Por Iñaki Urdanibia.

El pasado 22 de febrero se cumplieron ochenta años del fallecimiento del poeta sevillano.

«Misterioso y silencioso

iba una y otra vez.

Su mirada era tan profunda

que apenas se podía ver.

Cuando hablaba tenía un dejo

de timidez y altivez.

Y la luz de sus pensamientos

casi siempre se veía ver arder.

Era luminoso y profundos

como era hombre de buena fe.

Fuera pastor de mil leones

y de corderos a la vez.

[…]

Las maravillas de la vida

y del amor y del placer

cantaba en versos profundos

cuyo secreto era él»

                              (Rubén Darío)

«Murió del todo en figura, humilde, miserable, colectivamente, res mayor de un rebaño humano perseguido, echado de España, donde tenía todo él, como Antonio Machado, sus palomares, sus majadas de amor»

                                    (Juan Ramón Jiménez)

A pie, huyendo de la bestia azul atravesó la frontera con una larga columna de ancianos, niños y otros, el poeta Antonio Machado con su madre… más de cuatrocientas mil personas en despavorida fuga; «Y cuando llegue el día del último viaje / y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos del mar». Y allí en aquella localidad mediterránea que a tantos pintores había acogido e inspirado, los Derain y Matisse entre otros, y que habían dado cuenta de la luminosidad y colorido del pueblo, fue a parar el poeta, fatigado y triste ante el espectáculo mortífero al que estaban sometiendo a su país, mientras implantaban una férrea dictadura; no fue él en busca de inspiración, ni a expresar forma alguna de lirismo sino en busca de refugio, y la dama de negro, en forma de neumonía, vino a segar su agotada vida, en aquel pequeño hotel Bougnol-Quintana, cuya propietaria tenía orígenes hispanos, a las tres de la tarde de aquel 22 de febrero de 1939, amaneció mortal ese miércoles de ceniza, dos días después le siguió por la senda de la muerte su anciana madre. Allá estaban también el hermano del poeta, José junto a su esposa Matea Monedero. Fue la última vez que, en sus tres últimas semanas de vida, don Antonio veía el mar (ya estamos solos, mi corazón y el mar), y sus restos fueron enterrados en el pequeño cementerio situado justo detrás del hotel; a algunos de los encerrados en el fuerte de la localidad se les concedió permiso para llevar el féretro, que fue acompañado por algunas autoridades republicanas llegadas ex profeso. El corazón helado, la tristeza como estado anímico ya permanente, el cuerpo y la mente agotados y la mala suerte, ya que su desesperación se cruzó con una oferta de trabajo como profesor en Cambridge, que no llegó a conocer pues llegó al con un día de retraso con respecto a su muerte; gafe, al igual que un año y poco después le sucediese (en setiembre de 1940), en camino inverso, allá en Port-Bou, Walter Benjamin que ingirió la morfina por temor a ser entregado a la Gestapo cuando todo da por pensar que la amenaza de los policías franquistas no tenían más finalidad que sacarle los cuartos… el resto de sus compañeros de travesía, partieron sin problemas al día siguiente vía Portugal para partir al otro lado del charco [otra coincidencia azarosa puede señalarse: se perdió la maleta de Antonio Machado que parece que contenía las cartas intercambiadas con Guiomar, del mismo modo que Benjamin perdió su maleta negra en la que todo da por pensar que iba la última, y definitiva, versión de sus tesis sobre la historia que pensaba entregar a la mujer de Adorno]. El cielo azul mediterráneo se vistió de negro; en el bolsillo de su chaqueta encontró su hermano un papel arrugado en el que se leía: Estos días azules y este sol de la infancia, y algunas notas dirigidas a Guiomar, además de una ficha con el hamletiano: ser o no ser. Se cerraba el ciclo de la luz de su niñez confundida con la de la población mediterránea… « Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde florece el limonero», y años más tarde recordaría, «Esta luz de Sevilla… Es el palacio / donde nací, con su rumor de fuente…». La luz se apagó.

Recuerdo la primera visita que realicé a aquel cementerio, hace ahora unos cuarenta y cinco años, y busqué la tumba, que conservaba los restos del poeta y de su madre, Ana Ruiz, que estaba cubierta por algunas zarzas, entre las que cierto que lucían algunas coloridas flores, y sobre la que lucía alguna bandera tricolor republicana, que en aquellos años de franquismo lucía con más fuerza si cabe; en estos días de conmemoración algunas autoridades hispanas han osado, mostrando poco tino y delicadeza, colocar la bandera monárquica, la rojigualda que recuperó el caudillo de Ferrol, que es la que alzaban quienes le hicieron huir de su país al poeta (las banderas dicen los universalistasde pacotilla son meros trapos, cierto, más unos representan una cosa y otros, otra, y quienes imponen la suya son quienes más se campanean con discursos falaces acerca del provincianismo, de la insignificancia de las banderas etc.). No le falta razón al brillante hispanista Ian Gibson cuando afirma que mientras que la momia continúe en el Valle de los caídos, resulta más propio que la tumba de Machado permanezca en el exilio, del que es claro símbolo, al igual que los desaparecidos restos de Federico García Lorca son símbolo de las cunetas y de los crímenes de los falangistas y acólitos facciosos.

Un par de poetas que son representación de los crímenes del franquismo, de los miles de desaparecidos, de abandonados en inhóspitas cunetas, o exiliados… y los que siguen sin condenar la brutalidad del nacionalcatolicismo, son capaces de apropiarse de dichos poetas ya que – según ellos – éstos son patrimonio de todos los españoles… sin duda, más de unos que de otros, usando los versos de los nombrados en vano, ya que las dos Españas, por lo visto, no fueron más que adornos del poeta sevillano, ya que a nadie se le heló el corazón (cómo iba a suceder tal cosa, si hay quien se atreve a decirlo en vox alta: que Franco mataba con amor).

No es la primera vez que Ian Gibson dedica obras a los poetas nombrados, así si con anterioridad publicó un necesario estudios sobre el poeta granadino («Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (1898-1936)». Plaza & Janés, 1998; volviendo el año pasado a detenerse en «El asesinato de García Lorca», editado por B), más tarde ha publicado dos sobre al sevillano: antes fue sobre su vida («Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado». Aguilar, 2006), ahora acaba de publicar un oportuno «Los últimos caminos de Antonio Machado. De Sevilla a Collioure» (Espasa-Calpe, 2019). La pluma del autor nos hace entrar en la mente y el corazón agotados del poeta, en sus rumias depresivas, en los últimos momentos de la vida de un ser de sesenta y cuatro años, envejecido por los dolorosos avatares de la vida provocados por la bestialidad de los golpistas hispanos, con la colaboración del fascio italiano y el nazismo germano… y maltrecho por la sangrante herida que se imponía en su país.

Había caído Barcelona, y el día 28 de enero comenzaba la marcha, custodiados por los guardias, hacia el exilio y la muerte… avanzando bajo el frío y la lluvia, al que debía añadirse el temor a las bombardeos de la aviación. Machado intuye el fin en paralelo al fin de su amada república; antes ya había vivido, en 1889, en el país vecino, junto a su hermano Manuel, en París en donde conoció a diferentes poetas y escritores (Pío Baroja, Rubén Darío, Oscar Wilde…) y recibió la influencia de algunos de ellos, en especial del simbolista Paul Verlaine; conocía la lengua del país vecino de cuya enseñanza había sido catedrático. Nada comparable esta última, y definitiva visita a tierras hexagonales, en donde cierto es que recibieron la ayuda de los habitantes del lugar que se volcaron, entregándoles ropa y cama, y facilitándoles comida, en un vano intento de facilitar sus vidas, al menos la del poeta y la de su enferma y anciana – ochenta y ocho años – madre. El poeta murió de agotamiento y tristeza, y la suerte, inicialmente detenido, de su hermano Manuel y su posterior implicación del lado de los golpistas, hermano con quien había tenido una relación estrechísima y con quien había colaborado creando varias obras de teatro, no fue de los menores ingredientes de su honda tristeza, junto a la acumulada pena de la temprana muerte de Leonor o su deseo de Guiomar – Pilar de Valderrama -, y el triunfo del fascismo por supuesto. «Tengo la certeza de que el extranjero significaría para mí la muerte», había dicho.

Ian Gibson nos hace entrar en la mente y en el corazón del extenuado poeta, alejado de sus queridas Sevilla natal y su vivida Soria, un ser quebrado al que como al bilbaíno, le dolía España y muchas cosas más .

«Los muertos mueren y las sombras pasan,

lleva quien deja y vive el que ha vivido.

¡ Yunques, sonad; enmudeced, campanas!»

Dejó escrito y su sombra permanece para los amantes de la poesía y más allá del bostezoy el vacío en la cabeza, los versos del poeta deja oír su penetrante voz que alertaba contra la «España de charanga y pandereta, / cerrado y sacristía, / devota de Frascuelo y de María, / de espíritu burlón y de alma quieta”. Y más abajo como la “España inferior que ora y bosteza, / vieja y tahúr, zaragatera y triste; / esa España inferior que ora y embiste, / cuando se digna usar de la cabeza”».