Por Iñaki Urdanibia

Casualidades de la vida, en esta caso editoriales, hacen que se publiquen dos libros al mismo tiempo y con el mismo título; es el caso. Ambos, además, rezuman tonalidades distópicas… los muros delimitan, separan, rechazan, protegen a los de dentro de los de afuera. No hace falta ni decirlo que ambas novelas se mueven por los pagos, de las utopías negativas, transitados por los Evgen Zamiatin, Aldous Huxley, George Orwell o Margaret Atwood,… A pesar de estos aires de familia que señalo, las novelas avanzan por diferentes derroteros y la finalidad del muro juega también un papel distinto en ambos casos: en uno es evitar la gran migración o, tal vez mejor, trata de lograr la reclusión de los ciudadanos en los propios límites nacionales /estatales dictados por los poderes (y otras particularidades de las que daré cuenta más adelante), en el otro es evitar la gran invasión, haciendo que en el segundo caso para referirse al fenómeno, habitualmente se utilicen sin embozo metáforas casi bélicas. En todo caso, ya sea de uno u otro modo el peligro siempre es el Otro, el diferente hasta en los propios límites de una sociedad determinada, al que se teme y se pinta como no humano (ratas, parásitos… traidores y vendepatrias asimilados) con el fin de cometer las mayores tropelías con ellos sin sentir culpa ni responsabilidad, pues más allá del muro no hay salvación,… dentro tampoco. Pero vayamos por partes que me embalo, primero uno y luego el otro.

En «El muro», editado por Egales, de Óscar Hernández-Campano (Donostia, 1975) los tonos apocalípticos toman la página, cuando acompañamos a un joven que habiendo escapado de un campo de internamiento avanza a través del páramo, la arena y los vientos hacia el muro; va pertrechado de ropa adecuada para protegerse de las condiciones atmosféricas inhóspitas, de algunos alimentos que raciona cuidadosamente, de sus recuerdos, de un libro, leído y releído, que le regaló su madre y del espíritu propio de un quijotismo impulsado por la promesa realizada de echar abajo el muro, que realizó a su moribundo amigo. Son tiempos de desolación ya que la sequía domina y las dificultades para conseguir alimentos y bebida son acuciantes para la población. Se acabaron los buenos tiempos, para unos, ya que para otros hacía tiempo ya que no eran nada buenos y se veían aumentar los riesgos para la supervivencia. Si mentar un campo de internamiento podría dar por pensar en migrantes, seremos puestos al corriente de que tal campo eran destinados a los opositores del gobierno y que el ingreso del narrador, antes había sido detenido al ser confundido con los manifestantes, fue debido a que fue conducido allá junto a otros miembros del comité científico para tenerlos controlados. Cada vez dominaba más el amarillo, el gris, el marrón y otros colores que fueron sustituyendo al verde de otros tiempos.

El protagonista nos cuenta el alto nivel en que vivía su madre y en el que había vivido él. Ajenos a los problemas que se cernían sobre el país y su población. El íntimo amigo del protagonista trataba de convencer a nuestro hombre de que las cosas iban de mal en peor, y que los nubarrones negros se apoderaban del futuro, que ya era casi presente. Existía un gobierno que vendía las virtudes de su gestión que buscaba la felicidad del pueblo para lo que contaba con unos domesticados medios de comunicación que difundían las bondades del gobierno y despotricaban a los críticos y, más en concreto, de la comunidad de científicos que según los círculos del poder eran unos traidores a la patria que no hacían sino extender el desánimo en las filas del pueblo, por lo cual eran perseguidos, insultados y castigados [diré de paso que esta previsión no pertenece a una prospectiva amenazante sino que ya está aquí; valgan los ejemplos del escape de Chernobyl o el de la central japonesa de Fukushima, y la represión que se centró en algunos científicos considerados alarmistas]. Tal era el acoso a que eran sometidos los científicos que estos debían reunirse clandestinamente. Los males que iban en aumento eran provocados por el muro que habían construido recurriendo a unos materiales que cobraban vida propia, absorbiendo sus raíces el agua subterránea, la de los acuíferos, lo que iba haciendo que faltase el agua para los ciudadanos y para la agricultura, si esto pasaba por abajo, por arriba el muro no dejaba de aumentar en altura en su verticalidad, asfixiando las nubes lo que hacía que las lluvias prácticamente desapareciesen; los sueños de la construcción genera monstruos que diría el otro, modificado para la ocasión. Podría decirse que el muro había funcionado como Frankenstein, o como su antecedente el Golem, ya que había cobrado vida propia, en una alocada metástasis, que no podía ser controlada por sus creadores, a pesar de los poderosos medios utilizados por estos para tratar de derribar o al menos controlar el poder del muro. Imposible. Así lo que había sido erigido con el pretendido fin de preservar a los ciudadanos del país de influencias ajenas, en un espíritu de repliegue de pureza identitaria, como si vivieran en un oasis en medio del desierto de los otros países; el muro se alzó con el fin bidireccional: que nadie pudiese entrar y que nadie pudiese salir; especialmente lo primero, de manera que se librase a la patria de la llegada de inDeseables. Ejemplo de sociedad realmente cerrada (de la sociedad abierta y de sus enemigos hablaba Karl Popper) en el sentido estricto del término. La situación había llegado a un punto que algunos intentaban escapar, como las ratas que abandonan el barco cuando éste se hunde, y como tal eran considerados… de todos modos quienes intentaban huir eran quienes tenían medios para hacerlo o para intentarlo ya que se llegó a un estado en el que el muro levantaba su altura hasta tal punto que no podía ser franqueado. No faltaban las leyes de defensa de la patria (desolada), y otras medidas que trataban de mantener el orden, y la pretendida paz social.

Los diferentes gobiernos, ya que ante las protestas de la población, hubo algunos militares y de mano dura, para poner freno a la rebelión, llego un tiempo en que abandonando las posturas negacionistas echaron mano de los científicos para tratar de aprovecharse de sus conocimientos; algunos científicos se vendieron a los intereses del gobierno para difundir lo que a este le convenía según el momento, revestido por el prestigio de la ciencia: beber refrescos, beber alcohol, ante los males provocados por tales ingestas en la salud del personal, la recomendación de beber agua pero en pequeñas dosis, u otras virajes como aquel que incitaba al consumo desmedido al tempo que llamaba a la contención y al ahorro. Precisamente a este círculo pertenecía el amigo del protagonista que acabó convenciendo a éste para que se juntase a ellos, cosa que hizo no sin antes tener que sortear el muro de la desconfianza que en torno a él se tenía por sus orígenes y por sus posturas pasadas; ante ya había padecido de otro muro que era el de su familia encerrada en una torre de marfil con todas las comodidades y con la incomprensión hacia las posturas contestatarias, alegría que comenzó a quebrarse cuando falleció su madre, y comprobó la falta de medicinas adecuadas para tratarla… Así su amigo y él se convirtieron en el puente que unía a ambas orillas, entre dos mundos, el del dinero y el de la ciencia.

El estado de desabastecimiento era tal que las protestas se extendían también a las clases altas, al tiempo que los campos de internamiento se llenaban de refugiados, desbordando los números para los que estaban calculados. En tales lugares también se daba la carencia de alimento lo que provocaba robos, actos de pillaje y peleas que eran reprimidas a sangre y fuego por los militares, en un ambiente que hacía bueno el horaciano/hobbesiano: homo, homini lupus. Allá la gente desesperada centraba su ira contra los científicos, como chivos expiatorios, al considerarlos culpables e todos los males. Otros responsables eran buscados para justificar el inaguantable estado de cosas: los gobiernos extranjeros; no corrieron mejor suerte los homosexuales al ser considerada sus prácticas estériles de cara a la procreación de nuevos seres para la patria, lo que les llevaba a vivir con disimulo y a usar eufemismos…

Tras sesenta días el caminante llega al muro, que en su magnitud y poder es símbolo de la ignominia, «un monumento a la estupidez humana jamás construido». Al poco, ante su sorpresa, aparece como una alucinación una motorista que no es otra que una de las científicas que habían mostrado celo por ayudar a los refugiados; la inicial alegría, no obstante, deviene frustración e ira cuando la señora le desvela los avatares de la construcción del muro, que para colmo de males augura que muestra tendencias a inclinarse hacia adentro, la colaboración que se dio entre saber y poder, y quienes fueron los promotores del proyecto fatal… Y el libro vuela… en una atmósfera non future.

En fin, Óscar Hernández-Campano va avanzando, con el caminante y sus recuerdos y descripciones, y entregando pistas que suponen un retrato de una sociedad del futuro, que hunde sus raíces en muchos de los aspectos que ya irrumpen con fuerza en las sociedades de hoy, en un amplio abanico que abarca las diferentes esferas en que se aplican los mecanismos de poder.