Por Iñaki Urdanibia.

Este pasado domingo fallecía una librera ejemplar y mujer comprometida.

Que se me perdone que hable de mí mismo, pero es que es de bien nacidos ser agradecidos y con María Teresa (y con Ignacio Latierro) tengo motivos para serlo, como muchos otros.

Cuando se abrió, de la mano de ambos, la Librería Lagun en la Plaza de la Consti, aquello fue una bocanada de aire fresco para muchos, entre los que me cuento. Los consejos de ellos – ella literaria, él en política -, y la magnífica trastienda, sirvieron para abrir amplios horizontes lectores en cantidad de jóvenes que se iniciaban o continuábamos en el compromiso. La frecuentación del lugar hizo que se entablase cierta complicidad y confianza – a pesar de que sus militancias y las mías no iban por las mismas sendas – pero había un claro denominador común: la lucha contra la dictadura franquista y por una sociedad más justa. Esta confianza supuso que en la trastienda conociéramos obras, de extranjis, en francés de Louis Althusser, Régis Debray, Mao, Ho Chi Minh, Gramsci, y otras ediciones sudamericanas de Paul Sweezy, Rodinson, Mandel… o algunos ejemplares de Ediones Progreso de Moscú, y hasta obras literarias, que a la sazón la mojigata censura franquista tenía prohibidas (recuerdo Paradiso de Lezama Lima, peligroso libro por su erotismo – ¡uy! – creo recordar del capítulo VII); la cercanía también se tradujo en poder llevar los libros sin pagar en el acto, e ir liquidando la cuenta mensualmente… Quisieron las circunstancias, más bien la policía, que servidor fuese a parar a un tiempo en la sombra de Martutene. Una de las primeras cosas que traté de arreglar – ante las chungas perspectivas que anunciaba el incierto futuro – fue el avisarles, a los dos libreros, que en mi situación no podía pagar el pufo que con ellos tenía contraído, que ya podían esperar… La respuesta que dieron a mi compañera, que es la que transmitió mi preocupación, fue no solo que no me preocupara sino que me hicieron llegar unos cuantos sabrosos libros (algunos de ellos no fueron aceptados por el inepto maestro que ejercía de censor).

Quisieron más circunstancias, del mismo género que las anteriores, que tuviera que largarme de la city y del país, ante las amenazas de largas condenas… A la vuelta, al cabo de tres años, trabajé en una editorial y distribuidora de libros lo que hizo que frecuentase el establecimiento, tanto como repartidor como de sobrado cliente; eran tiempos de atentados del BVE, de alguno de los cuales fueron ellos mismos víctimas… y las firmas en el gremio de libreros y otros comerciantes eran recogidas a la vez que me dedicaba al reparto libresco.

Así el contacto siguió, como cliente, como conversador y como repartidor… Más tarde unos descerebrados lanzaron pintura, rompieron los cristales de los escaparates y quemaron los libros que sacaron a la plaza (émulos aventajados de Torquemada)… Entre por el escaparate destrozado y tras abrazar a Ignacio, entré a las trastienda (le vacilé -menudos momentos – diciéndole que yo desde luego no los hubiese quemado sino que me los habría llevado para casita -, en fin…), y allá hablé con María Teresa y sabiendo que estaban recogiendo firmas de condena, me sumé a la iniciativa, no sin antes escuchar la advertencia de la ahora desaparecida: Iñaki, ten en cuenta que se van a publicar (lo decía debido a mis colaboraciones habituales en el diario Egin)… No será la primera vez que me arriesgo por pensar y actuar de una manera, le contesté.

La librería , tras estar cerrada durante un tiempo, cambió de lugar… la historia se repetía: al cierre tenía con ellos un pufo suculento; en cuanto abrieron saldé la cuenta y cerré la misma, a pesar de las invitaciones tanto de Ignacio como de María Teresa… si lo hice fue – digamos que – por prescripción médica: del mismo modo que a los borrachos se les contraindican los bares…

En fin, esto es lo que tenía que contar, lo he contado en diferentes foros… y ahora lo pongo por escrito.

Agur, ¡María Teresa! ¡y que la tierra te sea leve!