Por Iñaki Urdanibia

Jack London (1876-1916), cuyo verdadero nombre era John Griffith Chaney, no tuvo una vida fácil, abandonado por su padre a temprana edad y educado – es un decir – por una madre espiritista, conoció la miseria en su infancia y trató más adelante de conocer el mundo para lo que se convirtió en un ser errante, vagabundo, en cuya existencia no faltaron los diferentes oficios, entre ellos el de buscador de oro, siendo – que es por lo que es conocido – prolífico autor de más de cincuenta obras, en las que domina la aventura y el decidido compromiso socialista.

En una recopilación de cinco nouvelles suyas, publicadas en francés bajo el título de Histoire del siècles futurs (10/18, 1974; pp. 179-314) se halla una novela que las circunstancias convierten en realmente oportuna: La peste écarlate (Hay traducción al castellano, por lo que veo La peste escarlata, editada por Libros del zorro rojo). Obra publicada originalmente en 1914.

Un abuelo, antiguo profesor en la universidad de San Francisco, camina al principio con su nieto de doce años, Edwin, avanzan con dificultad a través de unas vías de tren en mal estado: oxido que afectaba hasta las mismas traviesas de madera [algunas escenas iniciales recuerdan de manera automática con la novela de Cornac McCarthy, La carretera]. La acción se sitúa en los años setenta y ochenta del siglo XXI, solo algunas tribus permanecen con vida en California, y el abuelo recuerda cuando las cosas no habían sido alcanzadas por el desastre, y va relatando al muchacho cómo sucedió el desastre, con aquel maldito virus que acabó aniquilando la humanidad, dejando únicamente a unos pocos seres. En su desbrujuluada marcha se encuentran con otros dos jóvenes de la misma tribu, nietos también, Jujú y Labio Leporino, que se empeñan en desenterrar esqueletos, que pertenecen a las víctimas de la peste escarlata que atacaba a la población y a las familias que huían del contagio, aprehendiéndoles en cualquier circunstancia y lugar. El joven que acompañaba al abuelo, Edwin, con un cuchillo se ocupaba en extraer los dientes de una mandíbula con el fin de elaborar un collar, ante la mirada espantada del abuelo. La tripa llena del abuelo, profesor de literatura James Howard, parece despertar en él una inesperada y alocada alegría junto a un cúmulo de recuerdos de los que hace partícipes a los jóvenes oyentes, a los que relata como todo comenzó en el año 2012 cuando la humanidad se vio enfrentada con una bacteria ante la que se sintió incapaz de combatir y poner freno. Los síntomas de la enfermedad consistían en fuertes convulsiones que daban lugar, una vez que cesaban, a estados de honda calma. El cuerpo de los afectados se veía poseídos por un entumecimiento que se iba adueñando desde los pies ampliándose hacia arriba por las piernas, las rodillas, las nalgas y el vientre, siempre en constante ascenso; llegado al corazón provocaba la muerte. No dejaba de resultar sorprendente que tras el fallecimiento lo cuerpos se descompusiesen a una velocidad disparada, se deshacía la carne como si fuese sometida a un proceso de ebullición lo que aumentaba la extensión de los contagios, ya que los gérmenes al quedar libres se expandían por el aire.

Y si las vidas se contaban por miles, la sociedad se resentía dejando ver los comportamientos más impresentables: por una parte se daba el rechazo y aislamientos de los afectados, no cabe duda de que cabe calificarlos de apestados, la violencia y el asesinato pasaron a abundar en el deteriorado tejido social. El fuego se adueñaba de los centros urbanos mientras algunos trataban de huir para alejarse de la enfermedad; quienes estaban afectados convertían la huida en una dolorosa marcha hacia la muerte. A este desorden ayudaba la desaparición de no pocos policías, que obviamente no resultaban indemnes a la enfermedad, mientras que las ciudades mostraban un aspecto desolador con montones de cadáveres; los transportes tanto por tierra como por mar dejaron e funcionar y como consecuencia directa de ello, comenzaron a faltar los víveres, lo que conducía a la población desesperada a tomar por asalto las tiendas y almacenes.

Algunos académicos, escépticos inicialmente ante el mal que se expandía, optaron por recluirse en los locales universitarios para más tarde intentar huir al campo; tal fuga fue deviniendo desfile fantasmal, compuesto a modo de almas en pena, que iba dejando sus vidas por el camino, quedando al final solamente un vivo, Smith, que al tomar conciencia de su soledad fue invadido por una angustia cercana a la locura, lo que no impidió que siguiese firme en dirección al parque de Yosemite. Allá sobrevivió durante algunos años, hasta que se vio tentado a recorrer el camino inverso para ver lo que había sucedido; la vegetación se había adueñado de todo cubriendo los restos de las zonas anteriormente civilizadas que habían pasado a mejor vida, es decir, a su absoluta desaparición.

Los animales domésticos se transformaron en salvajes convirtiendo en alimento las gallinas y los patos que abundaban en la zona, no corrieron la misma suerte los gatos y perros, ni los cerdos que se adaptaron a las mil maravillas a la nueva situación. Los canes se reprodujeron sin pausa, adueñándose de todo tipo de presas, ofreciendo con sus ladridos y aullidos nocturnos en una banda sonora realmente siniestra. En medio de tal escenario apocalíptico, Smith se encontró con la tribu de los chófers, viendo como uno en concreto, ser cercano en sus comportamientos a las fieras más brutales que resentido por los padecimientos pasados debido a su pertenencia de clase se vengaba de tal machacando a su esposa, que era hija de un empresario de alto copete, Van Warden, sometiéndola a todas las aberraciones que le dictaban su turbio deseo; Smith enternecido, no obstante, por la miseria, moral, y la angustia profunda y permanente del señor, por calificarlo benévolamente, permite que se case con su hija llegando el chófer, en el colmo de lo abominable a poner fin a la vida de la mujer. La desesperación hace que Smith huya junto a su esposa con el fin de refugiarse en la tribu de los Santa Rosa.

Salta a las páginas, en medio de toda la escapada en la que parece que domina el no hay adonde ir, una profunda convicción en los descendientes del abuelo en contra de la sociedad de clase y los abusos del poder; heredando igualmente un espíritu de solidaridad y ayuda mutua… quedando, no obstante, el resabio de una falta de confianza en la raza humana ya que aun suponiendo la salida, por medio de una vuelta a la tortilla, la huella salvaje de los humanos no se anulará… el profesor, no obstante, recluido en una gruta, representa el espíritu de regeneración, manteniendo en alto el estandarte de las letras y sus escritura que podría servir a las generaciones venideras.

La huella de la fragilidad de la humanidad y la de la amenaza de la desaparición ha sobrevolando la mente de los humanos desde el Apocalipsis bíblico hasta nuestro hoy.