Por Iñaki Urdanibia

«Al principio solo podía llorar, no era capaz de hablar con nadie. Después, empecé a hablar, poco a poco al principio y liego, más cada vez. Fue como una cascada. Tenía que hablar sobre mis sufrimientos […]. Todos tenemos derecho, incluso hoy, a seguir hablando de nuestro sufrimiento. Para reencontrarnos, para honrar a las víctimas y para decirles a los jóvenes: “así fue y esto no debe repetirse nunca»»

Philomena Franz

«Este libro es un libro político, aunque pueda que el lector no lo aprecie en su primer momento. Lo es porque nos hace preguntas que siguen sin resolverse cuarenta y cinco años después de la liberación de Auschwitz y otros campos de exterminio»

Reinhold Lehmann

Aun siendo consciente de que las palabras son como los seres vivos: nacen, se desarrollan, cambian y algunas mueren, el uso del término holocausto, impuesto por el uso y por abuso, con la bendición de la RAE (gran matanza de seres humanos; otra acepción ligada al exterminio sistemático llevado a cabo por la Alemania nazi, etc.), no me resulta de lo más acertado, por razones que ya he dejado expuestas en anteriores ocasiones: ni sacrificio a dios alguno, ni entrega y abnegación de la víctima, y sí fuego a las víctimas, que eran sacrificadas a la fuerza, es decir, contra su voluntad en el caso que nos ocupa. La palabra ha quedado tan implantada en el uso que se habla del holocausto judío, holocausto franquista, holocausto caníbal… o en este caso: holocausto gitano (porajmo). Pero, como digo, no seguiré, estoy bastante desfondado ya. Si comienzo con esta puntilla es debido a que en el libro que he leído se utiliza con frecuencia tal término tanto por parte de la autora, como de la editora en su brillante estudio final, desde la solapa y contracubierta.

El libro al que me refiero: «Entre el amor y el odio. Una vida gitana», de Philomena Franz (Biberach en der RiB, Alemania, 1922), editado por Xórdica. El libro, conmovedor donde los haya, tiene un gran interés en varios aspectos: por una parte, la escritora, como superviviente, da testimonio del infierno vivido, al igual que otros muchas deportadas, y muchos, al tiempo que entrega un retrato de la vida de los gitanos, sus valores y formas de vida; siendo el primer relato autobiográfico publicado, en 1985, por una superviviente gitana. Supone la obra, en este orden de cosas, la reparación de un silencio, de una injusticia que se ha cometido con el pueblo romaní, al quedar ignorados ante la magnitud del desastre organizado con los judíos; el retrato de los planes de exterminio, y de supuesta higiene con las denominadas razas parasitarias si bien es cierto que en un hit-parade de la infamia los creyentes judíos, convertidos en raza por el abracadabra de la ciencia aria, se llevaron la palma, no se ha de ignorar el genocidio de los gitanos, considerados como vagos y maleantes, asociales y otras lindezas.

Los gitanos sufrieron en propia carne la persecución, la detención y los transportes en vagones de ganado, a los centros de concentración y exterminio, de modo y manera que padecieron el brutal trato de los lager; al llegar, a muchos les esperaba la muerte en las cámaras de gas, a todos el maltrato, la tortura muchas veces convertida en espectáculo y escarmiento, el hambre, el frío, y la enfermedad. Se calcula que quinientas mil personas pertenecientes a tal comunidad fueron liquidadas, el setenta y cinco por ciento de los que habitaban en Europa.

Antes de relatar el calvario padecido, Philomena Franz cuenta su vida, una infancia feliz, siempre con la naturaleza cerca, con una carromato que era la admiración en todos los pueblos a los que llegaban para ofrecer sus representaciones musicales; nos habla de los valores recibidos de su abuelo en lo referente al amor a los animales y a la naturaleza, siendo también los niños tenidos en alta consideración. Ella acudir a la escuela representaba para ella un verdadero regalo, ya que su interés por aprender era grande; mantenía unas relaciones cordiales con las profesoras y con las compañeras, si bien con posterioridad cuando comenzó la aplicación de las leyes raciales, fue forzada a abandonar los estudios siendo obligada a trabajar en una fábrica de municiones, dándose la ruptura, o el enfriamiento, de algunos lazos establecidos en la escuela, con algunas compañeras que, forzadas por sus padres, lucían uniformes de las juventudes nacionalsocialsitas. Fueron tiempo de temor permanente, además de que los rumores y las detenciones no cesaban, y se creaba un estado de espera permanente por saber cuándo tocaría el turno para ser detenida y dar con sus huesos en algún campo, o con la muerte.

Al final llegó su turno, con anterioridad habían sido deportados varios familiares, y fue conducida a Auschwitz, concretamente a Birkenau II, sucursal dedicada especialmente para los gitanos. Su número fue el 10550, y ya desde los primeros momentos fue testigo de la brutalidad, los castigos, insultos y gritos que era la infame banda sonora del lugar. Vio gente morir de hambre, cansancio y frío ante la pasividad de los guardianes, que algunos casos no se cortaban a la hora de poner punto final de un tiro a quienes flaqueaban…una boca menos que alimentar. La crueldad quedaba reflejaba en los aterrorizados rostros de las mujeres y los niños, ante el trato que recibían y ante el temor de lo que es llegaría más adelante. En el traslado a Ravensbrück, sometida una cuarentena y muerta de sed y hambre, oyó que su hermana mayor taba allá… aun estando frente a ella le costó reconocerla; lo mismo que le sucedería más tarde con su madrina. Allá las jornadas de trabajo en una fábrica de municiones eran de doce o catorce horas diarias. Hasta en aquel infierno se encuentran ángeles, y así con la ayuda e informaciones de uno de ellos, logró escapar. Su hermana fue tomada como rehén siendo colgada y exhibida con una soga al cuello en una horca… Una vez atrapada la fugitiva corrió la misma suerte que su hermana, y posteriormente hubo de probar las abominables celdas de castigo en la que era imposible tumbarse, debiendo permanecer de pie en todo momento. Más tarde fue llevada a otro campo más severo si cabe, el de Oranienburg. De vuelta en Auschwitz escapó por los pelos de la cámara de gas, al estar ya en la fila y viendo cómo eran tratadas las mujeres y los niños arrojados por los aires al interior de las cámaras de la muerte, comentó con un SS que tenía un hermano que estaba luchando en el frente con las tropas alemanas… A ella se unió, agarrada a sus faldas, una niña cuya madre había sido entregada a la muerte del Zyklon B.

Con una prosa sencilla y directa la mujer narra todo lo vivido, guiada por la obligación de recordar con el fin de que las cosas no se volviesen a repetir, tratando además de reclamar justicia hacia su pueblo. El desencadenante de su escritura vino en 1970, cuando su hijo fue insultado en la escuela por el hecho de ser gitano, y la mujer ni corta ni perezosa se dirigió al colegio a denunciar el hecho y ya de paso hablar con los alumnos, sesiones que con posterioridad realizó en diferentes centros escolares con el fin de desvelar los falaces estereotipos y leyendas que sobre los gitanos se habían vertido y se seguían vertiendo.

Unos cuentos completan la escritura de la mujer, en los que continuando la tradición oral gitana, señalan los valores propios de su comunidad, al tiempo que de manera metafórica incide en los sufrimientos y persecuciones padecidos por su pueblo.

La obra contiene al final de un estudio de María Sierra, Philomena Franz, narradora del holocausto gitano, en el que se retrata a la señora sinti (denominación que se aplica a los gitanos asentados en tierras germanas), los avatares de su existencia desde su niñez, al tiempo que se subraya la persistencia del racismo contra los judíos en la Alemania actual, al igual que se denuncia la presencia de no pocos de los causantes del genocidio gitano del nacionalsocialismo en diferentes puestos del actual régimen; de igual modo se muestra la permanencia de los prejuicios, la persecución y discriminación que siguen presentes en la sociedad alemana; se puede leer en una sentencia del Tribunal de Justicia del año 1956 esta perla que irá acompañada de otras, posteriores, del mismo jaez: «los gitanos son propensos al robo y al fraude. En muchos casos carecen de impulsos morales para respetar la propiedad ajena porque, como hombres primitivos, tiene un instinto de apropiación incontrolado».

Concluiré señalando que tres años después de este testimonio, otra mujer romaní dio a conocer otras memorias de sus vivencias concentracionarias, Ceija Stojka de quien por cierto es la ilustración, Mujeres en Ravensbrück, de la portada de este libro.