Por Iñaki Urdanibia
«¡Familias os odio! Hogares cerrados, puertas cerradas, posesiones celosas de la felicidad»
André Gide
«Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo»
Lev Tolstoi
Vaya por delante que generalizar es mentir, o recurriendo al refranero: una golondrina no hace primavera, ya que siempre hay excepciones (que no confirman regla alguna, a lo más la falsean) dicho lo cual también es verdad que la familia ha funcionado, y funciona en no pocas ocasiones, sino siempre, como sistema de domesticación, de formateo, de la reproducción, me refiero a la ideológica o moral (de mos, moris=costumbres). No hace falta recurrir al lema que han usado, y usan, las ideologías autoritarias: baste con recordar los casos de Franco (familia, sindicato, municipio), de Mussolini y ahora de su seguidora Meloni (Dios, patria, familia) o del mariscal Pétain (Trabajo, familia, patria). Así, el conjunto familiar es el lugar en el que la cercanía de los afectos, por decreto-ley, provoca silencios, sobreentendidos y malentendidos, afectos que en no pocas ocasiones van acompañados de envidias, entre otras cosas por aquello de que donde hay confianza da asco, por no recurrir a la metáfora schopenhaueriana de los puercoespines que si se acercan demasiado se pinchan, si se alejan sienten frío… Resulta una obviedad partir del hecho de que en lo que hace a la familia no hay elección sino que la pertenencia viene dada, y a veces, sino siempre, uno se ve obligado a tratar y soportar a gente con la que jamás hubiese imaginado tratar. En fin, de esto, ejemplificado en un caso, nos habla Sara Mesa (Madrid, 1976), en su «La familia», editado por Anagrama. Cualquiera que se haya acercado a los libros de la madrileña-sevillana coincidirá conmigo en que ésta no da puntada sin hilo, y que sus temas nada tienen que ver con los dulces merengados*.
Estamos ante un padre dominante y severo hasta las entretelas, que persevera (pére sévère)en su estricto rigor normativo, y en la frugalidad que debe guiar la vida de la familia, y por extensión, la de la sociedad toda; siempre, eso sí, justificándolo que todo lo que hace es por el bien de los demás, además de usando siempre un tono, digamos que, suave. Damián, que así se llama el sujeto que sujeta a todos, está casado con Laura, siguiendo el guión que él había trazado bajo el nombre del Proyecto. Tres son los hijos de la pareja: Damián, Rosa, y Aquilino; Marina, es sobrina, hija de la hermana de la madre, mas ha sido acogida como hija y así es llamada, a cambio, ella trata a Damián y a Laura, de Padre y Madre. El padre dice que trabaja de abogado a la vez que se implica en diferentes asociaciones de ayuda a los desfavorecidos: antes lo hacía con los presos y en la actualidad con los afectados por el síndrome de Down, tarea en la que trata de implicar a su homónimo hijo, yendo de puerta en puerta con el fin de solicitar ayuda monetaria. Desmarcándose, no obstante, de cualquier parecido con las labores de la Iglesia y sus zarandajas, ya que su postura es abiertamente contraria a la religión.
En aquella casa no hay lujos, los regalos no son admitidos, la televisión no existe ya que según cuenta Padre, y a su vera Madre, los programas y películas son deplorables; los secretos no deben existir y a cambio debe reinar la sinceridad y la confianza, lo que no quita para que todos anden atemorizados en la casa a la hora de dejar ver alguna objeción a las reglas impuestas por quien dice ser admirador de Gandhi, y sus principios de vida cercanos a lo franciscano. Martina, a quien a veces Padre llama Martinita, muestra su sorpresa ante el funcionamiento de aquella casa; el Padre – siempre dispuesto a dar lecciones – se encargará de ofrecerle pacientes explicaciones acerca de la bondad de los principios que allá rigen, frente a los que rigen en otros hogares en los que impera el vicio, la frivolidad, el despilfarro, etc. La diferencia que distingue aquella casa de los hábitos que se dan en otras, llega a conocimiento de los hijos por medio del trato con otros compañeros de escuela que cuentan sus vidas en sus casas, ello hace que aquellos se sientan como distintos, situación que es elevada a la ene potencia cuando en la escuela el hijo mayor, Damián, que parece la imagen lograda del calzonazos y de sumiso siempre tendente a lograr el beneplácito de su progenitor, es objeto de burlas, motes, etc., conducta que también padece el pequeño Aquilino, ocurrente y mostrando maneras en lo que hace a la puntería de sus juicios, cuyo nombre se presta a todo tipo de rimas insultantes en la escuela, a las que el muchacho quiere poner fin cambiando su nombre por el de Aqui; los padres, y tal vez el plural no hace justicia al dominio e imposición del Padre, no aceptan el cambio ante lo cual se da una postura de resistencia por parte del chico, hasta que los progenitores dan el brazo a torcer. Vemos algunas salidas nocturnas, clandestinas faltaría más, de la osada Rosa con el fin de verse con el novio, tal relación no está dentro de lo admisible para Padre, cubierta por la complicidad de su hermana, del mismo modo que vemos el buen talante que muestra la chica para con algún señor sin domicilio, Mario, cuya presencia en los alrededores siempre va acompañada de sus grandes dosis de alcohol; conocemos igualmente a algunas vecinas del inmueble en el que viven, cuyo modo de vida, la madre es peluquera y tiene unas costumbres que no son del gusto, más bien son del disgusto, del rígido y estrecho paterfamilias; también de Rosa se nos da cuenta de su trayectoria laboral y de sus más y sus menos con alguna amiga, Paqui, y una compañera de piso, Yolanda. Los regalos, como queda dicho, no son admitidos en la casa, y así un regalo que el tío Óscar, hermano de la madre y polo opuesto de la rigidez del Padre por su carácter lenguaraz, hace a Martina, es devuelto y cambiado por un libro, ya que el regalo seguía la frivolidad de los gustos de las jovencitas del momento; algunas cuitas de la misma chica, a una maestra de la escuela, es considerada como una traición a la unidad familiar, ya que los trapos sucios si es que los hubiese, que no es el caso en la visión paterna, se lavan en casa, del mismo modo que un candado con la correspondiente llave que tiene el cuaderno de la muchacha ha de ser abandonado ya que es según dice el jefe, una muestra de desconfianza hacia los demás, pues allá no hay secretos, etc., etc., etc. Obviamente el ambiente de la casa es tenso y todas las miradas se dirigen al Padre, que todo lo observa, ve y controla desde su mirada panóptica, para ver si lo dicho o hecho es aceptado por éste o es rechazado, sensación que también es aplicable a la Madre que muestra un disgusto y desencanto creciente ante la cárcel en que su marido ha convertido la vida de aquel hogar.
Lo narrado en las líneas que preceden es presentado por la escritora con una prosa sin florituras y un estilo de aparente desenfado (como quien no…), trenzado de frases cortas y una crudeza entreverada de fino humor que retrata las vidas que son movidas, por una especie de sálvese-quien-pueda, que propicia la obediencia forzada, la hipocresía, los silencios y los ocultamientos. Si la soltura de la escritora convierte la lectura en veloz, ésta se ve aumentada por los diferentes capítulos que como piezas de un rompecabezas, siempre con los mismos personajes, van dando cuenta completa del gris, por no decir negro, cuadro familiar.
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( * ) Algunas lecturas de otras obras de la escritora