñado en limpiar el camino de materiales innecesarios o que impiden el paso a la verdadera pista interpretativa y correctora. El ajuste de cuentas es realmente potente y podría decirse que se va a apoyar en tres objetivos: centrado en recuperar la centralidad protagonista de Charles frente la infiel Emma, para lo cual ha dedesdecir al mismo autor de la obra, Flaubert, ya que a su modo de ver, su fidelidad a mantenerse dentro de la concepción del arte por el arte, conduce a dar brillo a quien no se debe, dejando en la sombra a la víctima que es tratado como un verdadero ser paniaguado e insignificante, y, por último, y no lo digo por ninguna consideración de índole jerárquica en el orden de importancia, estaría Jean-Paul Sartre y la interpretación que de la obra flaubertiana daba en El idiota de la familia.

La obra así, tomando como pre-texto o casi más adecuado sería decir trampolín, el personaje de la novela del autor francés, va a abarcar cuestiones realmente de fondo, fondo ideológico, artístico y político. La reivindicación del engañado Charles sirve pues para criticar una concepción del arte, más en concreto de la literatura, que le lleva a mantenerse fiel al compromiso del escritor, lo que le conduce, sin muchas revueltas, a enfrentarse a Sartre y su concepción del compromiso (engagement) al que – según su visión, la de Améry – en su momento defendió dicha postura para posteriormente pasar a traicionarla, comportándose como un mero escritor burgués, como deja ver en su interpretación de la obra de la que hablamos. Se muestra – y permítaseme la expresión – más papista que el papa, al reivindicar la figura del escritor comprometido que piensa que con sus escritos se puede colaborar en la empresa de cambiar el mundo en el sentido emancipatorio. Estos tajantes y duros juicios con respecto al filósofo francés suponen una ruptura abierta con quien había sido su guía en el terreno del pensar existencialista; es la definitiva acta de ruptura que ya se anunciaba en la novela-ensayo Lefeu o la demolición y que se traducía en los abismales desacuerdos que Améry mantenía de manera creciente con las derivas sartreanas que le conducían a zambullirse en las filas del izquierdismo… Améry, por su parte, se mantenía firme en su reivindicación de un humanismo ilustrado.

La empatía que Améry mostraba con respecto a la obra revisada, e invertida, y más en especial con el engañado esposo, le llevaba a ponerse en la piel de éste; soñaba con la pareja, se acostaba, sufría con Emma y con su marido, si Gustave Flaubert afirmaba madame Bovary c´est moi, Jean Améry bien podría afirmar Charles Bovary c´est moi… Mas la puesta en práctica de lo que años antes ya mantenía, en 1955, le hace corregir al escritor y a su intérprete: «la estética y la ética son las dos formas de una única y misma doctrina. La estética nos enseña lo bello que está a nuestro alrededor la ética lo bello que está en nosotros», queda plasmada en la ocasión que le/nos ocupa en su posicionamiento del lado de la víctima, en este caso el marido engañado, que pasa a ser la representación de los sin voz, los marginados, los despreciados… las víctimas. Con este propósito va a contextualizar la obra en su época, y señala cómo el retrato que Flaubert hace del médico rural, esposo de Emma, es el propio del realizado por alguien que no ha tenido que trabajar en su vida, con respecto a un pequeñoburgués, mostrando hacia éste una mirada despectiva, y frente al defensor de Flaubert ante los tribunales – debido a la supuesta inmoralidad de la novela – que hablaba de la novela como una novela moral, Améry juzga que «Madame Bobary no es una novela moral, no en el sentido de una moral convencional de la época, ni mucho menos en el sentido de una moral más elevada, de orden kantiano o social», ya que el himno a la sensualidad que exalta el autor da cuenta de un inmoralismo sin ambages… que se balancea indecisamente, en su tendencia erótica, entre las ideas de un artista burgués y anti-burgués al tiempo…

Este texto resulta en cierta medida testamentario al dejar meridianamente clara su concepción de la escritura y los fallos que encuentra en Flaubert y más todavía en su interpretación – considerada por el propia autor de La náusea, como la justa versión de la novela de Flaubert, la verdadera novela – de su antes admirado Jean-Paul Sartre que resulta elitista, esotérica y que da muestras de una gran ceguera con respecto a la realidad, lo cual se traducía en su último escoramiento político.

Y si los personajes del novelista francés son los personajes del escritor francés, el Flaubert de Sartre es el Flaubert de Sartre y cada uno ha de crear, o recrear, su Flaubert, según el crítico radical. Jean Améry se pone en la piel de los personajes de la novela, los retoca, les conduce a donde piensa que deberían estar para resultar bien retratados, comme il faut, y concluyendo su tarea, finaliza su repaso con un Yo acuso, título del último capítulo de la obra, en abierto guiño al texto de Émile Zola, como modelo del comprometido papel de los intelectuales, lejos, eso sí, de posturas totalizadoras.

 

Por Iñaki Urdanibia.

El intelectual austriaco-belga somete a una lectura crítica «Madame Bobary» de Flaubert y la interpretación de la novela por Sartre.

Hans Mayer había nacido en Viena en 1912, de donde se escapó a raíz de la anexión (Aunschluss) de Austria por la bestia parda germana, para entonces ya había cursado en su ciudad natal estudios de filosofía y literatura. Fue ya en su país de refugio, Bélgica, en donde cambió de nombre pasando a llamarse, como se le conoció, Jean Améry. En Bélgica se implicó con la resistencia contra el nazismo, siendo detenido en un par de ocasiones, en una de ellas fue llevado al campo bearnés de Gurs de donde logró huir. De vuelta en Bélgica volvió a implicarse en la lucha antifascista lo que hizo que fuese detenido por la Gestapo, y tras ser torturado brutalmente dio con sus huesos en diferentes campos de concentración (Auschwitz, Buchenwald, Bergen-Belsen). De esta experiencia dio cuenta en su imprescindible Más allá de la culpa y la expiación, en donde se reúnen diferentes ensayos, sobre la tortura, sobre su judeidad (él que era de orígenes familiares judíos, no practicantes)… bajo el denominador común de la nula importancia que tiene la cultura en tal situación, ya que los intelectuales – según afirmaba – estaban peor preparados que otros para resistir las infames condiciones de vida que se estilaban en tales lugares de encierro, llegando a defender que la única salida a tal problema era el suicidio (tal asunto condujo a Primo Levi a mantener una postura radicalmente crítica con él, en su Los hundidos y los salvados). Su tajante afirmación, no obstante, no perduraba tras la liberación de los campos; es decir, si era así su valoración acerca de la nulidad de la cultura, ya en la calle todo el resto de su vida, dedicada al periodismo, a la escritura y a la agitación social, la literatura jugó un amplio papel en su quehacer hasta el punto de poder considerarse que ésta era una provisional tabla de salvación para mantenerse agarrado a la vida.

La literatura y algunos de sus más destacados autores y textos le sirvieron de agarradero, utilizándolos con sus ejemplos y enseñanzas para sacar lecciones y ejemplos de cara a la actualidad. No hay más que ver el título de algunas de sus obras para constatar, en paralelo, la utilización de algunos títulos elegidos: así en la obra citada en el párrafo anterior se observa el deje nietzscheano, al igual que en otras puede palparse el goetheano, etc. Amén de esto ahí están sus ensayos sobre obras clásicas (pueden verse unos ejemplos de lo que digo en el libro firmado por Hans Mayer, «Historia maldita de la literatura. La mujer, el homosexual, el judío»), además de sus citas en otras obras y su propia obra narrativa (Lefeu o la demolición , Los náufragos, etc.).

Ahora se presenta el que fue su último libro publicado el mismo año en que levantó la mano contra sí mismo (título de uno de sus libros, centrado en el suicidio), en octubre de 1978; había ido a recibir un distinguido nombramiento a Salzburgo, cuando se dirigió a un hotel en donde puso fin a sus días. Parecía que el destino irremediable que había anunciado en la obra antes citada pasaba de la potencia al acto dieciséis años después, si en cuenta se tiene que el texto nombrado se publicó originalmente en 1966. El libro del que hablo, el último, es «Charles Bovary, médico rural» (Pre-Textos, 2017). El personaje flaubertiano ya tiene quien le defienda, y es que Améry se presenta, siempre al lado de las víctimas, como él mismo fue, como fogoso abogado defensor del personaje citado, al que según su opinión, tanto su autor, Gustave Flaubert, como su comentador Jean-Paul Sartre, no habían tratado como era debido, obviando que según su punto de vista era un médico del alma.

Para afrontar dicha tarea, el autor va a recurrir a su estilo propio en el que no resultan discernibles los límites, del ensayo, de la narrativa, en una fusión entre crítica literaria y literatura crítica, y su labor deconstructora, casi podría hablarse de demoledora como la que rodeaba a su personaje de ficción, alter-ego suyo, Lefeu, su empresa es la propia de un buldozzer, empeñado en limpiar el camino de materiales innecesarios o que impiden el paso a la verdadera pista interpretativa y correctora. El ajuste de cuentas es realmente potente y podría decirse que se va a apoyar en tres objetivos: centrado en recuperar la centralidad protagonista de Charles frente la infiel Emma, para lo cual ha de desdecir al mismo autor de la obra, Flaubert, ya que a su modo de ver, su fidelidad a mantenerse dentro de la concepción del arte por el arte, conduce a dar brillo a quien no se debe, dejando en la sombra a la víctima que es tratado como un verdadero ser paniaguado e insignificante, y, por último, y no lo digo por ninguna consideración de índole jerárquica en el orden de importancia, estaría Jean-Paul Sartre y la interpretación que de la obra flaubertiana daba en El idiota de la familia.

La obra así, tomando como pre-texto o casi más adecuado sería decir trampolín, el personaje de la novela del autor francés, va a abarcar cuestiones realmente de fondo, fondo ideológico, artístico y político. La reivindicación del engañado Charles sirve pues para criticar una concepción del arte, más en concreto de la literatura, que le lleva a mantenerse fiel al compromiso del escritor, lo que le conduce, sin muchas revueltas, a enfrentarse a Sartre y su concepción del compromiso (engagement) al que – según su visión, la de Améry – en su momento defendió dicha postura para posteriormente pasar a traicionarla, comportándose como un mero escritor burgués, como deja ver en su interpretación de la obra de la que hablamos. Se muestra – y permítaseme la expresión – más papista que el papa, al reivindicar la figura del escritor comprometido que piensa que con sus escritos se puede colaborar en la empresa de cambiar el mundo en el sentido emancipatorio. Estos tajantes y duros juicios con respecto al filósofo francés suponen una ruptura abierta con quien había sido su guía en el terreno del pensar existencialista; es la definitiva acta de ruptura que ya se anunciaba en la novela-ensayo Lefeu o la demolición y que se traducía en los abismales desacuerdos que Améry mantenía de manera creciente con las derivas sartreanas que le conducían a zambullirse en las filas del izquierdismo… Améry, por su parte, se mantenía firme en su reivindicación de un humanismo ilustrado.

La empatía que Améry mostraba con respecto a la obra revisada, e invertida, y más en especial con el engañado esposo, le llevaba a ponerse en la piel de éste; soñaba con la pareja, se acostaba, sufría con Emma y con su marido, si Gustave Flaubert afirmaba madame Bovary c´est moi, Jean Améry bien podría afirmar Charles Bovary c´est moi… Mas la puesta en práctica de lo que años antes ya mantenía, en 1955, le hace corregir al escritor y a su intérprete: «la estética y la ética son las dos formas de una única y misma doctrina. La estética nos enseña lo bello que está a nuestro alrededor la ética lo bello que está en nosotros», queda plasmada en la ocasión que le / nos ocupa en su posicionamiento del lado de la víctima, en este caso el marido engañado, que pasa a ser la representación de los sin voz, los marginados, los despreciados… las víctimas. Con este propósito va a contextualizar la obra en su época, y señala cómo el retrato que Flaubert hace del médico rural, esposo de Emma, es el propio del realizado por alguien que no ha tenido que trabajar en su vida, con respecto a un pequeñoburgués, mostrando hacia éste una mirada despectiva, y frente al defensor de Flaubert ante los tribunales – debido a la supuesta inmoralidad de la novela – que hablaba de la novela como una novela moral, Améry juzga que «Madame Bobary no es una novela moral, no en el sentido de una moral convencional de la época, ni mucho menos en el sentido de una moral más elevada, de orden kantiano o social», ya que el himno a la sensualidad que exalta el autor da cuenta de un inmoralismo sin ambages… que se balancea indecisamente, en su tendencia erótica, entre las ideas de un artista burgués y anti-burgués al tiempo…

Este texto resulta en cierta medida testamentario al dejar meridianamente clara su concepción de la escritura y los fallos que encuentra en Flaubert y más todavía en su interpretación – considerada por el propia autor de La náusea, como la justa versión de la novela de Flaubert, la verdadera novela – de su antes admirado Jean-Paul Sartre que resulta elitista, esotérica y que da muestras de una gran ceguera con respecto a la realidad, lo cual se traducía en su último escoramiento político.

Y si los personajes del novelista francés son los personajes del escritor francés, el Flaubert de Sartre es el Flaubert de Sartre y cada uno ha de crear, o recrear, su Flaubert, según el crítico radical. Jean Améry se pone en la piel de los personajes de la novela, los retoca, les conduce a donde piensa que deberían estar para resultar bien retratados, comme il faut, y concluyendo su tarea, finaliza su repaso con un Yo acuso, título del último capítulo de la obra, en abierto guiño al texto de Émile Zola, como modelo del comprometido papel de los intelectuales.