Por Iñaki Urdanibia

Decía Epicuro algo así como que «la muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo», como si no coincidiésemos. El filósofo griego usaba la primera persona del singular, la propia de quien es alcanzado por la parca, mas dejando de lado otras cuestiones relacionadas con los dolores y las largas agonías que pueden anunciarla y acompañar el paso hacia ella, quedan los otros, la huella que en ellos quedan tras la desaparición del ser querido, el dolor y el duelo y la posible resiliencia; la muerte del ser querido vista por el otro. No me referiré a la posible alegría o descanso que puede provocar la desaparición de alguien o aquellos otros que dejan escaso en los que siguen en vida, pues la vida de algunos es como una pluma mientras que la de otros pesa más que las grandes montañas…¡no seguiré con las variaciones mortuorias!

Cuatro recuerdo-homenajes dedica Andrzej Stasiusk (Varsovia, 1960) en su «Una vaga sensación de pérdida», a diferentes seres queridos, editado por Acantilado, que ya había presentado algunas de las obras de este novelista, poeta y crítico literario considerado como una de las voces más relevantes de la actual narrativa europea.

Ciertamente estamos ante una escritura sutil que se desliza como si volase con suavidad por los personajes y lugares y recuerdos transitados; no creo que esté de más aplicársele a él lo que escribe acerca de lo que uno de los personajes consideraba que se nutre la prosa verdadera: «detallismo, sentido de la observación, ligera distancia con respecto al tema, leve autoironía, descripción ágil y calidez salpimentada de amargura»

La primera semblanza, La abuela y los espíritus, está centrada en su abuela y en la Polonia de su tiempo; brillante contadora de historias que hacía que resucitasen los fantasmas, vivía en una zona salpicada de casas campesinas esparcidas que la señora denominaba colonia; sus historias no eran fruto de una imaginación desbocada sino producto de su profunda creencia, que compartía con otras comadres del lugar. Las cualidades mentadas las contagió a su nieto y que son contagiados igualmente al resto de los retratos presentados, con una volátil levedad, reitero, que hace que la lectura se desarrolle con dulzura y con unos sentimientos de empatía y melancolía, ante la fijada imagen de la muerte encarnada en una señora yacente, con rostro pacificado y sereno, con tintes irónicos.

El siguiente relato lleva por título Augustyn, y trata de un ser, vitalista y de carcajada fácil, como acto de resistencia, que mostraba tendencias rebeldes hasta la provocación, que pega un susto a sus amigos al sufrir un accidente vascular cerebral en su soledad; invade el relato unos límites borrosos en los que se entrecruzan la vida y la muerte y viceversa, y en los que se nos presenta al señor hospitalizado que narraba el ambiente del pasado de Izdebki, población de la Polonia profunda, y qie más tarde enclaustrado en una residencia, siempre manteniendo en pie su carácter que en vez de caer en la pasividad y obediencia que provocan tales lugares, sigue reivindicando su ser. Rodeado a sus amigos, que según sople el viento, son tratados con cercanía o son ignorados como si no estuviesen en su presencia; él que siempre había dado de irreprimible locuacidad, permanece encerrado en un mutismo absoluto ante la conversación de sus amigos. Genio y figura, y en sus amigos y conocidos quedó incrustada su figura y su genio.

A continuación conocemos a La perra, un verdadero cacho de pan, pero ya en horas bajas, bajísimas. Así como ella nunca había dado problemas, sus hijos y nietos habían causado más de un problema al dueño con los vecinos, al deber de pagarles los gastos originados por comerse a sus gallinas; la perra está renqueante y de manera creciente se encierra, como un ovillo, sobre sí misma y se encierra en su caseta, en donde le acompaña un gato que busca el calor del otro animal. Muchos son los que aconsejan al dueño que la sacrifique, que simplemente un pinchazo podría acabar con el sufrimiento del pobre animal, pero…él deja que llegue su hora. Lecciones transparente en lo que hace a la sociedad que deja morir a la gente sin prestarle mayores cuidados.

Si en anterior se incluye a un animal entre los seres queridos, en este último relato, el más largo, podría decirse que la condición de ser querido es, además de Olek, unos barrios de Varsovia, el nombre de uno de ellos precisamente da el tono Pérdida (Utrata), sin obviar otros barrios y entornos como el que da título al relato: Grochów, «treinta años después de haber tenido, entre las vías de Grochów, la visión de que la vida jamás nos traicionaría ni nos haría ninguna jugarreta y que lo único que esperaría de nosotros sería la aceptación incondicional de lo que nos deparase». Proletarios que lo habitan, el trabajo de la fábrica que ya había sido el de los padres, con sus hornos; trabajo del que ahora, los hijos, cometiendo una traición, trataban de huir en busca de una vida mejor. Y se nos guía por diferentes parajes y recuerdos de las andanzas allá vividas, con sus momentos de esperanza y liberación, que más tarde se esfumarían como el aire. El narrador acompaña a su amigo de treinta años para que este fuese incinerado; es en el camino en el que recuerda la fábrica de sus padres. Y narra el viaje en tren y haciendo auto-stop, destino del mar Adriático, allá a finales de los setenta, tarareando con una guitarra rusa, mejor soviética, de siete cuerdas y un mástil extrañamente largo, canciones del izquierdismo de América. Pete Seeger, Woody Guthrie y del joven Bob Dylan, a pesar de haber sido educados en los valores soviéticos…«éramos unos estetas y nos parecía que los parias de la tierra eran negros y vivían sólo en Estados Unidos, y allá componían sus canciones».

Y si el poeta de Orihuela decía cantar mientras esperaba a la muerte, el escritor polaco celebra la vida, en especial la que quedó atrás, cuyo recuerdo permanece y marca la vida del presente y, en cierta medida, el del futuro; no se ve la muerte como horizonte espantoso sino como acompañante permanente. En medio de todo ello van aflorando las plantas, los frutales, etc., y los cambios estacionales, lo que abre las puertas a las reflexiones sobre el tiempo cronológico y el vivido, la durée que diría Henri Bergson, y el paso por la vida, y sus marcas en los vivos, de quienes se fueron o dejaron de ser lo que en su momento fueron, todo ello acompañado de una nostalgia dulce.

Una travesía por el tiempo de ese infatigable viajero que responde al nombre de Andrzej Stasiuk, comparado no pocas veces con Kerouac o con su compatriota Kapuscinski, que en esta ocasión viaja por el pasado que le afectó, y afecta, con resabios autobiográficos, como en otras ocasiones dio cuenta de sus periplos hacia el Este,…