Por Iñaki Urdanibia.

Novela de Jêrome Ferrari que, una ve más, empuja a reflexionar sobre lo humano, lo demasiado humano, como en su quehacer es hábito.

El escritor parisino debido a su profesión de profesor de filosofía ha viajado por diferentes lugares, en los que ha ejercido su labor. Tales desplazamientos le han servido también para elegir escenarios para su novelas, primero estuvo en Argelia – en donde situó su Où j´ai laissé mon âme (2010), novela en la que se cruzan verdugos y víctimas -, posteriormente su destino fue Córcega en donde se ubicaba su Le sermon sur la chute de Rome (2012), novela en la que los deseos de paraíso se tornaban en infierno terrenal; sea dicho al pasar que ambas novelas nombradas obtuvieron diferentes premios. La primera con el Prix Roman France Télévisions y con el Grand Prix Poncetton de la SGDL (Société des Gens De Lettres), y la segunda con el premio Goncourt 2012. Pues bien, la que ahora ha visto la luz «À son image» (Actes Sud, 2018) tiene como escenario Córcega y al igual que las anteriores no se desliza por los melifluos pagos de la levedad insignificante; y es que por si hace falta decirlo, tras lo ya escrito, la escritura de Ferrari va al fondo de las cosas, huye de las superficies o comenzando por éstas acaba hurgando en sus pliegues, que es en donde anidan los problemas más allá de la aparente armonía, y puestos a, añadiré que su prosa casa, como anillo al dedo, con los temas abordados, huyendo de manierismos, de abalorios y delicadezas estilísticas y otras virguerías; no son páginas para risas y el humor, que lo hay, es cercano al negro, devastador y sardónico. Una de las novelas más celebradas y leídas de la rentrèe, y premiada con el Prix Le Monde.

Sobre tres ejes pivota la novela: Córcega, la fotografía y la violencia, y la capacidad de la segunda por captar las otras. Somos llevados a un funeral de una joven fotógrafa corsa y se nos va a dar la oportunidad de conocer a un singular cura que tras conocer las cuitas, al por mayor, de sus feligreses no tiene una visión excesivamente positiva de los humanos, sino que ve que en éstos se dan de manera permanente, y generalizada, claroscuros, en los que se citan lo mejor y lo peor. Tal constatación hace que explique el sacrificio de Cristo como absolutamente justificado, ya que si vino a salvar a los humanos era debido a que estos debían ser salvados, y… a los ángeles no se les salva.

Los funerales de Antonia, muerta en accidente de coche mientras volvía de hacer el reportaje fotográfico de una boda, va a suponer al sacerdote una reconciliación la vida: se ha de tener en cuenta que la fallecida era su sobrina y ahijada. La joven había ejercido su profesión de periodista que captaba escenas cotidianas y eventos de su isla (fiestas locales, el juego de la petanca y otros encuentros), enamorada de un líder independentista, Pascal B., no especialmente amable, que se mueve en un entorno dominado por hombres (en masculino) [no está de más apuntar que el escritor llegó a conocer ese mundo desde dentro]; su vitalidad hizo que llegado un momento, y hastiada por la creciente violencia que se daba en la isla del Mediterráneo entre las propias fracciones independentistas, se trasladase a la ex-Yugoslavia en guerra, en donde conoció in situ la violencia más desatada… Antonia siempre con la cámara en ristre y el dedo en el obturador, para aprehender la crueldad de los conflictos bélicos, y los modos de representarlos y Jêrome Ferrari poniendo el dedo en la llaga de los enfrentamientos civiles.

La capacidad descriptiva del escritor hace que las imágenes sean presentadas con su certera prosa, y nos entrega unas afiladas, en su precisión, escenas captadas por algunos reporteros de guerra y también por el afán de ciertos verdugos orgullosos de posar junto a sus víctimas como el cazador que se vanagloria de sus presas; instantáneas crueles y macabras que parecen responder a una constante del comportamiento humano, que inmortaliza los brutales momentos de igual manera que lo hace con los festejos familiares o populares. La exploración nos conduce por diferentes episodios desde la invasión de Libia por Italia en 1911 hasta la sangría de Sarajevo en los noventa del siglo pasado.

La llamada del escritor – expresada por el sacerdote – se sitúa en el ámbito de la búsqueda de la concordia y de la reconciliación, ampliando las violencias localizadas en los lugares señalados al campo humano de las violencias universales… adoptando ciertos tonos próximos al cristianismo; en esa medida se puede hablar del tono de prédica, de oración fúnebre, que adopta el libro – dando voz al clérigo – ante las miserias propias de los humanos; es lo propio en los funerales y en esta novela la figura de la fallecida Antonia se erige en la figura en la que concluyen la representación de lo real y la muerte… y una interrogación planeando: ¿han servido de algo las imágenes del horror, a no ser para gozo y orgullo de los que han posado en medio de montones de cadáveres yacentes, colgados, etc.? «La trampa de la obscenidad está ahí, en cualquier tipo de representación. Esta cuestión m interesa, también desde un punto de vista filosófico, desde hace tiempo», leo en una entrevista; y la prosa narrativa se desliza por estos pagos reflexivos… entre otros.
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Adjunto una reseña que fue publicada en el momento de publicación de otro de sus libros:

Verdugos víctimas

+ Jérôme Ferrari

Où j´ai laissé mon âme

Actes Sud, 2010.

159 págs. / 17 €..

Delimitaba Goethe la necesidad de posicionarse entre ser yunque o ser martillo, o lo uno o lo otro. Pues bien, los personajes, dos de ellos en concreto, de esta novela, galardonada con el Prix Roman France Télévisions y con el Grand Prix Poncetton de la SGDL (Société des Gens De Lettres), son martillos que saliéndoles el tiro por la culata(por la cuneta, que diría el otro) se vieron reducidos a la situación de yunques golpeados una y otra vez hasta la saciedad. Tanto a Indochina como a Argelia fueron ellos a mantener privilegios colonialistas, a mantener un ordre à la française; es decir, eran violentos martillos cuya función era golpear a los rebeldes, y nacionalistas, nativos con el fin de seguir chupando del bote, o que lo hicieran quienes les mandaban. El capitán André Degorce y el lugarteniente Horace Andreani se reencuentran en 1957 en Argelia, y recuerdan sus andanzas guerreras y los horrores vividos en los duros combates en Indochina, ambos coinciden en relatar la huella dejada en sus cuerpos y mentes por la tortura despiadada a la que fueron sometidos al haber caído en manos del enemigo, el primero tiene mayor experiencia ya que cayó en manos de la temible Gestapo; pasaron a ser – reitero – yunques golpeados sin piedad. Pues bien, como se afirma hasta el abuso: todo se contagia menos la hermosura, y a los militares de los que hablo no se les contagia precisamente la piedad ante sus víctimas, tras haber conocido la condición de tales, sino que se pasan a los hombres desnudos para someterles a todo tipo de rebuscadas brutalidades; tras la comisión de distintas perrerías por parte de uno, éste se lo presta al otro para que prosiga su asquerosa labor de deshumanización con aquellos luchadores, o posibles cómplices de ellos, que sufren en las lóbregas celdas de detención. Hasta los más despiadados seres humanos parecen asaltados por cierta mala conciencia al entregarse al sometimiento de otros semejantes al dolor, ante la visión y la audición de los quejidos , consecuencia del tormento al que son sometidos. El capitán va a hallar cierto bálsamo a su escozor moral conversando con uno de los detenidos, un comandante del ANL (Ejército de Liberación Nacional) de nombre Tahar. André Degorce toma la celda del detenido como verdadero confesonario y a su ocupante como receptor de sus cuitas; no sucede lo mismo al lugarteniente que asume con absoluto celo y entrega su papel de torturador.

El autor de la novela, que ejerció durante cuatro años la docencia de filosofía en el liceo internacional de Argel para habitar posteriormente en Córcega, nos entrega un torrente de frases que no cesan, que no se interrumpen ni por un instante, y que dan cuenta de las rumias y confidencias que los personajes intercambian; lo hace a una velocidad trepidante que hace honor al apellido del escritor (¡con perdón!) y que no deja al lector ni un momento para respirar. Tres personajes son reunidos por Ferrari en una precisa coyuntura histórica que hace que nos convirtamos en privilegiados testigos de los distintos comportamientos de los protagonistas, y que nos sintamos invadidos por hondos sentimientos de empatía, o de repugnancia, a lo largo de las ágiles páginas de la historia… que nos sitúan en la plena confirmación de que «en todo hombre se perpetua la memoria de la humanidad entera», y ante todas las constantes provocadas por el dolor, el odio, la mentira,… el perdón.