Por Iñaki Urdanibia
El filósofo normando es un todoterreno, cualidad que demuestra en sus incursiones que superan con creces los límites de la filosofía para ampliarse a la literatura, la historia, la política, el gusto en sus diferentes esferas, los viajes, y el arte al que ya había dedicado diferentes textos salpicados en sus diarios hedonistas y en otros libros más centrados, sobre Jacques Pasquier, Monsu Desiderio, Valerio Adami, etc., y de manera especial, más amplia, en Le crocodile d´Aristote, editado en Albin Michel, en donde presentaba una historia de la filosofía a través de la pintura y del que dí cuenta con motivo de su publicación (TRES EN UNO: MICHEL ONFRAY | LA ESCUELA DE GUAJARA https://laescueladeguajara.wordpress.com/2020/01/27/tres-en-uno-michel-onfray/ ). Ahora en la misma editorial y con el mismo lujo en lo que hace a ilustraciones que reproducen fielmente las obras que presenta, entrega «Les raisons de l´art», cuya faja reza, y traduzco, una iniciación al arte de Lascaux a Koons.
Más de cien imágenes, de pinturas, esculturas o publicaciones facsímiles, acompañan al texto que tiene la pretensión de servir de introducción al mundo del arte, de la contemplación e interpretación de las obras. Frente a las voces que rechazan el arte moderno como un sinsentido cuyo único destino debería ser la basura, Michel Onfray subraya que la interpretación de las obras ha de ir acompañada para que se pueda obtener el fruto debido de una formación, un bagaje que facilita el acceso a ver más allá de una ojeada superficial, otorgando importancia a algunos detalles que conservan cierto símbolos y significados que hacen que el acceso a lo representado cobre mayor pertinencia. Dos ejes recorren la travesía: por una parte, el rechazo absoluto por parte del autor de las clásicas y canónicas definiciones del arte como intento de representar lo bello, y por otra parte, la constatación que las obras no depende de la voluntad del autor sino que son fruto del espíritu de la época. Con respecto a lo primero, aclara el autor que el concepto de belleza es un invento tardío, nacido en el siglo XVIII, y así su aplicación a las obras se ha realizado a posteriori sin tener en cuenta la intención que guió a los creadores en el momento de realizar sus obras, privilegiando el sentido como guía de la creación; ya desde las primeras páginas, refiriéndose a las pinturas rupestres, descalifica las interpretaciones al uso que responden más que a cualquier tipo de objetividad a las teorías preconcebidas de los intérpretes, lo que hace que tales interpretaciones respondan a la visión del teórico que clava su idea a la realidad, haciendo que – según estos – las pinturas prehistóricas serán representaciones cósmicas, de la relación de las constelaciones (Chantal Jèze), relacionadas con el chamanismo (Jean Clottes) o influenciadas o guiadas por cuestiones de índole sexual, la muerte (Bataille).
Resulta destacable la vena pedagógica del normando, ya bregado en las tareas de profesor, en el liceo profesional y más tarde en las universidades populares puestas en pie por él, universidades de acceso libre para la que no se requería ninguna titulación sino únicamente el ánimo de aprender filosofía y otras materias, ahora según el propósito expresado por Onfray su intención es crear una universidad del arte, en la que se introduciría a los asistentes en tal materia, tarea que realiza en esta obra dechado de claridad, en la que se visitan las obras, se entregan las claves interpretativas, deteniéndose en cuestiones de orden simbólico y de época, deseando así cubrir un hueco que se da en los planes de estudios reglados, desreglados en lo que hace a esta materia, lo que supone que una gran cantidad de futura visitante de museos o galerías o bien no lo haga o bien lo haga sin la debida formación. Onfray no se priva, es marca de la casa, discutir con coraje muchas de las interpretaciones al uso, a la vez que muestra sus fobias y sus filias: entre las primeras la habitual repetición, y en consecuencia degeneración del radical gesto de Marcel Duchamp con sus readys mades, que supuso una crítica y ruptura con las ideas anteriores, relacionando arte con museo, haciendo que el arte consistiese en la exhibición en museos de objetos de uso cotidiano; la repetición y el rizo del rizo hasta el desborde y la extenuación hace que las obras que repiten el gesto no tengan ningún valor crítico sino que resultan meras copias sin fuerza ni originalidad. Entre las segundas destacan a todas luces las fotografías de Joan Fontcuberta. Esta tarea crítica desvela aquello que, a su juicio, no es más que impostura y negocio, y que en el mercado del arte guía las exposiciones, de unas obras en detrimento de otras, independientemente de su calidad, sin obviar el enorme poder de los medios de comunicación a la hora de vender la moto, de lo bello, lo correcto, lo in.
No me duelen prendas en calificar la obra de brillante y útil, ya que indudablemente ayuda a la interpretación no solamente de las obras presentadas sino de las variaciones del gusto a lo largo de la historia, dependiendo reitero, del Zeigeist, espíritu del tiempo, en que surge las obras como expresión de dicho espíritu. Ayuda en la tarea la prosa del autor, plasmada en una forma de expresarse accesible y suelta, lejos de cualquier forma de academicismo o tecnicismo. Del mismo modo facilita la tarea los significativos títulos, trece, que se asocian con diferentes épocas y el tipo de arte que predominaba en tales tiempos (y traduzco): El impulso vital, La gracia, El verismo, La edificación, La alegoría, La inmanencia, El parecido, Lo dionisíaco, La reacción, La abstracción, La conceptualización, Lo icónico y Lo espectacular. El orden va de Lascaux como consta en el título y avanza por el arte griego y luego por el romano, la omnipresencia medieval del cristianismo y la negativa representar los sagrado por algunas corrientes de éste y por su antecesor, el judaísmo, el Renacimiento, luego se abre paso los paisajes y los objetos como centro del arte, el reflejo de la realidad como centro de gravedad del quehacer artístico, el tiempo de las grandes movilizaciones y la lucha del nacionalsocialismo contra el denominado arte degenerado, la travesía que va de la figuración al arte negro – recuperado por los artistas de la abstracción, por encima del desprecio y marginación a que le habían sometido los misioneros y sus acompañantes armados -, pasando por la abstracción, antes de ocuparse de esta última, se visita el arte que se desarrolla en la Unión soviética, la revuelta de Duchamp, y posteriormente Lèger, di Chirico, Matisse, Modigliani, para concluir con un encendido elogio del arte del nombrado Joan Fontcuberta.
Onfray, lector de Lucrecio
Ya en una de sus primeras obras, La sculture de soi. La morale esthétique (1993), obra que obtuvo el Prix Médicis de l´essai, Onfray cruzaba el arte con el arte de vivir, en busca de «una figura que cristalizase el estado en el que una ética puede considerarse, no lejos de la estética…»; son varios los ejemplos de personajes que han supuesto, así los ha reivindicado al menos, cierto modelo de comportamiento en su vida: Orwell, Thoreau, Epicuro, los cínicos, etc. Ahora le toca el turno a Lucrecio, del que ya había hablado en su primer tomo de su Contre-histoire-Las sagesses antiques, «La Conversion. Vivre selon Lucrèce», que coincide con una nueva traducción al francés del De rerum natura del pensador y poeta romano*, La Naissance des choses, de la que ha realizado el prefacio.
Tras homenajear a uno de los más brillantes traductores de la obra del latino, versión que es la utilizada por él, y tras narrar su travesía biográfica sobre cómo accedió al poeta y filósofo latino, libro que «le cambió la vida», según anuncia de entrada, inicia la lectura del poema lucreciano. Se arreglan cuentas con las versiones que sobre Lucrecio, personaje del que prácticamente nada se sabe a no ser aquello que se pueda extraer de su texto, y de manera muy especial con las falacias y mentiras de san Jerónimo, tan caritativo él.
Ya la dedicatoria de De rerum natura, a Memmius, muestra que el propósito de la obra es convertir la vida de dicho personaje con la pretensión de que abandonase su vida disoluta para alcanzar una vida de sosiego y feliz. Los casos de ciertas conversiones, a través del acceso a un libro a un contacto con dios, son visitados: así el de Saúl, que devino san Pablo y el de Agustín de Hipona cuyas lecturas le llevaron a cambiar de viuda y entregarse a la difusión de la religión cristiana. A partir de ahí el libro se detiene en distinguir la filosofía griega y sus abstracciones conceptuales y metafísicas y la romana más centrada en servir como guía para la vida, lo que hace que sea más propicia para la conversión, estado al que se accede después de conocer cuestiones que hasta entonces había sido desconocidas e ignoradas. Si señala algunas diferencias entre Epicuro y Lucrecio, en especial en lo que hace a la vida frugal hasta lo monástico propuesta por el griego además de la condena de la poesía por parte de éste, subraya las diferencias esenciales que Lucrecio mantiene con Platón y también con Aristóteles, basadas en el materialismo que era extraído de la observación de la realidad, del uso de la razón, y de la intuición, no gratuita, resultante del conocimiento. En los versos del pensador latino no hay lugar para los dioses, ni para las ilusiones metafísicas, sino que sus posturas resultan de lo empírico.
Se muestra en la obra, que va salpicada de certeras y amplias citas que confirman la interpretación del lector que es Onfray, la importancia en la visión lucreciana de los átomos, de sus diferentes tipos, que dan lugar en sus combinaciones a diferentes objetos, desde los astros a las piedras, pasando obviamente por los humanos, y se subraya la importancia del clinamen como impulso vital que podría semejarse en, su caída vertical, al Deus sivre natura de Spinoza. El clinamen sería una especie de motor, de causa primera que crearía los diferentes cuerpos y seres de la naturaleza. La aplicación de esta concepción atómica tiene aplicación a los aspectos relacionados con la comunidad, con la vida pública y con el amor, con la propuesta en este último caso de la pareja ataráxica, que huya de las pasiones desatadas que suponen una distorsión de la mente para lograr una unión que, en su sosiego, lleve hacia la imperturbabilidad y la felicidad, consecuencia del dominio de las pasiones. Las reflexiones acerca de la muerte, como final de la vida y a apertura a nuevas formas de existencia, nada que ver con una vida más allá o cualquier forma de transmigración, sino como transformación atómica de la vida y de la materia; de ahí que Lucrecio hiciese suya aquella afirmación de Epicuro acerca de que a la muerte no se la ha de tener ya que cuando ella está nosotros ya no estamos, y viceversa, cuando nosotros estamos, ella no está. Denunciaba Lucrecio el temor a la muerte como sentimiento paralizante y castrante de la propia vida, y como mera suposición de lo que viene después, como si tal cosa se pudiese medir desde las coordenadas de la existencia vital, actual.
La visión de Lucrecio, amén de inmanente y materialista, deja ver una visión trágica que supone tensión entre lo bueno y su contrario, del mismo modo que el pharmakon griego que curaba y/o mataba, es decir, que cualquier avance suponía a la vez un caminar hacia la decadencia, en una aplicación de la entropía; mecanismo dialéctico que negaba el progreso, concepción lineal propia del cristianismo y de las religiones laicas, y que se ve puesto en aplicación en la génesis expuesta por Lucrecio y explicada por Onfray, que señala el origen de las cosas, de los sres vivos, de los elementos, e incide que los que son considerados pasos adelante en la evolución y desarrollo de los humanos, llevan consigo algunos aspectos contrarios que resultan negativos, al fomentar ilusiones vanos y deseos guiados por el lujo, la molicie, etc.
No seguiré desvelando los entresijos del pensamiento lucreciano, ni de los vericuetos del libro, que concluía con el relato de la enfermedad de la peste que solaba a los humanos, narrada de manera detallada, y sombría, por Lucrecio, lo que puede tomarse como alegoría del final nada feliz de la vida, más en la medida de que la naturaleza no depende de la voluntad de los dioses ni de los humanos, sino que tiene su vida y su muerte propia, y el ma´uso de ella, conduce al agotamiento de la Tierra lo que se traduce en la disminución de su faceta creadora.
En las posturas lucrecianas, Onfray señala algunas iluminaciones avant la lettre, que le emparentan con el ecologismo, con el impulso vital de Henri Bergson, con el evolucionismo y el transformismo de los Darwin y Lamarck, y también con la visión nietzscheana acerca del tiempo cíclico frente al lineal.
Evitaré transcribir el resumen del poema lucreciano en 26 puntos con el que Michel Onfray cierra su lectura, que realmente es un ejemplo de concisión y de claridad explicativa.
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Un poeta, filósofo y científico intempestivo
+ Lucrecio
«De rerum natura / De la naturaleza»
Acantilado, 2012.
608 págs. / 29 €.
Estamos ante un texto de cincuenta años antes de nuestra era. La publicación ahora de la magnífica traducción del erudito Eduard Valentí Fiol, con una jugosa presentación del profesor inglés Stephen Greenblatt, es de aplaudir ya que este texto que había sido editado por Bosch en 1976 llevaba tiempo agotado. Obra clásica en la que se dan cita la poesía, la filosofía y la ciencia, asomando intuiciones que luego han sido retomadas en la posteridad por Montaigne, Gassendi, Bruno, Newton, Bergson, Einstein, Darwin, Freud o Marx.
El libro resulta sorprendente por las teorías que en él se mantienen, teniendo en cuenta la época en que fue escrito, y por el atrevimiento que el autor mostraba al enfrentarse a las creencias de su tiempo, en lo religioso y en lo que hace a la explicación de la composición y funcionamiento del mundo, amén de por la condena de algunos espectáculos y enfrentamientos plenos de violencia que en aquellos tiempos eran moneda corriente; alabado por algunos escritores como Ovidio o Virgilio, luego tras la conversión del emperador Constantino y la oficialización del cristianismo como religión dominante, el escrito de Lucrecio fue desterrado del campo del saber y obviamente del de la edición. Los santos padres de la Iglesia no podían permitir el materialismo atomista del seguidor de Epicuro y los epígonos del Jardín; considerados como auténticos cerdos por su hedonismo. Sus postulados negaban cualquier creación por parte de un ser superior y defendían la existencia de átomos y vacío; los primeros se movían y llegaban por medio del azaroso clinamen lo que hacían que se diesen cruces y nuevos compuestos. El cuerpo y el alma desaparecen a la vez y no vive el uno sin el otro, la reivindicación del más puro inmanentismo y del más acá frente a las ilusiones del más allá, adelantándose a las explicaciones spinozistas, sobre la naturaleza, a las de Feuerbach en lo que hace al surgimiento de la religión como creación humana; no es dios el que crea al hombre sino éste el que crea a aquél, movidos por la debilidad, la impotencia, la ignorancia y el temor a la muerte y a los incontrolables fenómenos naturales, sin olvidar el élan vital (impulso vital) de Bergson y su «evolución creadora», y…
La cuidada edición bilingüe nos introduce en este pensamiento complejo, verdadera arma contra las falacias religiosas y sus explicaciones misteriosas e imposibles. Lucrecio pertrechado de la razón intenta explicar el mundo y lo hace con un verbo hermoso en el que se citan las más bellas metáforas y otras figuras literarias así como ocurrentes analogías que sirven además para orientar el modo de vida alejado de las falsas promesas, conscientes de los límites de la existencia y la manera de alcanzar la ataraxia en la vida individual al tiempo que en la de las relaciones. Un ateísmo militante, un materialismo no mecanicista, una ética como forma de vida hedonista, pero sin equivocar placer con desmadre y pasión desaforada.
Del autor poco se sabe y resulta significativo que sólo se conozcan algunas breves palabras de san Jerónimo que como no podía ser de otro modo lo ponía a caldo. Según la caritativa posición del santo, Lucrecio estaba loco de atar y había llegado a tal estado debido a la ingesta de un filtro amoroso administrado por una bruja; el libro, que-según el santo- reflejaba el estado mental del autor, lo escribió en sus escasos momentos de lucidez… ¡vaya por dios! A Lucrecio podrían aplicársele las palabras que él dedicaba a su admirado Epicuro: «no le detuvieron ni las fábulas de los dioses, ni los rayos, ni el cielo con sus amenazante bramido, sino que aún más excitaron el ardor de su ánimo y su deseo de ser el primero en forzar los apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza».
Diré por último para quienes se muestren temerosos ante tal tipo de lectura que nadie se arrepentirá, ni se perderá siguiendo a este maestro pues sus imaginativas palabras son claras como la luz del sol.